Diccionario para una Historia (de España)

En 2011 aparecieron los primeros veinticinco volúmenes del Diccionario Histórico Biográfico Español y, al siguiente año, el resto hasta completar los cincuenta totales. Una obra monumental, a la que sólo se podía comparar el homólogo Diccionario de Oxford, y que había implicado el tesón y esfuerzo de muchos años por parte de la Academia y de su director de entonces, Gonzalo Anes. Y, por supuesto, de una legión de 4.500 colaboradores que compusieron –compusimos– las vidas y bibliografías correspondientes de los 45.000 biografiados. Nada más. La obra tuvo una acogida desigual, como no podía ser menos en el Paraíso de Caín: desde políticos y periodistas que sólo habían leído las dos o tres biografías que podían ser conflictivas, a fin de pillar al ogro fascista agazapado en la Real Academia de la Historia, hasta historiadores y profesores-comisarios que se creían y se creen amos de las instituciones donde trabajan (hasta la fecha la obra sigue proscrita en la Facultad de Historia de la Universidad Complutense). Mientras, aquella versión, en papel, se ha ido vendiendo mundo adelante con las dificultades inherentes a una edición tan voluminosa como imprescindible, adquirida por universidades y organismos varios sin prejuicios ni saña española, nómina de la que ya di cuenta en esta misma página en su momento. Y no me voy a repetir.

El paso del tiempo y el avance de las nuevas tecnologías hicieron ver la necesidad de sacarla a «La Red» y propiciaron el impulso que la actual directora de la RAH, doña Carmen Iglesias, ha dado a la edición digital de la obra (ahora denominada Diccionario Biográfico Electrónico), si bien con algunos cambios de criterio que la han remozado sustancialmente, aunque tal vez no hasta el punto de considerarla por entero distinta a la publicada en papel. Esos diferentes enfoques han sido tres en lo básico: modificación de algunas biografías y, por tanto, consideración del resultado global como una obra abierta, no normativa y canónica, que se va completando con aportación de nuevos datos (una vez contrastados), perspectivas recientes sobre acontecimientos o personas, más bibliografías adicionales que van surgiendo; y, por último, y esto es de capital importancia, inclusión en el Diccionario sólo de gentes ya fallecidas, lo cual obvia las indeseables implicaciones (desde el punto de vista científico y hasta de seriedad) de recoger las vidas de personajes con mando en plaza –o en BOE, que es peor– en el momento de redacción.

Por otro lado, como bien señaló doña Carmen Iglesias en sesión académica, la vida de una persona sólo se completa con su muerte, no por el mero y evidente hecho biológico y temporal, sino porque el final (y su forma de llegar) puede firmar y rubricar todo lo antecedente, o matizarlo, o negarlo de plano. Un criterio, pues, difícil de rebatir y con el que coincidimos plenamente. Por añadidura, la tecnología informática permite desarrollar las búsquedas por varias vías complementarias sirviéndose de los correspondientes enlaces, de suerte que podemos saber, por ejemplo, cuántas biografías de poetas se recogen (más de 1.300), cuántos de ellos pertenecen a la Edad Media o, dentro de ésta, cuántas fueron poetisas musulmanas (6). Naturalmente, estos instrumentos valen por igual para el comercio, la milicia, la medicina, los titánicos descubrimientos y viajes por América o el Pacífico, o cualquier otra área de actividad. Se descorre el telón y vemos el épico cruce de los Andes de Almagro y los suyos; la primera globalización gracias a la prodigiosa aventura de Magallanes-Elcano; la primera gramática de la lengua castellana (Nebrija, 1492); la «Expedición de la Vacuna (antivariólica)», protagonizada en 1804 por el doctor Balmis; el consulado comercial castellano acogiendo en el Flandes del siglo XV a los mercaderes aragoneses; la Toma de Granada y la incorporación de Navarra que culminaron la unidad territorial de España; las aspiraciones de Alfonso X al trono del Imperio Germánico; la defensa del Ulster contra los ingleses invasores hasta principios de la centuria del XVII; las tristes guerras de Cuba; el barroquismo literario español difundido por Europa como movimiento a la moda; la nebulosa del mítico Argantonio; los hispanorromanos y su participación activa en la política, la literatura y la cultura en general de nuestra madre latina…, en suma la historia de nuestra patria. En el esfuerzo participaron españoles, numerosos hispanoamericanos que aportaron importantes materiales de sus países respectivos y especialistas franceses, alemanes, italianos, etc., coadyuvando a enriquecer esta aportación colectiva.

La presentación de esta versión digital del Diccionario de la Academia, realizada en el Palacio de El Pardo el pasado 3 de mayo, contó con la presidencia de los Reyes de España, que así cumplían con su tradicional papel de auspiciadores de la alta cultura. Y no faltaron representantes de las entidades que han apoyado materialmente la consecución del trabajo (Telefónica y la Caixa), así como personalidades de distintos ámbitos culturales. Y es de justicia recordar los nombres de los componentes del equipo que ha llevado a cabo la ingente tarea de digitalización: Jaime Olmedo, Ana de Quinto y Santiago Sáenz. Vaya para ellos nuestro agradecimiento, que debería ser de todos los españoles, por el regalo que nos hacen, abriendo al gran público el inmenso mundo de la historia de España, una historia tan injustamente agredida por ignorantes y/o sectarios.

Cuando la Real Academia de la Historia cumple 280 años de vida ofrece a nuestra gente y a quienes tengan la inteligencia de solidarizarse y vibrar con ella desde el exterior, este nuevo fruto de su labor, reconociéndose en una identidad nacional que ampara a todos. Un tesoro de vida, de sentimientos y de afirmación como pueblo, algo de lo que tan necesitados andamos. Bienvenidos cuantos quieran acogerse a esta nube de sabiduría, de buen hacer y de trabajo. Porque, no pocas veces, los españoles trabajamos. Y mucho.

Serafín Fanjul, numerario de la Real Academia de la Historia.

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