Se equivocan, creo, los que dan por hecho que la ruptura de CiU resta y es negativa para Mas. Ya ocurrió con las amputaciones que han sufrido PSC e ICV: no restan potencial al proceso, al contrario, tensan de nuevo el escenario. Hemos llegado al verano con el dilema a punto de caramelo: sí o no a la independencia. Ciertamente, Mas y los suyos se han convertido en una máquina de triturar. Pero en ninguna parte está escrito que triturar no sea beneficioso para quien fabrica butifarras. Al contrario: para hacer embutidos, la carne hay que picarla. El tempo del proceso hacia la independencia –confundido cada vez más con “la corriente del president”– ha funcionado como un castillo de naipes: toda la sociedad catalana acabará posicionándose a favor o en contra.
Argumenté hace tiempo y lo he repetido más de una vez, que el derecho a separarse de España es, en el plano de la discusión teórica, tan respetable como el derecho a la continuidad de la unión. Los argumentos de los que quieren quedarse no son superiores ni moral ni emotivamente a los de aquellos que, disgustados, quieren marcharse. Ahora bien, también he dicho varias veces que no me parece sensato implementar en la práctica tal dilema, dado que, según los principales estudios académicos (incluidos los del CEO), el doble sentimiento de pertenencia catalano-español es todavía ahora largamente superior en número a los dos sentimientos unívocos.
En uno de los mejores estudios publicados, Medina, Luque y Fité ( La identidad catalana y española en Catalunya: 1991-2008; ICPS - UAB, 2009) analizan la evolución de este sentimiento y constatan que, en el ciclo de casi 20 años al que se refiere el título, una franja amplísima (71,4) compartía el sentimiento catalán y español en diversos grados. Ciertamente, los cambios generacionales y de contexto político han alterado aquellas constantes. Los estudios del CEO, en este punto, son menos profundos, pero indicativos. En los barómetros del 2014 se evidenciaba un aumento muy notable de los que se consideraban “sólo catalanes”: entre un 24,6 y un 29. Y sin embargo, a pesar de la enorme movilización y publicitación del independentismo, todavía entre un 62,5 y un 67,7 de catalanes manifestaban, en diversos grados, su doble sentimiento.
Lo subrayo para ilustrar la potencia política de la picadora de carne. Quizás no era sensato, quizás no respondía al deseo general de la población catalana, pero ya es un hecho: la lógica de los independentistas se ha impuesto y, guste más o guste menos, los partidos, las instituciones cívicas y, finalmente, los ciudadanos, deberán manifestarse a favor o en contra de la independencia. La hegemonía política y mediática de la corriente independentista es incontestable desde el 2012, a pesar de la gran escisión entre Mas y Junqueras y a pesar de la aparición del llamado “eje social” (que ha obtenido un éxito relativo con Colau en Barcelona). Unos meses antes del 27-S puede darse por hecho que los partidarios del proceso han ganado. No las elecciones, claro está. Han impuesto su relato: las elecciones de septiembre serán plebiscitarias. Introducir matices, cautelas, discrepancias o notas a pie de página del proceso no ha servido de nada. La lógica del factor binario ha avanzando, lo que obliga a todo el mundo a escoger.
Los partidos que intenten eludir el dilema plebiscitario durante la campaña quedarán en fuera de juego. Desdibujado quedará incluso el nuevo eje social que quieren construir Podemos, ICV y las plataformas. La lógica binaria se impone: a favor o en contra. El polo soberanista, dirigido por Mas, ha suscitado el crecimiento del polo antagónico que, previsiblemente, estará dirigido por Rivera, el cual, a pesar de que crecerá acogiendo voto catalanista, tampoco está dispuesto a matizar o moderar su rumbo. Lo mismo podemos decir de los actores secundarios de cada polo: PP, por un lado; ERC y CUP, por otro.
Los catalanistas de la medular, emparedados entre unos y otros, quedarán muy disminuidos. Aunque su presencia será preciosa. A pesar de su debilidad, tendrán buenas posibilidades de juego si se cumple el pronóstico del politólogo Lluís Orriols (el único que hace un año anticipó la victoria de Colau en Barcelona): “Las encuestas y los últimos procesos electorales indican que la suma de CiU, ERC y CUP se acerca al 50% de los votos. En caso de producirse una victoria de las fuerzas soberanistas, esta sería cualquier cosa, menos holgada”. Los matices en política catalana volverán después del 27-S.
Mientras tanto, y mientras observamos los efectos de la picadora de carne en la campaña electoral (las cuchillas trocearán ahora la carne de ERC, para embutir un buen trozo en la butifarra de Mas), debemos recordar quién es el inventor de la claridad, el purismo y el inmovilismo ideológicos. Quién es el demonizador de la ambigüedad. José M.ª Aznar. Él, recordémoslo una vez más, rompió ideológicamente el consenso sobre el que se construyó la transición y tensó el centroderecha español en torno a un eje extremista (en el que se han congregado, sin rechistar, liberales auténticos, democristianos compasivos y centristas de corazón). La lógica aznariana ha obligado a sus herederos (Rajoy) al inmovilismo: una actitud moderada y dialogante provocaría una escisión de la extrema derecha que impediría al PP para siempre la mayoría. La obra de Aznar culmina con la obra de Mas. Hasta que se demuestre lo contrario, la dialéctica de la tensión no resta: triturando el entorno, suma. Se apropia de él y, embutido, lo vende como “espacio político natural”.
Antoni Puigverd