Dicho con los debidos respetos

¡Hay que volver al delito de desacato! Según fuentes de muy acreditada solvencia, esto es lo que exclamó un fiscal al conocer el acuerdo de la Junta de Jueces Centrales de Instrucción de acudir al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en súplica de amparo del juez Garzón, al considerar que un editorial de EL MUNDO, titulado Truculenta garzonada y publicado por la iniciativa de su señoría de investigar las desapariciones de la Guerra Civil, era «injusto y arbitrario», «excedía de los límites de la crítica de las resoluciones judiciales y ponía en entredicho la integridad profesional» de su colega.

Vaya por delante que tengo por los miembros de ese órgano jurisdiccional -lo mismo que por la carrera en su conjunto- gran consideración, y mayor aún es mi aprecio. Sin embargo, con esa decisión no creo que sus señorías se hayan anotado un acierto, pese a que hubieran podido actuar con la buena fe del compañero. A estas alturas de nuestra vida democrática, nadie puede dudar de lo esencial que es la crítica. En El libro de los mil proverbios se puede leer que los jueces son expósitos y que están en el blanco de los veredictos ajenos.

Si la memoria no me falla, creo que la figura delictiva del desacato se introdujo en el Código Penal de 1850 y se mantuvo en el de 1870 para proteger a personajes como Bravo Murillo, que disfrutaba sacralizando y militarizando el principio de autoridad. Se trataba de imponer temor y represión a la libertad de crítica de los poderes públicos y así funcionó hasta que el Código Penal de 1995 lo eliminó por lo que tenía de privilegio y lo relegó al régimen general de la calumnia y la injuria. Recuerdo que cuando el código estaba en fase preparatoria, yo era miembro del CGPJ, y que en el trámite de informe éste fue uno de los capítulos en el que apenas hubo debate, pese a que corrían tiempos donde la técnica de acoso y derribo a los jueces -cito, por ejemplo, a Marino Barbero-, además de con tosquedad, se aplicaba a fondo. Los vocales dijimos, más o menos explícitamente, que el juez que se sintiera injuriado o calumniado lo que tenía que hacer era buscarse un abogado, ir al juzgado más próximo y presentar la oportuna querella, pero siempre en defensa de su honor, que no del principio de autoridad. Hoy, más que anteayer, si cabe, estoy convencido de que hay que huir de un derecho penal de castas y que el recurso a la amenaza del desacato es tan simplista como escasamente ético. La libertad de expresión es un derecho social que interesa no sólo al individuo sino a toda la sociedad y, por tanto, la censura, incluido el lenguaje incorrecto y no inofensivo, puede llegar a actuar como verdadera causa de justificación.

Sí. ¡Hay que resucitar el desacato! Y a ser posible -esto es de mi cosecha- castigarlo con las penas del infierno, incluido el cierre del medio de comunicación, si es que tan grave delito se comete mediante la imprenta, la radio o la televisión. Con esta medida, a todas luces algo drástica, seguro que automáticamente quedarían resueltos muchos de los problemas de la Justicia que amargan a los españoles: los retrasos judiciales desaparecerían; los errores no existirían; la independencia judicial estaría asegurada; el CGPJ sería el mejor órgano constitucional del Estado; etcétera. Es inexplicable que, hasta ahora, a nadie se le hubiera ocurrido exhumar el desacato.

Ironías aparte, no me cabe duda de que los españoles desean respetar a sus jueces. A cambio, sólo les exigen que sean respetables, no sólo en el fondo, sino también en las formas. Que unos jueces protesten porque uno de los suyos es censurado me parece mal camino y muy alarmante señal de injusto exceso. Aparte del desliz, me permito recordar que en repetidas ocasiones el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado que el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones lo es de los ciudadanos y que en ejercicio de ese derecho los periodistas dan cumplida cuenta a las exigencias de pluralismo, tolerancia y espíritu de apertura sin los cuales no existe una sociedad democrática (sentencias 23/04/92 y 29/02/2000).

Antes recordaba los tiempos de Franco para situar al desacato en aquella órbita. La verdad es que si se hojea la jurisprudencia de entonces, uno se puede encontrar con verdaderas perlas y lindezas dirigidas a jueces y magistrados. Por ejemplo, éstas: «pillos, turronistas e indignos de llevar el bastón de mando»; «señorías, ustedes van de lapsus en lapsus y su sentencia no merece calificación más benévola que la de herejía legal». Hago notar que no todos estos supuestos fueron calificados de desacato a la autoridad judicial y que, en el último de los casos citados, los tribunales absolvieron al acusado, no sé si periodista o no. Mas como también me he remontado a los orígenes de la figura delictiva, mi curiosidad se ha extendido a buscar algún caso de la época. Y lo he encontrado. Su tenor literal, en determinados particulares, es éste: «Muy Ilmo. Sr. Juez: Los redactores del periódico que se publica, titulado (...), ante V.S. acuden y atentamente exponen que obra en su poder su atento oficio de 22 del actual, por el que se nos conmina con la multa de 500 pesetas por tres sueltos (que los amarren) insertos en nuestra edición del día 19 del que cursa; sin querer entrar en consideraciones, que V.S. con seguridad no atendería, (...), nos da cierto cosquilleo el caso de que sea usted juez y parte de la cuestión, lo que no creemos muy arreglado a los modernos principios de justicia; por las razones expuestas, no nos conformamos con la precitada multa, y nos negamos además a su pago sencillamente porque no tenemos ni 100 duros, ni 500 pesetas, menos aún 2.000 reales y muchísimo menos la enorme cifra de 68.000 maravedís. Por lo tanto, a V.S. suplicamos se digne designarnos día para nuestro ingreso en la mansión de los presuntos criminales, en cuya casa dedicaremos nuestros ocios a aprender el caló y (...) Dios guarde a V.S. muchos años, y nos conceda la dicha de ver a V.S. pronto separado (...)». La sentencia lleva fecha de 13 de mayo de 1885 y en ella se considera que las expresiones no son delito sino una simple falta de respeto al juez. Por cierto, expresiones no más duras que las que este mismo año -26 de mayo- el profesor Javier Pérez Royo utilizaba para criticar una sentencia pronunciada por la Sala de lo Contencioso-Administrativo de Sevilla. Dice así: «(...) La desvergüenza de esta manera de proceder es difícilmente superable. La Sala no puede no saber que no puede hacer lo que ha hecho y que, en consecuencia, está cometiendo el delito de prevaricación (...). Es un caso de corrupción institucional en el sentido fuerte del término (...). Formalmente los tres magistrados han actuado como jueces. Materialmente han actuado como unos delincuentes (...)».

En fin. Si a estas alturas todavía hay jueces que piensan que a un medio de comunicación se le puede enmudecer o que a un columnista se le puede sentar en el banquillo y acusarle de desacato por criticar a un juez -en este caso decir de él que ha pronunciado una resolución truculenta, o sea, que sobrecoge o asusta por su morbosidad-, mi dictamen es que se equivocan. Estoy con Raúl del Pozo cuando, recogiendo el ruido de la calle, el 3 de septiembre, con mano maestra nos decía que en vista de ese acuerdo «entendía que don Francisco de Quevedo (...) llamara a los jueces faisanes, que (...) menos mal que se eliminó el delito de desacato del Código Penal, con el que los jueces del franquismo eran intocables e infalibles y que en esa pancarta en la que arremeten contra EL MUNDO se detecta en los jueces sus deseos de restablecer la vieja impunidad (...)». Amén.

Yo no soy quien para dirigir recomendaciones a nadie. Ahora bien, creo que sus señorías deben asimilar las críticas y convertirlas en eficaz método de aprendizaje. Yo, que en eso sí me considero experto y distingo a la perfección entre los golpes en el espinazo y en el corazón, en un rapto de nostalgia, mi todavía viva conciencia de juez me lleva a exhortar a los muy ilustres y respetados seis jueces de instrucción de la Audiencia Nacional que se armen de paciencia, esa cualidad que aunque algunos digan que no es sino una forma menor de la desesperación disfrazada de virtud, la entiendo como una de las más eficaces armas de defensa que el hombre puede manejar. Con paciencia, con más paciencia que el santo Job y tanta discreción y prudencia como nadie, es como ha de ejercerse el noble oficio de juzgar al prójimo.

En cuanto al fondo del asunto, la actuación del juez Garzón sólo tiene apariencia de juridicidad y participo de la opinión de quienes sostienen la «atipicidad» de la iniciativa. Véase El País de 07/09/08: «(...) Garzón pretende cambiar su condición de instructor de una causa penal por el papel de promotor de una comisión de la verdad extrajudicial al estilo de las que operaron en el Cono Sur, Centroamérica y Sudáfrica(...)». Ni que decir tiene que el proceso no tiene posibilidad alguna de prosperar. Ya lo advirtió el Ministerio Fiscal. Garzón no es competente para investigar estos hechos, pero es que la Ley de Amnistía, aprobada por el Parlamento en octubre de 1977, puso punto y final a cualquier tipo de responsabilidad penal por delitos políticos cometidos con anterioridad al 15 de diciembre de 1976.

Hace ahora dos años expuse, en estas mismas páginas, mis razones en contra de obsesiones como ésta. Repito lo que dije entonces: tales iniciativas no conducen a otra cosa que a desenterrar a los muertos y, lo que es peor, a reavivar un periodo cainita superado con la Transición, aquella obra modélica que consistió en pasar de la dictadura a la democracia sin caer en el revanchismo ni enrojecer el paisaje. Baltasar Gracián, en su Oráculo manual, aconseja siempre esforzarse por distinguir lo válido de lo cierto y lo justo de lo eficaz; también que huir de los empeños puede ser uno de los primeros signos de la prudencia. Para mí, el procedimiento judicial puesto en marcha por el juez criticado rebasa los cauces jurídicos y me permito señalar que las resoluciones judiciales no deben ser ni el sepulcro del pensamiento ni el osario de turbias y aviesas intenciones. Esta es mi opinión que expongo con los debidos respetos y que gustosamente someto a otras más autorizadas.

Otrosí digo: ante la sorpresa que me ha producido la forma de renovar el CGPJ y a salvo el prestigio de una buena parte de los nominados, quisiera levantar mi voz con la sana intención de que algunos, políticos y no políticos, tomen conciencia de un problema en el que a menudo insisto: ¿está la política al servicio de la Justicia o viceversa?

Segundo otrosí de alcance: ante la noticia de que Carlos Dívar Blanco será el futuro presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo, no obstante el dedo nada inocente del presidente del Gobierno que lo propone y la mano menesterosa del líder de la oposición que lo acepta, creo que somos bastantes los jueces, fiscales, abogados y juristas en general que nos congratulamos con el nombramiento. Como él hará, pido al cielo que, al igual que hasta ahora, el juez Dívar siga estando, no al servicio de alguien, sino al de algo que se llama Justicia.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.