Diagnóstico y tratamiento

En una situación de postración y desánimo político como la que padecemos, conviene analizar cuidadosamente cualquier propuesta de solución o al menos de mejora que aparezca. Por eso quiero comentar la presentada por el director de EL MUNDO: una Comisión para la Verdad y la Regeneración. Me parece buena idea, si se lleva a las últimas consecuencias. En la propuesta hay que distinguir bien las dos etapas, muy parecidas a las que se dan en Medicina. Una cosa es el diagnóstico y otra el tratamiento. El primero es necesario, pero no suficiente. Confieso que la palabra regeneración despierta ecos de mi adolescencia, porque me eduqué en un contexto familiar regeneracionista, y aún me conmueve la consigna de Joaquín Costa: «Escuela, despensa, y dos llaves al sepulcro del Cid».

Comenzaré por la primera etapa del proceso: la verdad. En el diálogo Laques, Platón se hace una pregunta: ¿Qué es la valentía? Los generales que intervienen en la discusión dicen que es valiente quien arriesga su vida en el combate. Sócrates sostiene que hay otros modos de valentía y acaba mencionando una que le parece esencial: ser capaz de buscar la verdad. Enfrentarse a la verdad es imprescindible, pero más complicado de lo que parece, porque los «buscadores de la verdad», también tienen que someterse a ese escrutinio. La self-deception de la que hablan los psicólogos, el autoengaño, es una potentísima estrategia de defensa.

Continuaré con la metáfora médica. ¿Cuál es la enfermedad que nos aqueja? ¿La corrupción? No lo creo. La corrupción es el agente patógeno. Si fuéramos una sociedad sana no nos invadiría. Pero sufrimos lo que he llamado síndrome de inmunodeficiencia social. Los organismos humanos tienen un sistema inmunitario que los protege del ataque de agentes patógenos. Su precisión y eficacia es maravillosa. Pero, a veces, ese sistema resulta dañado y se vuelve incapaz de realizar su función protectora. Aparece el síndrome de inmunodeficiencia, que supone un riesgo mortal, porque el organismo queda indefenso. Lo que sucede en los individuos ocurre también en las sociedades. Una comunidad está formada por miembros que se unen para asegurar la supervivencia y un nivel de vida más perfecto. Como todos los organismos, ha de mantener su integridad, que resulta destrozada por la corrupción. La sociedad necesita un sistema inmunitario que la proteja del poder disgregador o destructivo de elementos patógenos. La corrupción es una enfermedad expansiva, que se difunde como los virus. Se expande como una epidemia, y debe estudiarse y tratarse con métodos de epidemiología social. El lenguaje nos engaña al hablar de corruptos, porque esta palabra implica pasividad, mientras que todo corrupto es, inevitablemente, corruptor. Necesita corromper para sobrevivir.

Al estudiar la corrupción conviene distinguir dos niveles: hard y soft. Fuerte y débil. La fuerte es la delictiva, que es la más estrepitosa, pero la que menos me preocupa. Se trata de detectarla y castigarla. Me preocupa más la soft, porque se hace invisible por habituación. Nos hemos acostumbrado, nos parece aceptable e inevitable, podemos convivir con ella confortablemente. La habituación exige desencadenantes cada vez más fuertes para despertar nuestra respuesta. Con facilidad podemos ser colaboracionistas, sin darnos cuenta. Unas veces por inacción, otras por pereza, otras porque sacamos pequeños beneficios de la situación, otras porque son las reglas del juego y todos lo hacen. Una comisión de la verdad debe descubrir los mecanismos sociales de la enfermedad, los grandes agentes patógenos, y los pequeños colaboracionistas.

Una vez establecido el diagnóstico, mencionaré algunas pautas de tratamiento para regenerar el tejido social, y fortalecer su sistema inmunológico.

1.– Eliminar la impunidad. El sentimiento de que el comportamiento corrupto o indecente no va tener consecuencias es un gran incentivo para los malos comportamientos. La investigación, las leyes adecuadas, y un sistema judicial eficiente son los antídotos imprescindibles. No sólo se trata de los grandes delitos, sino de los pequeños excesos. Los sociólogos han estudiado el fenómeno llamado broken window. El descuido en los pequeños detalles –las ventanas rotas de un edificio– ejerce un efecto de llamada sobre conductas vandálicas. Algo parecido sucede en todos los dominios.

2.– Fomentar el pensamiento crítico. Es la gran vacuna contra el engaño y la corrupción. Criticar no es decir a todo que no, ni hacer juicios sumarísimos, sino someter a un criterio claro y riguroso las idea o los comportamientos. Hemos aplaudido una tolerancia insensata, como si fuera la gran virtud ciudadana. ¿Qué es lo que hay que tolerar? ¿Lo bueno? No. Lo bueno hay que aplaudirlo y fomentarlo. ¿Lo malo? Tampoco. Lo malo hay que rechazarlo. La tolerancia, como saben los ingenieros, es la variación que permite un material o una estructura sin destruirse. Este es el concepto debemos aplicar en política. Las relaciones humanas tienen unos límites de tolerancia que no se pueden traspasar si se quiere mantener su integridad. Dentro del pensamiento crítico hay que incluir la función controladora del voto. En España hay un respeto absurdo por el voto cautivo. «Haga lo que haga, votaré a mi partido» es una frase que, creyendo defender la fidelidad a unos principios, acaba defendiendo la ineptitud de los gobernantes.

3.– La participación política. Cuando hace una década la Unión Europea recomendó la introducción en todos los sistemas educativos de una educación para la ciudadanía, lo hizo porque había constatado el desinterés de la juventud europea por la política. Con frecuencia separamos la sociedad civil de la sociedad política, y pensamos que aquella es la pura y esta la corrompida. Muchos de mis mejores alumnos piensan que es decente colaborar con una ONG, pero no con un partido político. La oposición entre sociedad civil y sociedad política no es la solución del problema: es parte del problema. Sólo hay sociedad civil, que se organiza políticamente. La participación política forma parte de la acción civil.

4.– Aumentar el capital comunitario (social capital). Esta noción me parece fundamental. David Putnam comparó la eficiencia democrática de varias regiones italianas, y encontró que estructuras políticas similares funcionaban de manera diferente por la influencia de un factor: el capital comunitario. Está compuesto por los valores compartidos, el modo de resolver los conflictos, la participación ciudadana, la energía ética, la confianza en las instituciones, el nivel de educación cívica. Hay muchos procedimientos para fomentar el social capital. Al leer los índices de corrupción que provoca Transparencia Internacional, podemos comprobar que todas las naciones que puntúan muy alto, tienen también un gran capital comunitario. La corrupción no es un fenómeno aislado, sino sistemático.

Ahora viene la pregunta más complicada. ¿Cómo puede llevarse a cabo este necesario proyecto de verdad y regeneración? Una comisión de hombres justos y sabios, políticos y no políticos puede ser la solución, si consigue el respeto de la sociedad y el compromiso de los partidos de tomársela en serio. No sé si será suficiente. En este periódico he defendido varias veces una iniciativa con tintes utópicos. Uno de los peligros de la democracia está en la confusión aceptada entre el poder legislativo y el ejecutivo. De las elecciones legislativas surge el poder ejecutivo. Desearía que hubiera un partido político exclusivamente legislador y controlador de la acción ejecutiva, que incluyera en sus estatutos el compromiso de no ejercer nunca el poder ejecutivo. Cuando he explicado la idea, mucha gente me ha dicho: «Entonces no vale la pena dedicarse a la política». Lo que hay por debajo de esta idea es que lo verdaderamente interesante es tocar poder, no vigilarlo o dirigirlo. Esto me parece una grave equivocación democrática, que también hay que poner en claro y regenerar.

José Antonio Marina es filósofo.

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