Deuda, orgullo y realidad

Finalmente, el Gobierno ha optado por hacer un ejercicio de realismo y ha reconocido en las previsiones macroeconómicas que ha presentado que las perspectivas de nuestra economía a corto y medio plazo son muy poco halagüeñas. ¡Albricias! Si hasta ahora, el 2014 se nos anunciaba como el año de la recuperación, en el nuevo escenario presentado el 26 de abril se concretaba que el crecimiento en ese año será solo de medio punto porcentual y, lo que es más relevante, que no se espera que en 2015 y 2016 el PIB crezca mucho más. De hecho, el FMI en sus previsiones de hace unas semanas alargaba este escenario de atonía hasta el 2018. No son buenas noticias, sin duda, pero tienen la virtud de situar el debate político y económico en España y en la Unión Europea sobre un plano mucho más veraz, lo que es una condición necesaria —veremos si suficiente— para empezar a encontrar el camino de salida a la penosa situación en que nos encontramos.

La primera consecuencia de esta aceptación de la realidad ha sido la relajación de los objetivos de déficit público por parte de la troika, especialmente en los países periféricos. Sin duda, ello otorga un cierto margen a los gobiernos, que podrán retrasar algunos recortes y aliviar en parte la tensión social que se vive en muchos países. Pero, aun así, conviene notar que para alcanzar los nuevos objetivos marcados harán falta ajustes muy importantes, en la medida en que los estabilizadores automáticos seguirán jugando a la contra. No está claro, sin embargo, que estos ajustes estén descontados por la opinión pública de los países concernidos.

Otra consecuencia esperable es que se redoble la presión sobre los países centrales de la Unión Europea, con Alemania a la cabeza, para que pongan en marcha políticas expansivas, de forma que actúen de motor para la recuperación de las economías periféricas. No diré que esto sea un error, pero sí creo que a este empeño debemos dedicar las energías justas. Y ello por dos razones. La primera, es que las probabilidades de éxito son escasas. Con unas elecciones en Alemania el próximo mes de septiembre, parece poco probable que la señora Merkel se avenga a abrir el grifo de forma significativa —a la americana, para entendernos—, poniendo en cuestión el discurso que de forma machacona ha ido construyendo en los últimos años. En un país serio como es Alemania, ello podría poner en peligro una victoria que ahora parece tener al alcance de la mano.

Pero incluso aunque Alemania se prestase a gastar más (vía sector público o privado), debemos ser conscientes de que el impacto que ello tendría sobre nuestra economía sería limitado. Es verdad que históricamente las exportaciones han sido el motor de la recuperación ante situaciones de crisis y que han servido para dinamizar primero la inversión y después el consumo privado. Pero este difícilmente será el caso en esta ocasión. Y es que la sequía de crédito impide el despegue de la inversión privada (si hubiese demanda) y el sobreendeudamiento de las familias dificulta la recuperación del consumo, incluso en un escenario —difícil de imaginar ahora, la verdad— de mejora de la confianza. En fin, una expansión en Europa sería sin duda muy bienvenida, pero no bastaría para sacarnos del pozo.

El problema de fondo que subyace en todo ello es, como es bien sabido, el elevadísimo nivel de deuda acumulado, primero en el ámbito privado y después en el público, como consecuencia de los excesos pasados. El Gobierno lleva mucha razón cuando carga contra “la herencia recibida”, pero eso sirve de muy poco a la hora de buscar soluciones. Ahora, con el escenario de atonía que finalmente se reconoce, está claro el crecimiento económico no resolverá nuestro problema de deuda, por lo que hay que preguntarse qué se puede hacer para superar este escollo que hoy atenaza cualquier posibilidad de relanzamiento de nuestra economía.

La respuesta no es fácil, y de hecho algunos analistas apuntan directamente a la insostenibilidad de nuestra deuda. William Buiter, uno de los mayores expertos actuales en el análisis de crisis económicas generadas por la acumulación excesiva de deuda, concluye en un informe reciente (Debt of Nations, noviembre 2012): “En España, el consolidado de bancos y sector público es, en nuestra opinión, muy probablemente insolvente, y por ello la cuestión operativa es qué combinación de mutualización de la deuda a través de los soberanos del área euro o del Eurosistema, de reestructuración de la deuda bancaria y de reestructuración de la deuda soberana será utilizada”.

No voy a discutir aquí la predicción de Buiter respecto a la deuda de España. Sería fácil encontrar previsiones de otros economistas —no sé si tan reputados— bastante menos agoreras. De hecho, es indudable que el anuncio de Mario Draghi el pasado mes de septiembre respecto a la disponibilidad del Banco Central Europeo para comprar, bajo ciertas condiciones, deuda pública en los mercados secundarios ha quitado tensión y ha dado una apariencia de mayor sostenibilidad, aunque también es verdad que la constatación —en contra de lo anunciado inicialmente— de que los países centrales del euro no están dispuestos a hacerse cargo de la deuda bancaria pasada de países como España resulta preocupante.

En cualquier caso, desde una perspectiva española y a modo de prevención, parece oportuno reclamar más que nunca aquella máxima de que “cada palo aguante su vela”. En los últimos tiempos hemos asistido a un proceso continuo —a veces transparente, a veces camuflado— de transferencia de deuda del ámbito privado al público, que no puede ni debe continuar. El mero hecho de que, con una probabilidad mayor o menor, se planteen escenarios de insolvencia, hace imprescindible reforzar el cinturón de seguridad en torno a la deuda soberana porque los costes de un impago serían desastrosos para el país. Ni desde el punto de vista de la equidad, ni de la eficiencia resulta aceptable que por querer salvar a unos cuantos, acabásemos hundiéndonos todos. Ese sería el peor de los escenarios.

No sabemos todavía cuál será la vía de escape del problema de deuda de España, pero descartada la vía del crecimiento económico, parece inevitable que se acelere el proceso para encontrar una solución. Este es un proceso que incumbe a España y al conjunto de los países de la zona euro y en el que la actitud con que la aborden el conjunto de gobernantes y banqueros europeos será fundamental.

Carmen Reinhart —otra gran experta en crisis de deuda, ahora denostada por un lamentable error en una hoja de Excel— se refirió a indirectamente a ello en las jornadas que organizó el Círculo de Economía en junio del año pasado en Sitges. En su presentación, Reinhart insistió en que un factor clave para una resolución rápida (y por ello menos costosa) de las crisis de deuda era una aceptación temprana de la gravedad de la situación y, eventualmente, de la insostenibilidad de la misma. Preguntada acerca de qué dependía esa aceptación temprana dijo: “Básicamente de dos factores: de los recursos de que se dispone (cuanto mayores son estos, más se suele tardar en aceptar la situación de insolvencia) y de la naturaleza humana; del orgullo y de la (in) capacidad de aceptar una realidad que no gusta”.

Paradójicamente, con su decisión de admitir que la crisis será duradera, el Gobierno ha dado un paso adelante muy importante para ayudar a resolverla. Aunque pueda resultar políticamente costoso, anteponer la realidad al orgullo es una condición imprescindible para acotar los costes y la duración de la dramática crisis que vivimos.

Miquel Nadal, economista, fue secretario de Estado de Asuntos Exteriores entre 2000 y 2002, durante la segunda legislatura de José María Aznar.

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