La guerra abierta en el PSOE es mayúscula, como muestra el diputado socialista José Luis Ábalos en una tribuna publicada en EL ESPAÑOL, donde dice que la Gestora no entiende la democracia participativa, tiene miedo a la voz de la militancia, y no comprende qué pasa en el “interior” del PSOE. Los gestores y el susanismo, sentencia, se han quedado anticuados. “Estamos huérfanos de liderazgo y tenemos falta de proyecto, pero ambas cosas están asociadas indisolublemente”, concluye, en una clara muestra de apoyo a Pedro Sánchez. Tiene razón, pero, al igual que en el cuento del escorpión y la rana, eso hoy es la ruina del PSOE. He aquí por qué.
Pedro Sánchez representa un liderazgo transformacional y de identidad; es decir, que su jefatura se ata a un proyecto de cambio completo –constitucional, territorial, económico y de relación con la UE- que requiere la sumisión de toda la organización y de la política de comunicación a su persona. Dicho de otra manera: líder, partido y proyecto solo funcionan en su modelo si son la misma cosa. Esto es propio de la nueva política, donde el presidencialismo plebiscitario, o caudillismo con apariencia de “democracia interna”, sustituye al tradicional reparto más o menos equilibrado del poder dentro de una organización, con unos protocolos internos ideados para frenar la arbitrariedad del líder.
El modelo territorial que hoy tiene el PSOE se impuso en 1991, cuando Felipe González creó una estructura paralela apoyada en los “barones” para derrotar a la organización guerrista. Era la evolución lógica del periodo de la Transición, cuando los socialistas adecuaron su estructura al Estado de las Autonomías, a diferencia de la UCD, que siguió con un esqueleto provincial.
Pedro Sánchez quiere sustituir el modelo territorial del PSOE por uno caudillista, como el de Pablo Iglesias. El poder se concentraría en el secretario general, que sustituiría a los cuadros territoriales, tal y como empezó a hacer a mediados de 2015. Luego, según se lee en su programa, las decisiones adoptarían una vaga forma de democracia, ya que contaría con el beneplácito de los nuevos dirigentes locales sanchistas, y se someterían al plebiscito de la militancia. De esta manera, tendría las manos libres para volver a su vieja idea frentepopulista, a esa alianza con Podemos y los independentistas, que frustró otra parte del PSOE en el “golpe” de octubre.
El modelo de Sánchez, en consecuencia, va unido a un proyecto: cambiar el Estado formando una coalición con los populistas y los secesionistas. En consecuencia, no solo se dirimen dos opciones distintas a liderar el PSOE, sino saber de qué España están hablando, incluso en el aspecto internacional, y qué forma estatal proponen. Es decir; lo que está en juego es si van a romper con el régimen del 78 y con el espíritu de la Transición, donde tanto tuvo que ver el PSOE, si van a cuestionar el status quo europeo y los principios de la convivencia democrática, solo para “echar al PP del poder”.
El programa sanchista destruye las pocas esperanzas que existían de que el PSOE tuviera un congreso “tranquilo”, o una campaña moderada para las primarias. Estamos asistiendo al enfrentamiento entre dos partidos que se creen uno solo. El coste de la guerra civil en una organización electoral en acelerado declive, sin identidad ni credibilidad como la socialista, es enorme. Por mucho que digan, eso no es democracia interna, es suicidio.
El capital humano será la primera víctima. Los que no perezcan en el combate entre los dos modelos de partido y de proyecto para España, ni caigan en la inmediata purga posterior, abandonarán el partido cansados del conflicto y frustrados por la inoperancia y el olvido del servicio público.
La imagen como opción gubernamental habrá desaparecido para la gran mayoría del electorado. Un partido que no aparente ser de gobierno está condenado al monte de la oposición. Frente al caudillismo consolidado en los nuevos partidos, como Ciudadanos y Unidos Podemos, y la calma piramidal del PP, los socialistas habrán entrado por la puerta grande en la política del espectáculo cainita y televisivo.
Además, la contraposición entre establishment del partido y militancia, que es la gran bandera de Sánchez, está ya provocando una ruptura que se ampliará durante la campaña electoral de las primarias. Las descalificaciones mutuas y las más que previsibles performances contra Susana Díaz –si es que fletan ya un AVE para ella-, dejarán muy debilitados el cuerpo interno, el alma y la lealtad que requiere un partido.
Aun así, solo es una de esas luchas entre oligarquías internas que haría las delicias de Robert Michels. Detrás únicamente hay una estrategia para hacerse con el poder en el PSOE, y a eso se sacrifican tácticas cortoplacistas y arriesgadas, adornadas con palabras huecas.
Por desgracia, el sanchismo no está por coadyuvar a la solución de la crisis política por el golpe de Estado en Cataluña –su propuesta federal contraviene todas las teorías políticas y constitucionales de Occidente-, con el riesgo que supone para los no nacionalistas a perder todavía más su libertad, ni por defender la legitimidad institucional y el imperio de la ley democrática ante la desobediencia programada de los populistas de Podemos.
En fin. Recuerdan a los socialistas de la Segunda República, a aquellos que, en medio de una lucha interna feroz entre Prieto y Largo Caballero, argumentaron que valía la pena cualquier cosa para echar a la derecha de un gobierno que legítima y democráticamente habían ganado. Es un partido con 137 años, es cierto, pero lo mismo no ha aprendido gran cosa.
Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense y coautor del libro 'Contra la socialdemocracia' (Deusto).