Detenidos públicos

Hay detenciones que resultan espectacularmente televisivas sin haber sido previamente programadas. Lo que no debe tolerarse es una detención deliberadamente captada para ser convertida en un espectáculo. Están en juego muchos valores y principios con los que no se puede jugar frívolamente. Nuestros auténticos liberales, es decir, los del siglo XIX, fueron extremadamente sensibles a la carga peyorativa que conlleva la detención de una persona en un espacio público, exponiéndola a la curiosidad de los consumidores de la información. La libertad, en todas sus facetas, es un valor superior del ordenamiento jurídico. Su privación, aun en los casos autorizados por la ley, debe ser una decisión meditada y proporcionada a la clase de actividad delictiva que se imputa a una persona. La libertad es la regla general, y la detención, una situación excepcional.

Sensibles a estos planteamientos, los legisladores del siglo XIX establecieron como principio rector que no era necesario detener al sospechoso. Previamente, hay que citarle para que comparezca en el juzgado a dar su versión de los hechos. Solo si desobedece la invitación puede ser detenido y conducido ante el juez.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces y el impacto de la criminalidad es radicalmente distinto. Estoy seguro de que ellos mismos serían conscientes de este radical giro y adoptarían medidas adecuadas para hacer frente a las nuevas formas de criminalidad organizada de carácter violento. Sería ingenuo invitar amablemente a los jefes de un acto criminal grave a pasarse por el juzgado cuando su agenda se lo permitiese. Con toda seguridad, la tendrían tan cargada de actividades que no les sería posible responder a la invitación. Les faltaría tiempo para dedicarse frenéticamente a la destrucción de las pruebas y poner tierra de por medio para evitar complicaciones innecesarias.

Si la trama se desenvuelve en las esferas de la delincuencia financiera o económica de altos vuelos, o supone la corrupción de funcionarios públicos, su preciado tiempo deberá emplearse en el arreglo de las cuentas, manipulación de los balances, destrucción de los datos comprometedores y, por supuesto, dado el mundo tecnológico en el que vivimos, en borrar las memorias de los discos duros de sus sistemas informáticos. Terminada tan ardua tarea, contratarían a los mejores abogados para acudir sonrientes al llamamiento judicial.

Parece haber calado la idea de la detención necesaria de violadores, asesinos, pederastas y otra gente peligrosa, dejando al margen a otros posibles delincuentes. El impacto social de un delito no se mide por la personalidad de los que lo han cometido, sino por la gravedad y transcendencia que el hecho causa en una comunidad cada vez más global. Existen delitos que, además de causar un perjuicio individual, generan un daño social añadido que erosiona la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas.

A los que nos dedicamos a la aplicación del derecho penal siempre nos llama la atención la gran desproporción entre las penas señaladas para los delitos clásicos y las conductas que inciden en los intereses generales: calidad de vida medioambiental, seguridad de los productos alimenticios, el buen funcionamiento de los servicios públicos y la fidelidad de los servidores del Estado. Quizá sea difícil que vuelvan tiempos mejores en que la detención se hacía de forma cortés y civilizada. El ejemplo a imitar era la policía inglesa. Un estrangulador en serie fue identificado por un inspector de Scotland Yard. Le abordó en la calle, invitándole a que le acompañase a la comisaría porque, sin duda, podría colaborar en el descubrimiento de los asesinatos.

En Estados Unidos, desconcertante falta de proporcionalidad, se engrilleta de pies y manos a los sospechosos de Guantánamo, los convictos de asesinato y a una madre por haber retenido a su hija y no entregarla a su padre. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha llegado a declarar que la exposición previa en los medios de comunicación de un sospechoso le priva de un juicio justo.

En España siempre nos ha faltado un debate que no esté marcado por la urgencia de los acontecimientos. Los jueces, los policías y los medios de comunicación debemos hacer una reflexión conjunta. Los periodistas no pueden escudarse obstinadamente en el derecho a informar. Siempre debe haber límites y autorrestricciones. Es cierto que las pautas que les hemos marcado algunas veces a los tribunales no son las más adecuadas para valorar la información. La publicación de la foto de un conocido financiero comiéndose un bocadillo tras las rejas fue santificada por el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Creo sinceramente que no fue la solución más acertada.

Los mismos medios trasladan a la opinión pública su propia inseguridad. Unos publican las fotos de los esposados a cinco columnas en primera. Otros la bajan a mitad de portada. Otros deciden pasarlas al interior y otros no las publican. En definitiva, hay motivo para la reflexión y el debate.

José Antonio Martín Pallín, Magistrado. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas.

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