Devorar el futuro

Como era previsible, Mariano Rajoy ha utilizado el debate del Estado de la Nación para presentarse como el artífice del mejor de los mundos posibles. Gracias a él, España ha preservado su soberanía frente a Bruselas, la unidad indivisible de la nación española está garantizada, y la economía ha superado la recesión. Es solo cuestión de tiempo hasta que, gracias a la reforma laboral que su gobierno ha impuesto contra toda sinrazón, el mercado de trabajo recupere su mejor cara. Y todo ello sin el apoyo de la oposición, incapaz de cooperar lealmente, de superar sus líos internos y, sobre todo, de formular una alternativa atractiva para la mayoría de los españoles. Es muy probable que el presidente Rajoy y su partido se crean su propio discurso. Pero este cuento de primavera oculta una realidad bien distinta.

Tenemos hoy mucha más información acerca de las estrategias económicas que fomentan distintas formas de crecimiento sostenible, y de sus consecuencias. La clave está en priorizar la inversión sobre el consumo. Inversión significa hacer un esfuerzo hoy para recoger los frutos mañana e implica concentrar los recursos disponibles en educación, investigación, desarrollo, y servicios que faciliten tanto un mejor encaje entre oferta y demanda de trabajo como la incorporación de la mujer al mercado laboral. Consumo significa dedicar presupuesto a transferencias de renta para su uso a corto plazo. Los países que combinan altos niveles de consumo e inversión, como los escandinavos, generan crecimiento e igualdad. Los que priorizan la inversión sobre el consumo, como Estados Unidos, generan crecimiento a costa de la igualdad. Pero los que tienden a primar el consumo, sobre todo si es poco progresivo y basado en la captura del sector público por parte de intereses bien organizados, generan desigualdad e ineficiencia. Italia y España son dos ejemplos de esta última combinación letal para generar un crecimiento sostenible. Para poder combinar de manera efectiva altos niveles de consumo e inversión se necesitan niveles de capacidad fiscal mucho más elevados que los que tiene España. Para ello hacen falta reformas de calado, como discutía Antoni Zabalza en estas mismas páginas, de resultado visible solo a medio plazo.

Aunque poco, el gobierno español tiene margen para tomar decisiones. Puede optar entre agravar la situación o empezar a corregirla. Retórica aparte, sus preferencias son diáfanas. Reduce aun más la capacidad recaudatoria del estado con amnistías fiscales y reformas que huyen del fondo del problema y agravan la situación a medio plazo, como las propuestas durante el debate del estado de la nación; redistribuye de manera perversa hacia arriba, renunciando a recuperar las aportaciones al rescate bancario, mientras insiste en la devaluación interna, congela pensiones y socava los servicios sanitarios; no acomete reformas para eliminar la institucionalización de la corrupción, y por tanto del gasto ineficiente y de la falta de responsabilidad política; mantiene la protección de intereses especiales vía regulaciones y barreras a la entrada en sectores de innovación clave (como la universidad o el sector energético); elimina la protección al empleo sin desarrollar políticas que faciliten mejores transiciones en el mercado de trabajo, anulando así los posibles efectos positivos de una mayor flexibilidad en las relaciones contractuales; insiste en sacrificar la costa y priorizar el turismo como fuente principal de exportaciones, al tiempo que privilegia a los auto-empleados y pequeños empresarios en sectores de escasa productividad (esos serán lo principales beneficiarios de la llamada tarifa plana de la seguridad social, una ruta que se sabe ineficaz); y se afana en retrotraer la educación, la universidad y la inversión en ciencia y tecnología a niveles de hace dos décadas, mermando aun más el parco balance entre inversión y consumo que recibió.

De forma coordinada, el gobierno sacrifica la capacidad fiscal a medio plazo, elimina cualquier posibilidad de girar el modelo de crecimiento hacia una mayor presencia de la inversión, y prioriza el consumo de forma regresiva. Hoy sabemos lo que cabe esperar de este tipo de estrategias: migajas para hoy y menores oportunidades económicas para mañana. El gobierno privilegia los intereses a corto plazo de su coalición electoral a costa del futuro de todos. Sus políticas rescatan a algunos y hunden la prosperidad de casi todos.

Todo ello, eso sí, desde la permanente profesión de amor a la patria. Como en la política económica, la distancia entre las palabras y los hechos en la cuestión territorial es enorme. Frente a las demandas del pueblo catalán por boca de sus representantes democráticos, se recurre a argumentos historicistas, a batallas contables que ignoran que el problema concierne a la propia definición del demos, o simplemente al castizo argumento de que las cosas no van a cambiar "y punto". La renuncia al diálogo y el fomento del nacionalismo extremo es una postura torpe si se quiere evitar una crisis institucional sin precedentes. Si existe voluntad de solucionar el problema, no se trata sólo de hacer retoques en el senado y en el sistema de financiación, sino de tomarse en serio el federalismo como pacto democrático desde abajo, como proceso en el que la delegación de autoridad se hace voluntariamente entre iguales. Si se quiere una unión estable, es necesario permitir que los posibles miembros (Cataluña entre otros) se definan clara y libremente, sin amenazas ni coacciones, entre alternativas bien formuladas tanto en términos de representación política como de articulación de la solidaridad entre los miembros.

Solo un nuevo acuerdo constitucional que revise las propias reglas de juego en España y en Europa tiene alguna posibilidad de ofrecer soluciones políticas aceptables para las partes. Así hablarían de paso esas mayorías silenciosas a las que paradójicamente luego se quiere amordazar, y se podrían afrontar muchas otras carencias del marco institucional de la economía. Soy consciente de lo difícil que resultaría iniciar un proceso así, pero me parece una salida preferible a la situación que tendrá lugar si la consulta no se permite y las elecciones en Cataluña se convierte en un plebiscito sobre la independencia. ¿Por qué tanta resistencia a plantearse no ya la reforma constitucional necesaria sino cualquier tipo de diálogo?

Además de un componente ideológico, el inmovilismo del gobierno tiene una motivación estratégica clara. El uso de problemas identitarios o de valores para dividir posibles coaliciones que apoyan políticas redistributivas es un tema clásico en el análisis político. La cruz y la bandera son armas tradicionales de los partidos conservadores para fragmentar alianzas a favor de políticas económicas de izquierda. Junto al aborto, la sacralización constitucional aparta el eje de la competición política de la dimensión económica y ayuda a desviar el foco de una "recuperación" inapreciable en la economía real. Además, pone al PSOE ante un dilema envenenado que agrava su delicada situación interna, como demuestran las tensiones entre sus ramas andaluza y catalana, y expone la fragilidad de su liderazgo como alternativa. Los esfuerzos, reales, del PSOE por ofrecer una alternativa económica se pierden en medio de conflictos de valores y banderas. Y, mientras, paso a paso, se socava cualquier política que amenace un sistema (al que desgraciadamente el PSOE tampoco es totalmente ajeno) que sacrifica la inversión a costa de políticas de consumo con claras motivaciones clientelares.

Stephen Dedalus, el artista adolescente de Joyce, se refirió a Irlanda como una puerca que devora a su propia camada (“Ireland is the old sow that eats her farrow”). La imagen vuelve a la cabeza al analizar la España de hoy. Parapetado en su inmovilismo constitucional y en la defensa de los no-nacidos, el gobierno legisla para proteger su hegemonía entre votantes y sectores poco interesados en una estrategia económica alternativa. Contribuye así a perpetuar una situación donde los beneficiarios del exceso de consumo a costa de la inversión seguirán devorando el futuro de sus hijos. A la luz de sus muchos esfuerzos por privarles de formación y oportunidades, la preocupación del gobierno por los derechos de los no nacidos constituye una inquietante paradoja. Los jóvenes huyen de la política y, si pueden, emigran mientras la puerca sonríe empachada, envuelta en su bandera.

Pablo Beramendi es profesor de Ciencia Política en Duke University.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *