Las masas llenaban las calles de Londres y parecía como si el peso de los ramos de flores y los osos de peluche pudiera derribar las verjas del Palacio de Kensington. Los medios de comunicación británicos -con muy excepcionales salvedades- atacaban a la Familia Real británica por su frialdad y distanciamiento. Por primera vez la Reina -y en este caso mucho más que el Príncipe de Gales- era objeto del reproche público y publicado de sus súbditos. Recuerdo con nitidez cuánto me impresionaron las palabras de una amiga, de incuestionable, inteligente y muy efectiva lealtad monárquica: «Esto se ha acabado. Los Windsor se van a ir a su casa».
Quienes en aquellos días y desde estas páginas (ver «La cara oculta de Diana» ABC, 07-09-97) intentamos desmontar la gran farsa que algunos habían creado entorno a la figura rota de Diana, Princesa de Gales, éramos objeto, las más de las veces, de invectivas. Diana Spencer y Carlos de Gales cometieron un error evidente al contraer matrimonio en 1981. Ni ella tenía las cualidades para ser Reina de Inglaterra -y eso es un fallo de previsión achacable sólo al Príncipe y a quienes le incitaron a ese matrimonio- ni él podía dar a su mujer la vida que ella soñaba -y eso es achacable a Diana-. Que los medios de comunicación se entusiasmaran con la llegada de un nuevo y fotogénico miembro a la Familia Real -mucho más que cualquiera de los existentes, de eso no hay duda- es comprensible. A las 11,00 de la mañana del 24 de febrero de 1981 la BBC dejó de abrir sus boletines de radio con las novedades sobre el fallido golpe de Estado en España para informar del anuncio del matrimonio. Una hora después comparecía ante los medios, divertido, el octavo conde Spencer, Eduardo, padre de la novia. Entre risas contó cómo el Príncipe de Gales le había llamado para pedirle la mano de su hija. «Por un momento pensé «¿Qué pasaría si digo que no?»». Desde ese día los medios se lanzaron a la carrera para explotar un nuevo producto con el que consiguieron crear sensación. En pocas semanas y hasta hace ahora diez años, Diana estuvo permanentemente en los hogares de todos los británicos y de medio mundo.
¿Recuerdan el anuncio de John Major al Parlamento británico en diciembre de 1992? Lo que ya muchos esperaban se confirmó: el matrimonio estaba roto y los Príncipes se separarían. Como en cualquier fracaso matrimonial, no es posible atribuir el cien por cien de la culpa a uno solo de los cónyuges y no es el objetivo de estas líneas adjudicar porcentajes de responsabilidad. Lo cierto es que ya para entonces llevaba Diana años empleando en su beneficio a algunos medios de comunicación. Ella era la estrella dentro de una familia que ni entendía ni aceptaba que su servicio a la sociedad -a la que estaba vinculada desde la noche de los tiempos- debiera consistir en la búsqueda del relumbrón. Ella era la que vendía periódicos. Ella daba mucho a los medios y si querían que se lo siguiese dando deberían aliarse con Diana contra la Familia Real. «For Queen and Country» fue una expresión abolida del imaginario de la madre del futuro Rey de Inglaterra. Su lema despechado pasó a ser «Against Queen and Royals».
Durante un lustro fue un negocio muy rentable. La incongruencia del personaje era un detalle minúsculo y sin relevancia en una sociedad mediática. Así, las feministas adoraban a Diana por hacer la vida imposible al Príncipe de Gales sin importarles el que todo lo que había hecho Diana en su vida lo había logrado en buena medida por ser la mujer de su marido. Otrosí, era la amiga de los pobres y de Teresa de Calcuta, pero no perdía ocasión de engrosar el debe de la contabilidad regia en las millas de oro comerciales de Londres, París, Nueva York y donde quiera que fuese. Y también era el rostro internacional de la lucha por la abolición de las minas anti persona, pero no tuvo inconveniente en pasar las últimas seis semanas de su vida conviviendo, de crucero en crucero, con el hijo de un hombre que había amasado una de las mayores fortunas del mundo a la sombra de una familia de traficantes de armas que se hizo rica vendiendo, entre otras, todas las minas que quisieron comprarle los tiranos de medio planeta.
En la hora de la muerte de Diana, Princesa de Gales, el noveno conde Spencer vio la ocasión de dar sentido a su vida. Cuando en su día se consumó la separación de los Príncipes, Diana pidió a su hermano que le prestara una de sus numerosas casas en el entorno de la residencia familiar de Althorp House. Pese a que él vivía en Suráfrica, el conde se negó aduciendo que eso crearía un interés mediático que haría insufrible la vida en Althorp. En otras palabras: dejó a su hermana tirada. El 6 de septiembre, en la abadía de Westminster en la que se ofició el funeral, Charles Spencer se erigió en protagonista de la ceremonia religiosa. Arremetió contra los medios de comunicación de los que Diana se había servido y humilló públicamente a la Reina y a toda la Familia Real. Terminada su diatriba, una cerrada ovación de los amigos de Diana llenó Westminster. Ninguna otra Casa Real europea tuvo un miembro en el oficio religioso. Sólo Constantino de Grecia, en su condición de padrino del Príncipe Guillermo, estuvo presente. «¡Constantino!» me diría días después uno de sus pares: «¡Que era de todos nosotros el que más la odiaba!». Completado el lanzamiento mediático de su nuevo negocio de éxito seguro tras años de promoción periodística y una semana de una conmoción mundial que ofrecía los mejores augurios, el conde Spencer se llevó el cadáver de su hermana a enterrar en una isla artificial, en medio de un lago también artificial junto a Althorp House, la propiedad que quiso preservar de ella. El lucro parecía seguro.
Pero cuando se acabó la utilidad de Diana, los medios se olvidaron de ella. Podría decirse, como en el último verso del soneto de Cervantes ante el túmulo de Felipe II en Sevilla: «Fuese y no hubo nada». Aquella a quien el conde Spencer definió en su filípica como «la esencia misma de la compasión, el deber y la belleza» reunía unas supuestas cualidades poco duraderas. Su herencia no era tangible. No dejaba legado material o intelectual. El entusiasmo del primer año sumó 20 millones de libras en donaciones personales y otros 80 millones en donaciones corporativas al Fondo para la Memoria de Diana. El año pasado sólo recaudó 222.000 libras. Tras la muerte de Diana un 60 por ciento de los británicos decían que en ningún caso Carlos podría ser Rey si se casaba con Camilla. Nada de aquel sentimiento perduraba en 2005 cuando contrajo matrimonio con ella, discretamente, en Windsor. Y no hay que descartar que la hoy Duquesa de Cornualles se convierta en su día en Reina consorte de Inglaterra en contra de lo dicho años atrás. Por no hablar de cómo ha recuperado su posición la Reina Isabel II, cuya celebración de los 50 años en el trono, en 2002, provocó el entusiasmo nacional.
Jonathan Freedland publicó en «The Guardian» el pasado día 13 un largo artículo titulado «¿Un momento de locura?», en el que afirmaba que aquella semana de hace diez años «se ha convertido en un recuerdo embarazoso, como si fuera una especie de empalagosa nota de autocompasión de un quinceañero en su diario. Nos avergüenza recordarlo».
Para el funeral de Diana en Westminster, su amigo Elton John escogió interpretar la canción «Candle in the Wind», renombrada como «Goodbye England´s Rose». Todos creímos que era un bonito homenaje a su amiga. Quizá iba más allá de lo que parecía. Puede que Elton John, un hombre muy listo, intuyera que Diana de verdad era una «Candle in the wind», una «vela en el viento». Y las velas, en el viento, se apagan.
Ramón Pérez-Maura