Días difíciles para la economía española

Por Juan Velarde Fuertes (ABC, 01/05/04):

En estos momentos se han derrumbado, no sólo las posibilidades, sino la necesidad de una revolución anticapitalista. Fue una idea nacida en el siglo XIX, en el momento en que mejoraba mucho la condición obrera sobre cualquier otra etapa histórica. Por ejemplo, en España, y para el siglo XVIII, basta recordar la gigantesca mortalidad de los niños obreros en la segoviana Real Fábrica de Cristal de La Granja. No es malo recordar que, según la estimación de Angus Maddison en la obra «La economía mundial: una perspectiva milenaria» (Centro de Desarrollo de la OCDE. Mundi-Prensa, 2002), el PIB por habitante medio de Europa occidental era en el año 1000 menor que en el momento del nacimiento de Cristo. A partir del año 1000 y hasta el año 1500 la tasa anual media de crecimiento de este PIB por habitante en esta región del mundo fue del 0´13 por ciento; de 1500 a 1600, del 0´14 por ciento, y de 1600 a 1820 del 0´15 por ciento. Después cambió todo.

Sin embargo, sería ridículo no admitir que incluso con la mejora, al coincidir con la libertad de prensa, y muy en especial por virtud de la acción de las famosas Reales Comisiones británicas, que tantos datos proporcionaron a Carlos Marx, o también de las españolas -recordemos los análisis sobre las condiciones de vida de nuestros trabajadores de la Comisión Extraparlamentaria para la Supresión de los impuestos de consumo, tan unida a la indagación primordial del efecto renta por parte de Flores de Lemus-, se tomó conciencia de que a lo largo de los siglos XIX y la primera mitad del XX seguía siendo penosa, a pesar de todos los avances, la vida de los trabajadores. Desde luego, la de los españoles, era dura y, a veces, durísima.

Sobre eso se aplicó, en el mundo occidental, y desde luego en España, una triple medicina. Sus dosis son diferentes según los diversos países. Está constituida por la imposición personal progresiva de acuerdo con el consejo de Wagner y la Verein för Sozialpolitik; por la constitución y despliegue del Estado de Bienestar, que siguió siempre mensajes derivados de Beveridge, o sea, pleno empleo en una sociedad libre más una red de servicios sociales y un Sistema de Seguridad Social capaz de anular cualquier ataque a la dignidad humana generado por la marcha del proceso económico; finalmente, por un fuerte desarrollo económico, derivado del propio proceso capitalista, capaz de proporcionar al hombre una corriente creciente de bienes y servicios.

Pero también se buscó, por grupos crecientes, en el periodo que va desde mediados del siglo XIX a mediados del XX, un bálsamo de Fierabrás: la revolución anticapitalista. Tuvo esto después de un lógico, y a veces largo, proceso de decantación en tres ámbitos. Uno fue el anarquista. Los marineros de Kronstadt, la CNT española con su rebelión en Cataluña entremezclada con un trotskismo harto confuso, o la Carta de Amiens en Francia, fueron momentos vibrantes de este movimiento que, poco a poco, se ha ido diluyendo. Otro el del nacionalismo autoritario anticapitalista nacido en las trincheras de la I Guerra Mundial, con aquel lema que nos expuso Ernst Jünger: «Si hemos sido iguales ante la muerte, ¿por qué hemos de ser diferentes ante la vida?» Su concreción se debe al economista rumano Manoilescu. Estaba constituida por el corporativismo anticapitalista industrializador, con fuertes contenidos intervencionistas, y partido único. Las obras esenciales donde se expuso fueron «Théorie du protectionnisme et de l´ échange internacional» (Alcan, 1929); «Le siècle du corporatisme: doctrine du corporatisme intégral et pure» (Alcan, 1934); finalmente, «Le parti unique» (Oeuvres Françaises, 1936). Todo esto concluyó con otra contienda, la II Guerra Mundial. Su último fleco, como ha demostrado el profesor Love, el estructuralismo económico iberoamericano se ha ido esfumando como opción intelectualmente atractiva.

El tercer ámbito de tipo revolucionario ha sido el socialista. Tras los balbuceos utópicos creyó encontrar un asidero fuerte en el socialismo científico, pero es evidente que éste quedó renqueante a partir del momento en que el propio fundador, Carlos Marx, fue incapaz de integrar en su modelo al marginalismo. Marx había publicado el volumen I de «Das Kapital» en 1867. Mas he aquí que aparecen, en 1871, «The Theory of Political Economy» de Stanley Jevons y, de Menger, «Grundsätze der Volkswirtschaftlehere», y en 1874, los «Eléments d´ économie politique pure» de Walras. Nunca Marx publicó en vida los otros volúmenes anunciados. Esto, la salud, y el fracaso de la Comuna de París en 1870 generan, hasta su muerte en 1883, el tremendo silencio de Marx. La ciencia económica se le había escapado. De ahí la débil resistencia del socialismo científico entre los ataques, en su propio ámbito, del revisionismo expuesto por Bernstein en «Die Neue Zeit», que dio origen a una socialdemocracia que acabó zambulléndose en el keynesianismo. La resistencia de Rosa Luxemburgo y Lenin creó una doctrina que acabó engendrando lo que Wittfogel llamará para siempre «despotismo oriental». Todo esto, además, se derrumbó con estrépito en 1998. Lo que queda, o no es intelectualmente serio -China-, o es repulsivo: Cuba o Corea del Norte.

Las organizaciones de trabajadores, los sindicatos, tienen, pues, ante sí, no un caminar por alguno de estos senderos definitivamente tapiados, sino, con seriedad, marchar por la triple ruta triunfante en el mundo capitalista, de la acción fiscal, del Estado de Bienestar y del desarrollo económico. Ha de hacerse esto con cuidado sumo, para que ninguno de los lados de ese triángulo del desarrollo equilibrado y social desaparezca. En un triángulo un lado siempre debe ser menor que la suma de los otros dos. Si por la acción sindical se ampliase enormemente, por ejemplo, el Estado de Bienestar, nos encontraríamos con una situación imposible. Dígase lo mismo para cualquiera de las otras posibilidades.

Esto resulta preocupante en España en estos momentos, si observamos que en el movimiento sindical español, esfumados cada vez más los tres componentes anteriores, surge otro, ancestral casi, que fue bautizado por Constancio Bernaldo de Quirós con el nombre de espartaquismo: la violencia social, manifestada en forma de huelgas. Por supuesto que su amplitud ha disminuido entre nosotros desde 1988 hasta ahora extraordinariamente. Pero al hacer este análisis no sólo en lo temporal, sino espacialmente nos encontramos, como nos enseña un cuadro contenido en los «Indicadores financieros y económicos» de «The Economist» el 24 de abril de 2004, en el ámbito de la OCDE y prescindiendo de Islandia, que muestra los días de trabajo perdidos por disputas laborales por 1.000 trabajadores, o tasa de huelga, en promedio anual, de 1993 a 2002 con que tal tasa tuvo su cifra máxima en España: 250 días. Después, entre, 150 y 200 días perdidos, están Canadá y Dinamarca; Italia y Finlandia se encuentran en los 100 y los 150 días perdidos y en el resto, la tasa de huelga es inferior a 100 días. En Estados Unidos, Suecia, Gran Bretaña, Portugal y Alemania, es inferior a 50 días. En Japón y Austria, las cifras son despreciables.

Esperan días poco fáciles para la economía española. El 20 de abril pasado creo que acertó su presidente, Enrique Fuentes Quintana, al cerrar el debate sobre la situación de la economía española en una sesión de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, al señalar: «Queda claro; estamos, no en un Domingo de Gloria, sino en un Miércoles de Ceniza». Todo cuidado pasa a ser ahora pequeño por parte de las organizaciones de los trabajadores, justamente en pro de sus propios intereses.