Dibujar la costa

Tal vez por aquello de que la vida surgió del mar, buena parte de nuestra existencia se ha movido en torno a las riberas. Desde tiempo inmemorial, la humanidad ha combatido en los asedios y soportado las galernas, ha traficado por doquier y colonizado el terreno con industrias para beneficiarse de los recursos del mar y de las ventajas del transporte, se ha despedido con las lágrimas del no retorno o deseado ansiosamente alcanzar la orilla, ha vivido de la pesca artesanal o luchado contra la resaca, como todavía hacen los percebeiros que arriesgan en las peñas una vida envuelta en neopreno. Para los periféricos, la costa vino a ser el esqueleto de nuestro ser económico, social y político.

La costa detiene al mar en su avance inquieto y tozudo, o quizá sea ella la que penetre solapadamente en el agua. El oleaje rompe en los cantiles macizos, en las rocas, tropieza con los campos cultivados, se apacigua en las rías, se ingurgita en los estuarios, se remansa en las playas, mientras el frente urbano lo reta con diques y malecones. Tal es el poder de la inmensidad del mar que tiende a encubrir los errores construidos en su frente. Por ello las ciudades abiertas al mar suelen ser menos críticas que las del interior, que miran más a su ombligo.

La costa no es sólo una línea quebrada, ni siquiera una franja mágica de protección de una anchura limitada. Más allá del conglomerado urbano, es un continuo de geografías y paisajes imbricados, con perspectivas y vistas que pertenecen a todos, de la ribera al valle y a la montaña y a la inversa, y nos ofrecen el contraste entre el vasto horizonte marítimo y el paisaje acotado de la tierra. En este mundo sin distancias ni fronteras, una población fluctuante sigue encharcando la orla litoral, abriendo campos de economía y relaciones y cerrando campos de naturaleza para crear nuevos parajes urbanos unas veces amurallados, otras diluidos y rotos, que dicen poco bueno de nosotros. Turistas y residentes ocasionales basculan de forma periódica hacia hoteles, viviendas y artefactos del ocio que se han levantado como modernas cercas, impidiendo la permeabilidad, esa capacidad de respiración que necesita la tierra, invadiendo las delicadas zonas de transición que de tanto en tanto el agua, que tiene memoria, anega en un intento de recuperarlas. Ese continuo construido puede acabar, como se ha consumado ya en algunos puntos, por alicatar toda la costa española, si se mantiene el concierto entre unos ayuntamientos tolerantes, una iniciativa inmobiliaria sin tasa y unas autonomías omisas y se sigue permitiendo de forma generalizada que los costes del significativo crecimiento económico se traduzcan en deterioro territorial.

Nos encontramos ante un problema de primer orden que demanda iniciativa inmediata por parte del conjunto de las administraciones, empezando por la agilización de la reforma de la Ley del Suelo que, en vez de facilitar, tal como propugnaba, el acceso universal a la vivienda, nos ha apartado aún más del mandato constitucional de impedir la especulación. Las comunidades autónomas han de ejercitar sus competencias de ordenación del territorio, promoviendo figuras de planeamiento supramunicipal que engloben y supediten la dinámica urbanística de cada ayuntamiento al interés colectivo. Algunas comunidades se han adelantado ya en esta dirección. Otras, como Galicia, están inaugurando el proceso con criterio y decisión ante la necesidad de controlar una marea viva de construcciones costeras de segunda residencia.

La Generalitat de Cataluña, a la vista de que dos tercios de sus 7 millones de habitantes viven en una franja litoral de 20 kilómetros de ancho y del ritmo imparable de macizamiento de la costa, ha desarrollado a través del departamento que dirige Joaquim Nadal un Plan Director Urbanístico del Sistema Costero, editada recientemente en una excelente presentación. Después de un exhaustivo análisis territorial, el plan dibuja los ecosistemas terrestre y marino, las conurbaciones existentes y la manera de evitar la formación de un continuo edificado, y cataloga los espacios que por sus valores paisajísticos, culturales y simbólicos deben ser protegidos. Al mismo tiempo establece fórmulas para la gestión sostenible de este recurso esencial, de manera que se reservan en torno a 25.000 hectáreas en primera línea y espacios adyacentes con un sistema de ayudas específicas para las administraciones y las asociaciones de preservación y custodia. Es, sin lugar a dudas, un modelo a seguir.

En cuanto a la administración local, en un momento en que cunde la desconfianza e incluso se sugiere retirarle atribuciones, conviene recordar el papel que ha jugado y juega la democracia municipal en la mejora de la calidad de vida. Sin embargo, hay que reconocer que algunos ayuntamientos parecen obnubilados por la construcción masiva de viviendas de inversión o para residencia secundaria. Al margen de los ingresos a corto plazo, deberían preocuparse más bien por evaluar los costes del mantenimiento de esas hectáreas urbanizadas, muchas veces vacías a lo largo del año, los problemas que generan y el legado que dejan a sus herederos. ¿Con qué autoridad nuestra generación puede colmatar con edificación toda la costa o agotar todo el suelo de un municipio con proyectos urbanísticos? En vez de tanta construcción fatua, debería mirarse más la calidad de la arquitectura y el planeamiento. Con un poco de criterio, se puede mantener la naturaleza y crear riqueza sin necesidad de tantos rellenos, amarres, campos de golf, paseos marítimos, pavimentos y farolas de fantasía.

De no tomar medidas urgentes de ordenación, el mercado terminará siendo el mayor adversario del propio mercado, porque la edificación indiscriminada de los espacios libres va a deteriorar e impedir la funcionalidad de los ya ocupados, sencillamente por amasijo y compresión. Pero lo peor es que se está haciendo a expensas del sacrificio del paisaje y de la cultura colectiva.

Xerardo Estévez, arquitecto.