Dickens 2.0

Si en nuestra época, la de las grandes compras y fusiones de obras sujetas a derechos de autor por compañías multinacionales, musicales, editoriales, cinematográficas o de tecnologías de la información, en esta era del videojuego, del enlace y de la visibilidad de las aplicaciones de nuevos dispositivos y de nuevas formas de distribución de las ideas del conocimiento, nos preguntaran: ¿quién ostenta el mayor patrimonio de derechos sobre las obras y contenidos vinculados a la propiedad intelectual? Quizá nos vendría a la cabeza el nombre de personas de inmensa riqueza o de empresas que lideran el mundo del entretenimiento, la edición o la tecnología de la información. Cuando la respuesta acertada sería: nosotros.

Nosotros, en un “yo colectivo” y en un “tú” para las distancias cortas.

Ese tú y ese nosotros nos convierte en propietarios de millones de obras y creaciones recaídas en dominio público, que podemos divulgar y disfrutar gratuitamente tanto en los medios tradicionales como en los entornos digitales.

Esto es así debido a la función social de los derechos de autor que han conformado un patrimonio inmaterial de la humanidad, lo que podemos denominar como “la propiedad intelectual participativa”.

El derecho de autor es un derecho cultural al que nada le es ajeno, es un derecho que rompió los privilegios de las élites, heredero de la Ilustración, presente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en las modernas Constituciones democráticas.

Un derecho vinculado y conexionado con la libertad de pensamiento, de prensa, de imprenta y de expresión, garante real del acceso universal al conocimiento, al desarrollo económico y social, a la creación y al progreso técnico y científico. Un derecho en cuya defensa y conquista se implicaron personalidades tan distintas como las de Victor Hugo, Mark Twain, Thomas Edison, Balzac, Dickens, Steve Jobs o Galdós, así como las de los miles de anónimos creadores, investigadores, periodistas, editores, empresarios y juristas que construyeron este derecho como un bien común.

Ahora, en el aniversario de la aprobación de la Ley de Propiedad Intelectual, 25 años que no son nada y lo han sido todo, empieza el hoy del mañana. Y se precisa, con urgencia, una revisión y clarificación nacional e internacional de los Derechos de Propiedad Intelectual para adecuar la legislación a las nuevas necesidades de los creadores y de los negocios de las industrias culturales.

Habrá que contemplar la remuneración equitativa y justa a los titulares de las obras y de los contenidos, configurar un sistema de establecimiento de precios justos de los derechos tanto en explotaciones analógicas o digitales. Habrá necesariamente que cubrir lagunas, deficiencias, favorecer medidas de estímulo para construir un gran mercado de oferta legal de derechos y explotaciones digitales que puedan dar lugar a nuevos yacimientos de empleo. Habrá que pensar en la jurisdicción de la “nube”, buscar mecanismos eficaces para la resolución de conflictos entre entidades de gestión, titulares, usuarios y consumidores.

Debemos impulsar la justa remuneración a los editores de diarios por la generación de sus creaciones y el uso por terceros de las mismas, valorar el apoyo en la difusión de las obras en el sector radiofónico y audiovisual, en todas sus modalidades incluidos los canales interactivos y su contribución al desarrollo del talento.

Finalmente, será necesario buscar fórmulas de lucha común contra los delitos de la propiedad intelectual e industrial, la vulneración de obras y derechos y la piratería de señales. Jamás ha habido un uso mayor de las obras culturales y del entretenimiento, ni mayor distribución global de las mismas, pero tampoco ha habido jamás una agresión tan grande a los bienes inmateriales y a la legitimidad de los derechos de autor.

No puede haber una simpatía social a favor del enriquecimiento injusto o la precariedad de los creadores y emprendedores; a mayor fraude, menores posibilidades de editar y publicar nuevo talento original y mayores probabilidades de caer en una cultura de la antología y de la recopilación de obras ya existentes.

En definitiva, deben aprovecharse las próximas reformas nacionales e internacionales para adecuar la legislación a la praxis de una nueva realidad que impone una economía digital global generadora de nuevos hábitos y consumos culturales; para este nuevo mapa, para “la nueva frontera” no pueden revisitarse situaciones de un régimen antiguo donde muchas veces los usos y prácticas vienen situadas por prácticas en régimen de monopolios legales.

No es razonable poner precio a los derechos fuera de la realidad económica, ningún sector en plena crisis puede plantear con solvencia subidas a los usuarios de un 59% por las explotaciones de derechos. A mi juicio, la reforma debe ser profunda escuchando a todos los sectores, tejiendo un consenso con los titulares, los usuarios y los consumidores. Los derechos de propiedad intelectual y las industrias culturales representan el 5% del PIB y tenemos el deber histórico de adelantarnos a la realidad. Conocemos los males, los conflictos, “las líneas rojas” y seremos capaces, a través de un esfuerzo y entendimiento común, de dotarnos de un pacto de estabilidad en el precio de los derechos en los mundos analógicos y online durante los tiempos de crisis.

Seremos capaces de articular y armonizar, de configurar un nuevo escenario y un nuevo modelo. Nos encontramos en la época de la convergencia del continente y del contenido, de las obras, los dispositivos y los soportes.

Debemos vindicar una nueva ley modernizadora que articule y vertebre la nueva realidad desde la práctica. Por ejemplo, ¿qué sentido tiene promover licencias transfronterizas si finalmente no existen mecanismos de rápida contratación y libre circulación, y los costes de gestión son más elevados que en la gestión local? En definitiva, se sigue favoreciendo la gestión de los derechos basada en las fronteras.

Desde 1879, fecha de la promulgación de la primera Ley de Propiedad Intelectual en nuestro país, España ha sido un país vanguardista e impulsor de los derechos de autor, prueba de ello es que fue uno de los países signatarios en la constitución tanto de la Convención de París de 1883 para la protección de la propiedad industrial como de la Convención de Berna para la protección de las obras literarias y artísticas de 1886; y hoy, más que nunca, debemos recuperar ese espíritu. Nunca como hoy ha habido una propiedad intelectual tan participativa e interactiva con tanta facultad de usos, de divulgación, de nuevos modelos de expresión, de pedagogía, de creación artística e investigadora. Nunca como hoy ha habido tantas posibilidades de conexión del talento con una ciudadanía global, donde las obras de manera instantánea superan fronteras de espacio y tiempo, por ello, se ha de legislar pensando en una nueva realidad transformadora y para un nuevo alfabeto y para una generación de nativos digitales.

Es un sector estratégico que además de generar valor y riqueza para los creadores y emprendedores, lo genera para la comunidad que finalmente será la dueña y beneficiaria de los derechos. Así ha sido y será, los derechos de autor conforman una red global histórica nacida desde la tradición oral al escriba, de la imprenta a la Universidad o de “un garaje” al videojuego, de las ondas al bloc y del bloc al blog.

Por eso, si ustedes ven a Dickens “navegando por la nube”, intentando percibir su salario de creador, no perder sus derechos conquistados e intentando quedar con Jobs y Galdós, únanse a él, que espera su apoyo y su mensaje en Dickens 2.0.

José Manuel Gómez Bravo es abogado, especialista en Derechos de Propiedad Intelectual e Industrias Culturales, y director de la Cátedra Euroamericana de Propiedad Intelectual del Instituto Internacional de Ciencias Políticas.

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