Devolver a Dios su libertad

Por Joseba Arregi. profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco (EL PAÍS, 06/01/06):

Es probable que no sea nada adecuado hablar de Dios en términos de libertad. Y menos pensar que alguien se la haya podido arrebatar. Y sin embargo, en las palabras del título hay un significado que se puede explicar y que dice mucho de los problemas culturales de los humanos, que adquieren demasiadas veces, si no siempre, dimensiones políticas. Hace muchos años, probablemente por el año 1968 o 1969, un joven vasco escribió un pequeño ensayo que titulaba Eskaldunen Jainkoa hil behar dugu; en español, Tenemos que matar al Dios de los euskaldunes, de los vascos. El autor pensaba que la lengua y la cultura vascas estaban demasiado vinculadas a una determinada fe religiosa. Creía que para que el euskera y la cultura vasca pudieran modernizarse y prepararse para poder sobrevivir en el mundo moderno, debían romper con una tradición que equiparaba lo vasco, su lengua específica y su cultura, al mundo rural, a una especie de Arcadia feliz -la inventada por Sabino Arana-, cuya última legitimación venía dada por un Dios cuya voluntad había querido que todo ello fuera así, y por eso lo legitimaba y lo sacralizaba.

Era preciso -no se olvide la referencia temporal: finales de la década de los sesenta del siglo recientemente pasado-, romper el esquema que igualaba el ser vasco con el ser creyente, con el euskaldun fededun. La sociedad vasca, mejor dicho, la parte de la sociedad vasca cuyo imaginario estaba sustancialmente construido en torno a la lengua específica, al nacionalismo tradicional y a la fe católica, tenía que romper algunas de esas ataduras estructurales para poder prepararse a luchar por su supervivencia en las condiciones de la modernidad. No interesa tanto, por lo menos no para quien firma estas líneas, analizar ahora cómo se produjo la sustitución de la fe católica por una ideologización de carácter totalitario en torno a unos dogmas marxistas, en combinación con otros dogmas nacionalistas, sobre el eje de los movimientos de liberación nacional. Lo que más interesa es recordar que en el citado pequeño ensayo su autor no se limitaba a una crítica cultural y social, sino que argumentaba desde algunos supuestos teológicos afirmando que lo que él proponía implicaba una concepción más digna de Dios; una concepción liberada de la obligación de legitimar y sacralizar con su nombre lo que no eran más que apuestas humanas limitadas, parciales, históricas, contingentes y no exentas, antes al contrario, de intereses económicos.

El teólogo a quien citaba era José María González Ruiz, y de la lectura de sus obras extraía la necesidad de liberar a Dios de obligaciones impuestas por los hombres en beneficio de los propios intereses de éstos. Se trataba de devolver a Dios su libertad, o quizá mejor dicho, su dignidad. Algo comprensible en la tradición de la teología de un Karl Barth, en cuya opinión la religión es siempre producto de la concupiscencia humana, por lo que el Dios que surge de ella está siempre preso de las necesidades humanas, frente al Dios de Jesús, que es pura revelación y pura gracia.

Recuerdo este pequeño ensayo de hace muchos años porque quizá hoy, ante la forma de actuar de la jerarquía eclesiástica española, tenemos que volver a argumentar teológicamente en el sentido de pedirles a los señores obispos que devuelvan a Dios su libertad, aquella que alcanzó definitivamente en la muerte de Jesús en la Cruz. Dios no se presta a la legitimación de una forma cultural determinada. Dios no es el argumento de determinados valores culturales. Dios no sacraliza formas de cultura temporales, contingentes, interesadas. Todo ello es magia, manipulación indebida de Dios, tomar el nombre de Dios en vano.

Dicen que el Antiguo Testamento no conoce más que un pecado, el pecado de idolatría. Y también se puede afirmar que el único pecado que conoce Jesús es el pecado contra el Espíritu, que es el mismo que el pecado de idolatría véterotestamenario. Y éste no es otro que el de crearse un Dios a su medida, que los hombres elijan a Dios, creándolo a su imagen y semejanza y de la cultura que quieren consolidar por medio de él, en lugar de ser elegidos por él. Dios, el Dios de Abraham, de Aseas, de Cejaba y de Jesús no legitima ninguna identidad, ni individual ni colectiva. No puede ser colocado al servicio de ninguna de ellas. Dios es juicio y salvación, gracia, para cada una de ellas y para todas.

Llama poderosamente la atención que el discurso de los prelados esté impregnado de términos como el de derecho: derecho a la elección de centro, derecho de los padres a elegir educación religiosa para sus hijos, derecho de la Iglesia a elegir a los profesores de religión. Y sorprende que términos como el de gracia, servicio, oferta de salvación no aparezcan casi por ninguna parte.

De la misma forma que el Dios de Jesús invalida cualquier política basada en la identidad -toda política basada en la identidad es una política que busca reforzar el sentimiento de seguridad de los humanos involucrados en esa identidad colectiva, y la búsqueda de seguridad es la idolatría del Antiguo Testamento y es el significado teológico de la muerte de Jesús en la Cruz, el abandono por parte del Padre, el que el Padre no le confirme en su identidad de Mesías-, también invalida cualquier política dirigida a la defensa de intereses, que humanamente pueden ser legítimos, pero que no dejan de ser eso, intereses humanos, parciales y contingentes, y no siempre los intereses de los más débiles en la sociedad.

Por supuesto que todo lo anterior se puede aplicar también a aquellos que sustituyen la posesión de la verdad divina que cree tener la jerarquía eclesiástica por el dogma de que un mundo sin Dios y una escuela laica por definición, que no aconfesional, son mejores, más libres, más humanos. Los prelados católicos podrían argumentar diciendo que la cultura moderna todavía tiene pendiente el trabajo de reequilibrar su aspiración de autonomía con la heteronomía que ha creído necesario rechazar para liberarse: si existe una heteronomía alienante para los humanos, y si esa heteronomía ha sido en la tradición europea religiosa, cristiana y católica, no es menos cierto que existe una autonomía que puede conducir, y de hecho ha conducido al solipsismo, al autismo y a la incapacidad de comunicación a los humanos modernos.

Pero el reequilibrio, cuya necesidad podría argumentar el cristianismo, no puede renunciar al desarrollo de la autonomía: debe ser, como lo plantea tan inteligente y claramente Emmanuel Lévinas, la recuperación de la heteronomía como una que no hiere ni pone en peligro la autonomía, sino que la fortalece y la consolida, ofreciéndole la posibilidad de transcenderse a sí misma en el Otro.

Si algo debiera dirigir la proclamación de los prelados católicos -y que me perdonen el atrevimiento- es entender que en la muerte de Cruz de Jesús Dios ofrece e impulsa a los hombres a su propia autonomía, a asumir su propia responsabilidad. Dios se retira de los asuntos humanos en cuanto divinidad que lo decide todo, se oculta como divinidad todopoderosa y omnisciente en la oscuridad del Viernes Santo, para que los humanos asuman sus responsabilidades. Y les ofrece, desde esa ocultación y desde esa ausencia la posibilidad de la gracia, que es todo menos imposición, derecho y obligación -San Pablo dice que la Ley termina condenando al hombre, y que sólo Jesús le ofrece la gracia de la salvación-.

Es un espectáculo bastante bochornoso y preocupante, para quienes poseen alguna preocupación cristiana, aunque no se atrevan a considerarse como cristianos seguros, contemplar a la Iglesia española implicada en batallas políticas cuya legitimidad teológica es bastante endeble. Lo cual no significa que la Iglesia no pueda ofrecer, desde la humildad y desde la conciencia de la necesaria aconfesionalidad del Estado como garantía de libertad, la presencia en la sociedad de una manera de entender los valores que pueden ayudar a construir un proyecto de vida, y también en ese ámbito tan importante para la educación en valores como es la escuela. Como servicio, no como administración continua de una ortodoxia de doctrina y de una ortopraxis de vida de los encargados de materializar esa oferta.