Destrozos en el camino

El camino es el que conduce a la desaparición de ETA. Un camino que no sabemos si se está convirtiendo en callejón sin salida. Bien porque, en contra de lo que creímos los esperanzados, ETA no ha interiorizado la necesidad de su propia desaparición, bien porque Batasuna se salga con la suya, en contra de lo que los más opitmistas creyeron entender del mensaje de Anoeta, al mezclar las dos mesas, al condicionar la mesa Gobierno-ETA para la liquidación de ésta a avances en la mesa de partidos políticos en la que se negocie la normalización de Euskadi.

Pero si bien existen dudas, y no pocas, sobre el camino, de lo que no caben dudas es de que en el entretanto se van produciendo destrozos de los llamados colaterales, destrozos que afectan a la línea de flotación de la cultura democrática. Conviene recordar de vez en cuando que, en contra de la afirmación que acostumbramos a hacer, afirmación según la cual todos somos demócratas de siempre y no admitimos dudas al respecto, democracia hay que aprenderla todos los días, y todos los días es preciso mostrar que se sabe vivir según las reglas básicas de la democracia.

Es un destrozo causado en la cultura democrática que la oposición popular recurra al término rendición para criticar la política del presidente del Gobierno en relación a ETA. Rendición implicaría traición al Estado de Derecho y sería un crimen punible con la máxima pena posible en democracia. Y si el PP no da el paso a exigir las responsabilidades penales derivadas del significado del término, entonces debiera renunciar a usarlo, lo que no indica querer prohibirle la crítica a la política antiterrorista de Zapatero.

También produce un grave daño a la cultura democrática pasar de la crítica política a la denuncia penal, que es lo que ha hecho el PP con Patxi López y Rodolfo Ares. Es políticamente criticable la reunión mantenida por estos líderes socialistas vascos con Arnaldo Otegi. No son pocas las razones que se puedan aducir para esa crítica política. Pero un partido político no puede pasar a la denuncia penal si no quiere perder la posibilidad de seguir ejerciendo crítica política: una vez que se da el paso a la denuncia penal, se está renunciando a la posibilidad y al deber de ejercer la crítica política, con lo que la democracia resulta dañada.

Capítulo especial merece lo que está sucediendo con la justicia durante todo el tiempo del proceso, aunque algunas cuestiones superan lo relacionado estrictamente con la desaparición de ETA, si bien indirectamente tienen que ver con ello. La actuación de la justicia ha estado, y sigue estando, en el ojo del huracán. Desde el mundo de ETA-Batasuna se ha dado a entender de forma bien clara que lo que esperaban era una especie de suspensión de la actividad de la justicia en todo lo que les afecta. Han dado también a entender que algo de eso se les había prometido. No les concedamos ni el beneficio de la duda.

Pero sí es preocupante que su decisión de actuar sólo por vías políticas no implique ni el más mínimo reconocimiento de lo que implica un Estado de Derecho y su funcionamiento. Es preocupante que la apuesta por las vías exclusivamente políticas no implique una apuesta por la democracia, una apuesta por el Estado de Derecho, una apuesta por la separación de poderes, por la sujeción del ejercicio del poder al imperio del derecho y de la ley. Es significativa la pobreza democrática que existe detrás de la apuesta por las vías políticas en exclusividad.

Pero si preocupante es la indigencia democrática que muestran ETA-Batasuna, mucho más preocupante es que no pocos partidos políticos hayan apostado por poner fronteras a la actuación de la justicia. Algunos lo han dicho de forma directa: la justicia debe actuar al servicio del proceso de paz; la justicia no debe poner obstáculos al proceso de paz, indicando con estas frases que deben reprimirse en la persecución del delito, en su función de juzgar y sentenciar. Otros lo han dicho de forma más sibilina: la actuación de los jueces, especialmente sus sentencias, deben tener en cuenta la realidad social, mandato constitucional.

Pero lo que no han dicho es quién interpreta esa realidad social: ¿Es la realidad representada por las masas que acuden a las convocatorias de la AVT? ¿O es la realidad social que supuestamente se refleja en las encuestas que afirman los deseos de paz de la sociedad española y vasca? ¿Quién es el encargado de decidirlo?

Pero lo peor ha venido de la actitud de los partidos nacionalistas en general como reacción a la imputación del lehendakari Ibarretxe y la sentencia revocatoria del Supremo en el 'caso Atutxa'. Es el sistema judicial como tal el que ha sido puesto en cuestión. Y esa puesta en cuestión se ha basado en el truco fácil de afirmar que es la propia actuación de los jueces la que cuestiona el funcionamiento de la justicia. Las afirmaciones de estos partidos han dado a entender que la sentencias valen si benefician a unos, y no valen si no les benefician. La justicia es buena, los jueces magníficos si el Superior de Euskadi absuelve a Atutxa. El mismo sistema es involucionista, comete errores, daña el funcionamiento normal de la democracia si el Supremo devuelve el caso al Superior de Euskadi, obligándole a volver a juzgar el caso.

El deterioro buscado de la imagen de la justicia no es ingenuo. El Estado de Derecho es atacado por el lado más fácil, por el lado más vulnerable: la justicia, el ejercicio diario de los jueces sujetos a las leyes y a las normas procesales. Y el Estado de Derecho es atacado por el lado más importante, el más significativo: el poder del ejecutivo y del legislativo están sujetos a las leyes, al imperio del derecho y de la ley. Y la institución encargada de ejercer esa vigilancia sobre el poder es el sistema judicial. Si se somete a éste a un desgaste radical de imagen, es el Estado de Derecho, es el Estado el que sufre daños.

Se ha afirmado que encausar al lehendakari por reunirse con Otegi implica coartar la capacidad de acción política del lehendakari. Como si éste tuviera una capacidad de acción ilimitada, soberana, absoluta, no sujeta a las leyes, a las sentencias de los tribunales. Como si el lehendakari en un sistema democrático pudiera ejercer el poder sin límites, sin coerción de las leyes. Se ha dicho que los jueces están destrozando el principio de separación de poderes porque se inmiscuyen en la actuación de los políticos, como si esta actuación pudiera tener lugar en un campo de juego libre de leyes, sin sujeción al derecho, cuando el principio de separación de poderes nunca ha significado que alguien en el ejercicio del poder esté exento de la sujeción al derecho y a las leyes, y a las sentencias que de ellas se derivan.

Se ha dicho que un parlamento está exento de tener que cumplir las sentencias porque es soberano e inviolable en su ámbito. Y el Supremo ha tenido que recordar que ello vale sólo para el ejercicio estrictamente político, pero no para el incumplimiento de sentencias, aunque uno no esté de acuerdo con las consecuencias politicas de ellas, o no comparta la ley en cuya aplicación se dictan las susodichas sentencias.

Si se elimina el poder judicial, si se pone en duda el poder judicial, si sólo se acepta el poder judicial cuando conviene, la convivencia democrática resulta imposible, y vuelve la ley de la jungla: sólo vale la ley del más fuerte. Lo único que en definitiva nos garantiza la vida en libertad, la convivencia sin imposiciones es precisamente la ley y el derecho, y la existencia de un poder judicial que administra la justicia.

Pero parece que hay quien está interesado en enseñar a los ciudadanos que algunos, los políticos, y entre éstos unos más que otros, están por encima de la ley. Que hay ciudadanos de dos clases, los sometidos a las leyes y los que las pueden incumplir impunemente. Parece que se quiere enseñar a la ciudadanía que el poder judicial es prescindible según qué políticas se persiguen. Dicho sea todo esto desde el convencimiento de que las reuniones de Ibarretxe, López y Ares con Otegi no creo que sean punibles en nuestro Estado de Derecho.

Y más allá del ámbito de la justicia, que no del derecho, se está extendiendo la idea de que el fin, que no haya más muertos, legitima todo lo que se pueda hacer en el camino, aunque sea superando los márgenes del derecho y de las leyes. Son los daños colaterales en un camino que esperemos esté en un túnel y no se haya convertido en callejón sin salida.

Joseba Arregi