Deudor insolvente del infinito

«El hombre es esa alta dignidad a la que paradójicamente el mundo le tiene preparado un destino indigno: la muerte».

En el Antiguo Régimen el súbdito se arrodillaba con naturalidad ante Dios porque ya lo hacía muchas veces, en señal de acatamiento, ante reyes, señores y altas dignidades eclesiásticas; ser ciudadano democrático es no tener la obligación de ponerse de rodillas ante nadie. La doctrina del pecado original, teorizada por primera vez por Agustín de Hipona y definida en Trento, dice que todos los hombres heredamos colectivamente el pecado de una primera pareja, causante de los males que envilecen este mundo, de los que fuimos salvados por un sacrificio redentor; el ciudadano democrático desconoce una mala conciencia originaria –que hace a los hombres tan dóciles a la dominación política– y afirma, en exclusiva, una responsabilidad individual (no heredada) por sus actos libres y voluntarios. ¿Puede el ciudadano democrático volver a ponerse de rodillas? Y, en segundo lugar, ¿puede volver a aceptar una condición genérica de pecado? En mi libro Necesario pero imposible, o ¿qué podemos esperar? me ocupo de ambas cuestiones, pero hoy dedicaré mi meditación navideña sólo a la segunda.

Lo cierto es que el evangelio de Jesús, con su llamada a la conversión, fue anunciado a «pobres y pecadores». Sólo podrá aspirar a la conversión quien previamente se asimile a estas figuras deficitarias. Un pobre es un insolvente y un pecador es aquel que tiene contraída una deuda con su conciencia. Se trata de ver cómo todo hombre, también el próspero y emancipado ciudadano contemporáneo, puede reconocerse a sí mismo como deudor insolvente sin retroceder a una época premoderna de la cultura.

En determinado momento, el hombre hace el doble descubrimiento de que, como entidad moral, única e irrepetible, está dotado de una dignidad incondicional y a la vez que el mundo le tiene preparado paradójicamente un destino indigno: la muerte. Con el mero paso del tiempo, la experiencia le va desapoderando brutalmente de toda posesión y, como en un espejo, le devuelve reflejada la imagen de su indigencia. Y ante la bancarrota de la muerte inevitable, nadie ve nada, nadie sabe nada y nadie puede nada porque nadie posee la llave de la vida. En este punto, hasta el más prepotente se sabe impotente. Al final, todos han de declararse pobres e insolventes ante un mundo que destruye la individualidad que primero dejó nacer y madurar.

La condición de deudor se relaciona con la inestabilidad que produce en su entorno la presencia del buen ejemplo debido a la doble fuerza que emana. Por un lado, el ejemplo personifica una regla moral llamada a generalizarse y se ofrece como modelo excelente digno de imitación. Por otro, los ejemplos no sólo presentan un modelo ideal, sino que transmiten el deseo de seguirlo. El ejemplo exhibe una perfección humana en todo su atractivo y además demuestra que no hay excusa para no imitarla porque él mismo prueba que lo moralmente superior es además materialmente posible. Y si lo es, ¿por qué no seguirlo? El ejemplo positivo abre juicio a un yo sorprendido, que se siente acorralado ante esa incómoda pregunta a la que está obligado a responder con el tenor de su vida, súbitamente bajo sospecha. Nace la mala conciencia, que arroja al yo a la angustia y lo entrega al gusano de los remordimientos.

Lo anterior se exaspera aún más en el caso de aquel cuyo nacimiento celebramos esta Nochebuena. Jesús predicó una ejemplaridad extrema que él mismo realizó en este mundo evidenciando con su vida una posibilidad real de lo humano, pero una posibilidad, paradójicamente, imposible para los demás hombres. Porque, aunque su ejemplo encierra un atractivo máximo, tiene algo de anómala desproporción, de antinatural derroche: es tan exagerada que excede de lo razonablemente exigible. Al compararse cualquiera de nosotros con esta súper-ejemplaridad, la diferencia es tan abismal que la mala conciencia nacida ante todo ejemplo virtuoso se eleva en este caso a estado general de la condición humana. El galileo practicó en su radicalidad la doctrina del sermón de la montaña, pero resulta irrealizable para el resto de los hombres, lo cual neutraliza todo intento de autojustificación y coloca a la Humanidad en su conjunto en una posición de genérico incumplimiento. Nadie es del todo inocente ante la santidad excesiva de ese modelo excepcional, y parangonado con él todo el mundo se confiesa en cierto modo deudor.

De manera que, en suma, hay razones para afirmar que todos los hombres, también los ciudadanos modernos, nos parecemos a esos pobres y pecadores a los que Jesús predicó su evangelio y somos, en palabras de Shakespeare, «deudores insolventes del infinito».

La mala conciencia nacida de la proximidad con el ejemplo positivo encuentra dos modos de liberar la presión que está soportando. La primera es odiar dicho ejemplo que, por el mero hecho de existir, parece que nos reprocha nuestra vulgaridad moral suscitando en nosotros ese resentimiento hacia lo excelente que estudiaron Nietzsche y Scheler. Por eso la ejemplaridad es siempre conflictiva, como ya testimonia el Libro de la Sabiduría: «Acechemos al justo porque nos resulta insoportable / y se opone a nuestra forma de actuar. / […] Sólo verlo nos molesta / pues lleva una vida distinta de las demás / y va por caminos muy diferentes». No es extraño que Jesús, ejemplo de conducta (hypodeigma), sea en los evangelios al mismo tiempo motivo permanente de escándalo (skandalon).

La otra manera de liberar la presión es la reservada a los que se reconocen pobres pecadores: en lugar de defender, bajo el signo del resentimiento, la propia vulgaridad moral, optan por admitirla, hacerse cargo de ella y abrirse a la conversión del corazón. El paradigma de la conversión, que consiste siempre en un volver a nacer, se halla en la muerte y resurrección de Jesús. El corazón convertido espera que, como le sucedió al resucitado, Dios continúe la historia de su existencia individual más allá de la muerte, sin permitir que su persona, orgullosa de su dignidad, se destruya en un final tan indigno como el que el mundo le prepara. La esperanza en una individualidad postmortem así prorrogada produce una alegría ontológica (risus paschalis) que prevalece sobre todas las tristezas humanas, por desoladoras que sean (tristitia saeculi). Para quien sigue la ley del resucitado, todo en la vida, absolutamente todo, incluso las situaciones más trágicas, puede ser interpretado como ocasión para, dentro de su corazón, convertir la negatividad de la experiencia en una afirmación de su esperanza. Nada escapa a esto. Hasta la muerte es susceptible de convertirse en una buena muerte. El último acto de virtud que le es dado practicar al hombre antes de abandonar este mundo es el de civilizar la muerte con un morir esperanzado que sea para los demás motivo de conversión.

Convertirse significa aprender de nuevo a decir Abba y, con una ingenuidad aprendida, confiar en que, contra todas las apariencias, en medio del espectáculo de la injusticia triunfante, pese a la densa opacidad de este mundo antidivino, Dios mantiene hasta el final sus planes sobre el destino de sus hijos, esos deudores insolventes, pues «el que os llama es fiel y cumplirá su palabra» (1 Tes 5, 24).

Javier Gomá Lanzón, autor de Necesario pero imposible.

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