Detonaciones reaccionarias

Nos enfrentamos a una sublevación posmoderna contra la civilización liberal. Una agitación profunda que brota del fuste torcido de una españolidad que se vive en peligro y amenazada en sus fundamentos eternos. La arquitectura de los consensos de nuestra democracia sufre una serie de detonaciones reaccionarias que colapsan la estructura de moderación, laicidad y pluralismo que nació con la Transición. Hablamos de acciones que impugnan las bases de la restauración democrática y que nos retrotraen a una España autoritaria, reconcentrada sobre sí misma y con una inquietante voracidad homogeneizadora.

La causa de este cambio radica en la irrupción de una extrema derecha que impone un marco de referencia que percute sobre el conjunto del sistema de partidos. Un fenómeno partidista que era insignificante hasta las elecciones andaluzas, pero que, desde entonces, hegemoniza el espacio que ocupó un centroderecha que fue mayoritario hasta que el desenlace inesperado de un impeachment parlamentario trastornó en sus fundamentos de moderación y en su razón de ser como proyecto de centro.

Hablamos de un fenómeno de dislocación reactiva que esconde una realidad más inquietante y abrupta. Lo explica Rob Riemen en Para combatir esta era. En sus páginas nos previene del resurgimiento del fascismo en toda Europa bajo vestimentas que lo esconden pero que no pueden ocultar su voluntad afirmativa de engrandecer y fortalecer una nación que se percibe amenazada por enemigos interiores y exteriores. Una voluntad de poder nacional exultante y grandilocuente, afirmativa, en nuestro caso, de valores eternos que vencieron en la Guerra Civil y que ahora pretenden convencernos democráticamente con una pedagogía mitinera que sume más votos que los otros. Una voluntad reactiva que en un puñado de meses ha resucitado con salvas de ordenanza el nacionalismo español que yacía enterrado en el Valle de los Caídos.

Asistimos a una sublevación reptiliana frente a la sensiblería que aloja el neocórtex del mamífero liberal que dialoga y empatiza. De ahí esos rostros hieráticos que proyectan sonrisas de acero y que apuntan sus argumentos como si practicaran la muerte civil del adversario. Nos avisan de que todo está en cuestión y revisión. De que vienen para quedarse y defender el perímetro de excepción que proclaman como una línea roja infranqueable. Estamos ante un pronunciamiento ideológico que patea el tablero de juego porque emana de la implosión emocional de una parte de la sociedad española que se ha hecho iliberal. Que esgrime el liberalismo para negarlo porque desprecia sus valores al considerar que no son operativos cuando se trata de defender los intereses nacionales si se ven amenazados. Hablamos de una parte del electorado que celebra el conflicto porque cree que la democracia es una guerra cultural que busca la hegemonía de unos sobre otros. Nos enfrentamos a una parte de la sociedad que no cree que, en un mundo amenazado por cambios tan radicales como los que nos asedian, tengan cabida principios como el diálogo, la libertad, la razón, el gobierno limitado, el cosmopolitismo, el pluralismo, la ausencia de fronteras para los extranjeros, la separación entre la ley y las creencias, el consenso o el mercado sin proteccionismos.

Para los portavoces de esta sublevación que resignifica democráticamente la teoría del golpe de Maurras y la huelga general de Sorel, la única prioridad es militarizar civilmente la sociedad bajo el encuadramiento de un nacionalismo español que se enorgullece de serlo con arrojo inquisitorial. Sus discursos y sus mítines resuenan con los ecos de las salas de banderas. Administran intensidades de lealtad patriótica y establecen grados de limpieza de sangre constitucional. Incluso, acusan de cobardía, tibieza y traición a quienes no se dan golpes de pecho constitucionalista con suficiente ardor guerrero. Algo que sucede con la excusa de doblegar el separatismo catalán y que, bajo el trampantojo de restablecer la legalidad constitucional, esconde una agenda revisionista que impone un orden de cosas dominado por una radicalidad que sintoniza con la revolución nacional populista que sacude toda Europa y Occidente.

Basta leer la entrevista que hace unas semanas se hizo al siniestro Steve Bannon en este periódico para comprenderlo. Los vectores arcaicos que maneja en su imaginario son los mismos que resuenan a diario en nuestro país. Se trata de una actualización del fascismo que lo rejuvenece bajo un atuendo renovado que persigue lo mismo de siempre: ordenar al precio que sea una sociedad que a sus ojos se descompone y que se desliza por el abismo moral de una decadencia que socava sus fundamentos comunitarios. Estamos, por tanto, ante una pulsión que hurga en los pliegues inconscientes de la nostalgia del orden frente a los cambios; la seguridad frente a la libertad; la religión frente a la laicidad; el patriarcalismo frente a la igualdad; la tradición frente al progreso y la unidad frente a la pluralidad. Una pulsión que quiere introducir disciplina con voz de mando y autoridad, que desearía convertir la nación en un cuartel, aunque ya no vista uniforme ni correas. Ahora, es cierto, habla con desenfado un lenguaje de incorrección política que sustituye la altanería y la violencia con una estética posmoderna que no concede cordialidad ni educación al que tiene enfrente. Una estética que no puede evitar que debajo de su piel siliconizada, sin embargo, discurra una voluntad irreprimible de clase, poder y dominación.

El desenlace que resulte de esta sublevación está por ver. Las citas electorales a las que hemos sido convocados no resolverán lo que es un mar de fondo profundo que remueve el inconsciente de unas sociedades europeas y occidentales que están siendo puestas a prueba en sus fundamentos civilizatorios. Las detonaciones van minando la solidez de nuestra democracia, comprometiéndola en sus bases de convivencia y respeto, abriendo trincheras sobre la superficie de los consensos que trabajaron nuestros padres a partir de los sacrificios y dolores que vivieron nuestros abuelos. Pero si fuésemos capaces de mirar con la templanza de quienes no se dejan atrapar por el ruido de lo más inmediato, descubriríamos que en el fondo de lo que está sucediendo se ocultan seísmos que están removiendo las placas tectónicas sobre las que se levantó la modernidad y que surgieron de la Revolución Francesa y la revolución industrial.

El miedo que libera los malestares que alimentan esta nueva experiencia del fascismo que nos amenaza nace del mismo temor inconsciente al cambio y el progreso que acompañó todas las revoluciones del pasado. En este caso no tiene forma aún pero se presiente. Está en el aire, habla la lengua de los datos y los algoritmos, tiene forma de robots y cíborgs y margina a Occidente de la historia. Es la revolución digital y esta sí que viene para quedarse.

José María Lassalle es autor de Ciberleviatán. El colapso de la democracia digital frente a la revolución digital.

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