Deuda y demanda

El ex Secretario del Tesoro de los Estados Unidos Larry Summers causó recientemente un revuelo con su advertencia sobre un estancamiento económico sostenido en las economías avanzadas, pero, si bien muchos rechazaron su referencia a una tendencia prolongada, los datos lo apoyan. Es cierto que el crecimiento económico se ha reanudado en los Estados Unidos y en el Reino Unido, mientras que la economía de la zona del euro ha dejado de contraerse y el Japón da señales de reaccionar positivamente ante la Abenomics (“economía de Abe”), pero la recuperación mundial sigue siendo extraordinariamente débil, pues las economías más avanzadas siguen teniendo unos resultados entre un 10 y un 15 por ciento inferiores a las tendencias de crecimiento anteriores a la crisis.

No es difícil ver por qué ha sido anémica la recuperación. Una creación excesiva de deuda privada antes de la crisis y los posteriores intentos de desapalancamiento han debilitado la demanda considerablemente.

Si bien los déficits fiscales pueden contribuir a contrarrestar una demanda deficiente, también tienen como consecuencia un aumento de la deuda pública. El apalancamiento no ha desaparecido; se ha trasladado, sencillamente, al sector público y ha creado un endeudamiento excesivo que puede durar muchos años o incluso decenios. Es probable que, para eliminarlo, sean necesarias quitas importantes o una monetización permanente.

Pero, como observó Summers, la fiesta que precedió a esa severa resaca de después de la crisis no fue, en cuanto a crecimiento real, tan exuberante. Los volúmenes de crédito y los precios de los activos se pusieron por las nubes, pero los mercados laborales no se recalentaron, las ganancias reales siguieron siendo flojas en muchas economías avanzadas y las tasas de inflación permanecieron notablemente estables. La demanda nominal aumentó a un cinco por ciento anual, aproximadamente, pese a un aumento anual del crédito del diez por ciento o más.

Actualmente, se está dando la misma tónica en muchas economías en ascenso y, muy en particular, en China. Como el aumento del crédito está superando con mucho el crecimiento del PIB nominal, está aumentando el apalancamiento y parece que la intensidad crediticia (la cantidad de crédito nuevo necesaria para crear una unidad de producción) cada vez mayor del crecimiento del PIB es necesaria para velar por que los resultados económicos sigan estando en consonancia con su potencial.

Ello entraña un grave dilema: si bien un apalancamiento en aumento es, al parecer, esencial, conduce inevitablemente a una crisis y una recesión. Sobre ese telón de fondo, las autoridades deben examinar si de verdad es necesario un aumento rápido del crédito y si no hay otras posibles opciones substitutivas, cuestión que hasta ahora la economía moderna ha pasado por alto en gran medida.

En realidad, gran parte del aumento del crédito no es decisivo para el crecimiento económico, porque no desempeña un papel directo en la financiación del consumo o la inversión. Los manuales de economía describen con frecuencia cómo las familias depositan el dinero en los bancos y éstos se lo prestan a las empresas para financiar la inversión de capital, pero, en las economías avanzadas –y cada vez más en las economías en ascenso– esa historia es en gran medida una ficción, porque esa clase de crédito representa sólo un pequeño porcentaje del total.

En cambio, una gran parte del préstamo bancario financia la compra de activos existentes, en particular viviendas o locales comerciales, cuyos precios reflejan primordialmente el valor del terreno subyacente. Esa financiación de activos existentes no estimula directamente la inversión ni el consumo, pero sí que incrementa los precios de los activos, lo que hace creer a los prestadores y los prestatarios que un aumento aún mayor del crédito es a la vez seguro y deseable.

Así, pues, el préstamo para financiar los activos existentes, primordialmente en los mercados inmobiliarios, puede desempeñar un papel asimétrico en la economía real. Auque tiene pocas repercusiones en la demanda, la producción y los precios durante el período de auge, sus consecuencias con un endeudamiento excesivo, el desapalancamiento y una demanda deprimida en el período posterior a la crisis.

En ese marco, las autoridades deben distinguir entre las categorías de deuda. Por ejemplo, podrían imponer requisitos mínimos de capital para el préstamo inmobiliario o introducir restricciones directas a los prestatarios, como límites máximos de la relación entre préstamo y valor o entre préstamo e ingresos. Semejantes políticas podrían contribuir a reducir la intensidad crediticia del crecimiento, con lo que se pondría freno a la amenaza consiguiente para la estabilidad económica a largo plazo.

No obstante, el problema de la demanda deficiente puede persistir. Aunque esa clase de préstamo no estimula directamente la demanda de nuevos bienes y servicios producidos, puede hacerlo indirectamente al crear efectos de riqueza insostenibles (incitando al público a gastar más, porque se siente más rico). Limitar el préstamo que hace subir los precios del sector inmobiliario podría provocar una menor demanda nominal.

La restricción de la demanda de esa categoría de crédito reduciría el tipo de interés real (con el ajuste correspondiente a la inflación), pero no podemos dar por sentado que con ello se contrarrestarían las repercusiones deflacionarias de unos efectos de riqueza menores. Incluso antes de la crisis, los tipos de interés reales a largo plazo tenían una clara trayectoria descendente, pues los rendimientos a veinte años vinculados a índices disminuyeron de casi el cuatro por ciento en 1990 a menos del dos por ciento en 2007. No está claro que unos tipos de interés aún menores hubieran estimulado una importante inversión suplementaria.

Así, pues, la pregunta fundamental sigue siendo ésta: ¿hay algo en las economías modernas que imposibilita un aumento suficiente de la demanda sin perjudicar al mismo tiempo el aumento del crédito?

Un factor que contribuye a esa aparente “necesidad de crédito” es una desigualdad cada vez mayor. Las personas más ricas tienen una mayor propensión marginal a ahorrar que las más pobres. Al hacerse más ricos los ricos, el aumento del consumo puede disminuir, a no ser que el sistema financiero utilice sus ahorros para prestar a los relativamente pobres.

Pero gran parte de esa deuda puede resultar insostenible. Como señaló Raghuram Rajan en su libro Fault Lines (“Líneas de fallas”), el ciclo de auge y crisis de las hipotecas de gran riesgo en los EE.UU. se debió en gran medida a un aumento lamentablemente lento de los ingresos reales de los americanos de renta más baja a lo largo de los tres últimos decenios.

También los desequilibrios mundiales contribuyen a aumentar el riesgo de la deuda. Si unos superávits por cuenta corriente no van acompañados de un aumento de las participaciones en el capital social respecto del resto del mundo, ya sea mediante inversión directa de empresas en el extranjero o inversiones de capital de los hogares en otros países, la consecuencia inevitable son reclamaciones de deudas que aumentan las obligaciones correspondientes a deudas en países deficitarios. Es probable que algunas de dichas reclamaciones de deudas resulten insostenibles y todas ellas pueden contribuir a las repercusiones posteriores a la crisis de un endeudamiento excesivo.

Un modelo de crecimiento más estable requiere que haya menos “deuda del tipo inadecuado”, es decir, una deuda que financie compras de activos existentes, apoye el consumo sin abordar los factores que contribuyen a la desigualdad ni los resultados de unos desequilibrios mundiales insostenibles. Sin políticas específicas destinadas a limitar esa clase de deuda, la economía mundial corre el riesgo de un estancamiento prolongado o nuevos ciclos de inestabilidad y crisis.

Adair Turner is Senior Fellow at the Institute for New Economic Thinking and former Chairman of the United Kingdom's Financial Services Authority.

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