Detener a tiempo las guerras

O bien Europa exporta estabilidad o termina importando inestabilidad. Olvidamos este principio, dormitamos en los laureles, cuando alguna crisis en el vecindario envía una marea de refugiados que nos despierta del plácido sueño. Además, olvidamos que exportar estabilidad es más barato y rentable en el largo plazo. La inestabilidad conduce a situaciones que se escapan de las manos. Todavía no sabemos qué consecuencias tendrá la llegada de refugiados a Europa o cuál será el coste de la lucha contra el terrorismo instigado por el ISIS. A pesar de esto, seguimos dejando que las situaciones internacionales empeoren, para curar a la desesperada cuando ya nada se puede prevenir.

Aceptando que los primeros perjudicados por la guerra civil son los mismos sirios y en segundo lugar los países adyacentes, Europa está sintiendo los efectos de aquella guerra. Su influencia negativa nos llega aquí atenuada, pero su impacto sobre la región es peor. Está por ver si las tensiones actuales provocan otros conflictos, o si la rehabilitación de Siria, una tarea que llevará mucho tiempo, dinero y esfuerzos, debe hacerse al precio de su integridad territorial. Rediseñar fronteras es una perspectiva que deberíamos rechazar en todo caso porque supone abrir cajas de Pandora difíciles de cerrar.

No debemos autoinculparnos por la guerra civil en Siria. Ahora bien, es importante reconocer algunos errores del pasado y aprender las lecciones para el futuro. Con perspectiva histórica, la guerra comenzada en 2011 es impropia del siglo XXI, y los europeos pecamos durante años de pasividad irresponsable. No iniciamos la guerra ni la atizamos, pero asistimos impasibles a su degradación hasta límites inhumanos y peligrosos, sabiendo que estaba demasiado cerca y afectaba a millones de ciudadanos inocentes. Todas las proclamaciones europeas en favor de la paz internacional y de los derechos humanos se vieron puestas en tela de juicio mientras andábamos demasiado preocupados con asuntos internos.

En el tablero sirio, Turquía jugó sus piezas, Arabia Saudí las suyas, Rusia defendió sus intereses y a Bachar el Asad, e Irán apoyó también al régimen a través de Hezbolah. Por supuesto, algunas facciones iraquíes no iban a quedarse fuera y se lanzaron igualmente a la melée. Estados Unidos observó desde cierta distancia el desbarajuste y solo reaccionó en serio cuando el Gobierno sirio usó armas químicas, lo que condujo a la resolución 2118 del Consejo de Seguridad de 2013. Una gota de agua en el infierno. Los europeos no quisimos enterarnos de lo que estaba pasando, como si la guerra estuviera ocurriendo en un planeta distinto. Solo demasiado tarde estamos apoyando los esfuerzos de la comunidad internacional representados en la conferencia de Viena y la planeada en Ginebra.

Si alguien piensa que un contendiente ha ganado la partida en Siria, se equivoca. Hoy las victorias militares son pírricas; los ciudadanos sirios son la medida del combate y estos han perdido miserablemente. El país está roto, con al menos cuatro fuerzas que controlan militarmente el territorio. Ahora nos hemos centrado en la lucha contra la facción más salvaje. El problema de suprimir a los yihadistas del ISIS es que están a caballo entre Siria e Irak. Su poder actual entronca con el desmantelamiento del ejército iraquí en 2003, una decisión desafortunada como ha reconocido Tony Blair. Acabar con el impacto del ISIS requiere nuevos acuerdos regionales que incluyan la estabilización de Irak y de Siria. Más que conferencias puntuales necesitamos un pacto regional de gran alcance sostenido por los actores globales.

Si alguna lección hay que sacar del contagio sirio, es que las guerras deben detenerse a tiempo. En la etapa global es intolerable que permitamos un conflicto deteriorarse de ese modo. Y para ello es preciso una acción exterior, tanto europea como estatal, más atenta a la realidad y más decidida a implicarse cuando sea necesario. Los europeos quizá no tenemos todos los medios, pero debemos jugar un papel de conciencia global y movilizar a otros actores. Esto se aplica no solo a las instituciones europeas sino también al Gobierno nacional. En la reciente campaña electoral, las cuestiones internacionales han brillado por su ausencia, como si España fuera una fortaleza rodeada de murallas. No hay castillo, no hay murallas. Estamos sometidos a los vientos, al calor y al frío que vienen del exterior.

Martín Ortega Carcelén es profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid.

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