Días de espectáculo carnavalesco

El carnaval rompe con las formas típicas de la vida social, con los hábitos cotidianos que identifican al grupo y al individuo que se disuelve en el acontecer colectivo; libera de los dioses que hay que respetar, de las leyes que hay que cumplir, de las virtudes y de los protocolos que hay que practicar. El sujeto del carnaval es la masa, el abismo indiferenciado, el mundo dionisiaco. El carnaval expresa, canaliza, vehicula esa fuerza, a la vez que protege de ella en la medida en que la exterioriza. Sirve, como los circos romanos, de pretexto y desahogo a lo irracional, de regresión del individuo a su condición de parte de la tribu, de pieza gregaria en la que, amparado en el anonimato cálido de la tribuna, el individuo da rienda suelta a sus instintos. El carnaval permite reírse de quien nos machaca y contra quien no podemos nada; es la expresión del miedo a algo sin límites bien definidos. Los monstruos y las figuras representan y banalizan lo siniestro, lo amenazante de la vida cotidiana. Los monstruos y los zombis que pueblan las pantallas de los cines y la televisión son un carnaval, y el carnaval es como una película de monstruos; todos son el síntoma de una enfermedad.

Días de espectáculo carnavalescoLas celebraciones del carnaval mantienen, al menos en cierto grado, la libertad inicial y original, y se vuelven contra todo tipo de autoridad civil, religiosa, política. Buena parte de las comparsas tienen un marcado tono crítico, sarcástico y mordaz. Las relaciones de autoridad se invierten; los que mandan obedecen y los que obedecen mandan. Los criados mandan y los señores sirven. Durante el carnaval se suspende el rigor de las normas que regulan el comportamiento y la vida social. Es tiempo de licencias y transgresiones; es el gran igualador. Los conflictos sociales se expresan sin confrontación, dejando salir lo oculto, abriendo la puerta a todos los fantasmas. Sólo hay ansia de otra cosa sin saber qué es esa otra cosa. El carnaval saca a la luz cosas ocultas para que permanezcan ocultas. "Cambiar todo para que todo siga igual".

El carnaval ha dejado de ser un rito, un ceremonial tradicional, para convertirse en una fiesta étnica, multicultural, híbrida. La cultura híbrida arde en deseos de saborear todo lo que se le ofrece y de comer de todas las cocinas en todas las ciudades. Los híbridos culturales quieren sentirse en su casa en todas partes y estar, así, vacunados contra la venenosa bacteria de la domesticidad. En las maniobras de la heterogénea élite ilustrada, la hibridación es un sustituto de las antiguas estrategias de asimilación ajustado a las modificadas circunstancias de la era moderna, líquida y postjerárquica. La hibridación forma equipo con el multiculturalismo de la misma manera que lo formaban la asimilación, la evolución cultural y una cierta jerarquía de culturas. La hibridación significa el movimiento hacia una identidad en perpetuo cambio e imposible de fijar porque no tiene límites definidos. La cultura híbrida busca las identidades en la libertad, lejos de las identidades adscritas e inertes, disfrutando de licencia para desafiar e ignorar los marcadores culturales, las etiquetas y los estigmas que circunscriben y limitan los movimientos y las decisiones del resto de los mortales ligados a un lugar.

Las fiestas son un acto más del consumo, de solaz, distracción y diversión; algo para entretenerse, resaltan valores hedonistas, lúdicos. Aluvión de imágenes, ritmo cada vez más frenético, efectos especiales... Muestran una realidad transformada en espectáculo que se asemeja a una película. "No dejan nada porque son cascarones vacíos sin significado ni contenido. Hinchan la imagen y contraen el contenido y el sentido", dicen. A veces rayan en la obscenidad y la idiotez y profanan la intimidad porque su única finalidad es crear sensaciones fuertes mediante la desmesura, el exceso, la sordidez y hasta la inmundicia. En la fiesta moderna los signos sólo remiten a sí mismos sin otra finalidad que el impacto en el espectador; se alimenta de sí misma y en sí misma se agotan al instante. La ilusión de los organizadores y conservadores es que su fiesta sea declarada de interés turístico para convertir en una misma cosa lo comercial, lo económico, la diversión y la seducción.

El estar al lado de otros cubre la necesidad que el ser humano siente, al menos de vez en cuando, de estar al lado de otros, aunque sean otros a quienes no amamos ni odiamos porque no los conocemos ni nunca les hemos visto. Se trata de una vecindad física, local, sin voluntad duradera más allá de esto que está ocurriendo. Todo lo que es profundo ama la máscara que es una respuesta a la experiencia de lo elemental. "Lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible", escribe Rilke en Elegías de Duino. El carnaval es la personificación de esa fuerza desconocida, que no tiene nombre; la expresión de un deseo sin límite, un universo sin reglas anterior a la conciencia y a la capacidad de arbitrio. El lado oscuro, que no tiene rostro, que no aparece en cuanto tal en ningún sitio ni nunca, lo domina todo y hace que cada yo no sea uno sino varios.

No hay ningún dominio que escape a la lógica del espectáculo. No subvierten nada, no les importa cambiar nada, sino crear lo nunca visto, lo inesperado. La fiesta ya no es la regeneración del orden social y cósmico, no significa derroche ni transgresión ritual porque está inscrita con normalidad en el orden económico y cultural. El mundo se convierte en una pantalla multiforme y en un mercado de estilos que se renueva sin pausa. Estar aquí o allá es como estar en cualquier parte porque en todos los sitios se ve lo mismo. El hombre moderno busca hacer de la vida un show que sorprenda, divierta, seduzca, haga soñar y cause emociones fuertes. Muchas fiestas son espectáculos híbridos, trufados con factores étnicos de procedencias diferentes de los que lo único que importa es su aportación a la vistosidad del show.

Los enmascarados que estos días recorren plazas y calles, y entran en casa ajena sin ningún tipo de autorización, sin darse cuenta disfrutan de la libertad de los únicos que pueden ser libres, los antepasados que vuelven. Los muertos no se sienten afectados por una serie de normas que regulan la convivencia de los vivos; por esta razón, aquéllos disfrutan de muchas libertades que a éstos se les niegan. Los habitantes del otro mundo salen de sus lugares de residencia y de sus escondrijos a las horas que les convienen pasando por encima los horarios de la autoridad establecida. Los enmascarados han de disfrutar de la misma libertad que disfrutan aquéllos. Por lo tanto, un desfile de carrozas protegido por la policía o por los guardias de tráfico puede ser un magnífico espectáculo, y seguramente más vistoso que un carnaval, pero poco puede tener de carnaval.

Aunque en nuestros días cada vez aparecen más diferencias entre ellos, en el fondo todos los carnavales son el mismo. En el carnaval tradicional no hay espectadores; cada miembro de la comunidad desempeñaba su papel sin que los turistas invadieran su intimidad. No todos los elementos carnavalescos son antiguos; el carnaval es cultura y la cultura es algo dinámico, vivo, que cambia constantemente. El carnaval incorpora a su expresión elementos del día a día. Es el rito del desorden organizado en el que cada uno tiene su función, y quien no sabe cuál es la suya, lo único que hace es arruinarlo.

El oso salía de su madriguera, por primera vez, el 2 de febrero, primera fecha posible del martes de carnaval. Si el día estaba claro porque había luna llena, volvía a esconderse; si el día estaba nublado porque había luna nueva, entonces, emprendía sus andanzas por el mundo. Es el momento en que, desde el Cáucaso hasta los Pirineos, el oso y las máscaras empezaban a perseguir a las mujeres, especialmente a las casadas estériles, para fustigarlas con vejigas infladas. Los orígenes del carnaval son tan antiguos como los orígenes del rito y el culto a los muertos. ¿Cuándo comenzaron los hombres a practicar los ritos? ¿Cuándo comenzaron los hombres a rendir culto a los muertos? Seguramente, en cuanto empezaron a realizar acciones humanas. Para hacerse estas preguntas hay que admitir que el carnaval es fundamentalmente un rito funerario, como admiten sus más notables estudiosos. El carnaval tal vez sea la continuidad de ceremonias funerarias de las que guardan memoria la Ilíada y la Odisea.

Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC y escritor. El fútbol (no) es así (Sotelo Blanco) es su último libro.

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