Días de pánico

Hace 80 años, cuando estalló la guerra, Manuel Amat –mi abuelo– tenía 26 años y 11 meses. No sé, de entrada, cómo pudo afectarle. Vivía entre Barcelona y Vilanova i la Geltrú, estaba prometido con una chica de Terrassa –cada vez más enferma, más y más dudas sobre si se casarían– y su padrastro, a quien estimaba, le había forzado a comprar parte de su modesto negocio –un almacén de complementos de calzado– que iba a menos desde hacía demasiado. Era un pequeñoburgués, dicen que su rasgo de carácter más destacado era un humor bondadoso y anhelaba sincronizar su cotidianidad con las palpitaciones del tiempo. Lo que de veras le fascinaba era participar de la cultura joven de su país y su época.

Devoraba a Pla y a Gómez de la Serna, escribía sobre arte moderno, filmaba cortometrajes amateurs (están en la Filmoteca) y era un peón cualificado de la edad de oro del periodismo catalán. Siendo adolescente había publicado su primer artículo en Xut! –semanario deportivo y humorístico, cuya alma era Valentí Castanys– y durante la República colaboró en varias cabeceras paradigmáticas de un catalanismo que no miraba atrás, era urbano y europeo, para nada rígido. Aunque nadie firmaba con su nombre, sé cuáles son sus textos d’El be negre porque él, en la colección que encuadernó, los marcó en rojo. En esta revista de sátira política, cocida entre carcajadas en el Ateneu, hizo buenas migas con su director, el periodista Josep Maria Planes. Cuando al principio de la guerra Planes fue asesinado por los anarquistas, que no perdonaban la serie de artículos valerosos donde denunciaba su actividad criminal, la prensa sólo pudo comentarlo a media voz. En La Publicitat, su diario, dieron la noticia con un breve que no podía explicar nada de las circunstancias del crimen. Días de revolución. Mi abuelo recortó la página. La conservó siempre.

¿Qué sentía cuando releía la noticia? No lo sé. ¿Quizás fue digiriendo, con la resignación de quien sobrevive con demasiadas ilusiones perdidas, que aquella muerte era el prólogo de la trágica desaparición del mundo donde habría querido vivir para siempre? No lo sabremos con certeza. Sus hijos no preguntaron. No tocaba. El silencio era un refugio vital. Para poder volver a empezar, el abuelo, como hicieron miles de ciudadanos catalanes y españoles, sepultó el recuerdo de la guerra y tiró las llaves de una memoria traumática en el lodo del olvido. Durante estos días de conmemoraciones y usos institucionales del pasado lo pensaba, otra vez, mientras entristecido pasaba las páginas de un dietario –un “breviario íntimo”, decía– que escribió durante meses de pánico.

En este dietario de guerra –“esta guerra horrible, monstruosa, que nos han declarado”– mi abuelo se refiere a Josep Maria Planes. Se menciona en cartas que transcribe y su nombre reaparece en tertulias con amigos. En una ocasión recuerda con añoranza los días d’El be negre. Pero el presente se impone sobre todo. Cuando escribía el cuaderno estaba destinado, como administrativo, al hospital militar que se organizó en Vilanova durante la primavera de 1937. El miedo, el hambre y el combate son el bajo continuo de aquellos días. Había bombardeos. “Las emisoras han solicitado constantemente asistencia médica, donantes de sangre, ambulancias, Cruz Roja”. Del frente venían heridos. “Ha llegado un autocar con todos los ocupantes con la cabeza vendada, vendas manchadas de sangre seca. La tristeza silenciosa de estos soldados era tan impresionante –o más– como el desfile trágico extendidos a lo largo de una camilla”. Había detenciones arbitrarias, como la del director del hospital.

No quería ir al frente. Ni para morir ni para matar. “Yo haré todo lo que pueda para no coger el fusil y no desgarrar mi sensibilidad para siempre, matando hermanos nuestros, cometiendo todas las monstruosas vilezas que la guerra comporta. ¡Odio la guerra! Esta es mi única consigna. Pero sin embargo hoy ciertas afirmaciones no pueden hacerse en voz alta, a riesgo de convertirse en aquello que no somos porque yo sólo creo en la paz, en la justicia y en la libertad; dicho sea en el sentido loable de todas estas palabras, ahora abolladas de resultas de tanta masacre periodística de cariz demagógico”. Repele el conflicto, pero su sociedad se trocea. Cuando aún faltaba más de un año para que la pesadilla terminarse, ya era evidente que nada podría volver a ser igual. “¿Qué quedará en pie después de esta guerra? Horroriza meditarlo”. Como el compromiso político ni ideológico habían sido los ejes de su identidad ciudadana (no lo es, ni ahora ni antes, para la mayoría de las personas), el abuelo, desconcertado, iría sintiendo como la aceleración de la historia cortocircuitaba un proyecto de vida que exigía una cierta urbanidad tolerante y estable para poder desarrollarse. Leída en primera persona, su guerra, que se refugiaba en la retaguardia, pierde épica, se aferra a la realidad de lo concreto y se convierte la experiencia diaria de la disolución de un mundo. Se había quedado sin patria.

Jordi Amat

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