Dieta mediterránea para el sueño europeo

La crisis europea, en el fondo, no es una crisis económica. La crisis europea es una crisis mental, más aún: una crisis acerca de cómo imaginar la buena vida más allá del consumismo.

Muchos de los antieuropeos, los críticos que ahora levantan la voz contra Europa, son prisioneros de una enmohecida nostalgia nacional. En este sentido argumenta, por ejemplo, el intelectual francés Alain Finkielkraut: Europa ha creído que puede constituirse sin las naciones, incluso contra ellas. Quiere castigar a las naciones por los horrores del siglo XX. Pero no hay democracia posnacional. La democracia es monolingüe. Para que funcione requiere una lengua común, referencias vitales comunes y un proyecto común. No nacemos como ciudadanos del mundo. Las comunidades humanas tienen límites. Pero Europa no toma esto en cuenta. Por eso, la opinión pública europea no se puede entusiasmar con la Unión Europea.

Esta crítica a Europa, sin embargo, se basa en la mentira existencial nacional de que en la sociedad y en la política europeas podría haber un retorno idílico al Estado-nación. Da por hecho que el horizonte nacional es el marco para diagnosticar el presente y el futuro de Europa. A esas críticas replico: abrid los ojos y veréis que no solo Europa, sino el mundo entero, se encuentran en una transición en la que las fronteras que ahora funcionan han dejado de ser reales.

Todas las naciones se enfrentan a una nueva pluralidad cultural, no solo a través de la migración sino también a través de la comunicación por Internet, el cambio climático, la crisis del euro, las amenazas digitales a la libertad. Personas de la más diversa extracción, con diferentes idiomas, valores y religiones, viven y trabajan juntos. Sus hijos van a las mismas escuelas y tratan de tomar pie en el mismo sistema político y jurídico. Las naciones avanzan a todo gas hacia el cosmopolitismo.

Veámoslo con dos ejemplos paradójicos: la prensa británica rebosa de quejas sobre la UE. Es decir, el euroescéptico Reino Unido está anegado por una inédita oleada de opiniones sobre Europa. Y, por otro lado, China es desde hace mucho un miembro informal de la zona euro por su política de inversiones y sus dependencias económicas. Si el euro fracasa, China se vería afectada hasta el tuétano.

Como evidencian estos casos, cuando la globalización disuelve las fronteras, la gente busca volver a erigirlas. La necesidad de fronteras se vuelve tanto más fuerte cuanto más cosmopolita se hace el mundo. Eso resulta patente en el triunfo del Frente Nacional en las elecciones municipales francesas y es también una de las razones de la comprensión que encuentra Putin a su máxima “Rusia debe estar donde viven los rusos”. Sin embargo, el agresivo nacionalismo intervencionista ruso de Putin muestra que no se puede proyectar el pasado de las naciones sobre el futuro de Europa sin destruir ese mismo futuro. ¿No servirá, quizá, ese etnonacionalismo imperial de Putin como una saludable terapia de choque para una Europa asolada por el egoísmo nacional? Porque quien juegue la carta nacional vuelve a conjurar el autodesgarramiento de Europa, y eso sirve tanto para Putin como también, de otro modo, para Gran Bretaña y para la derecha y la izquierda antieuropeas.

A esto Finkielkraut replica que nosotros, los europeos, estamos traumatizados por Hitler. Hitler despreciaba la nación. Quería sustituir la nación por la raza. Hoy, sin embargo, somos las naciones las que tenemos que purgar las desmesuras racistas. ¿No será por este trauma con el Holocausto por lo que los alemanes quieren arramblar con todo nacionalismo?

No, es ahí donde tenemos un punto de partida común: la catástrofe de Hitler, el Holocausto y la Alemania nacionalsocialista. Pero es precisamente esto lo que nos condujo, con los juicios de Núremberg, al concepto de crimen contra la humanidad. Los soldados alemanes, o los guardianes de los campos donde se cometieron crímenes contra los judíos, se convirtieron a partir de ese momento en criminales, por mucho que el marco jurídico de sus naciones no persiguiera aquellos crímenes. Surgió así el derecho europeo, que relativiza el derecho nacional, y simultáneamente una nueva visión de la humanidad que abarcaba el mundo entero: la ética del “¡Nunca jamás!”.

Hoy más que nunca el mundo necesita una visión europea para acabar con los males de la globalización: el cambio climático, la pobreza, la desigualdad extrema, la guerra y la violencia. La lucha contra los riesgos globales es una tarea hercúlea. Y podría, incluso, generar una nueva idea de la justicia de alcance global.

Si Europa quiere superar su crisis de convivencia, otro de los consejos de Finkielkraut es que tiene que reencontrar su identidad en las grandes obras europeas, en los monumentos, en los paisajes de la cultura. Nada hay que objetar a volver a leer las obras de Shakespeare, Descartes, Dante o Goethe, o a dejarse hechizar por la música de Mozart y Verdi. Políticamente, a mí me interesa de Goethe su concepto de “literatura mundial”. Con él se refería a un proceso de apertura al mundo en el que la alteridad del extranjero se convierte en parte integrante de mi propia conciencia. En este sentido, Thomas Mann habla del “alemán mundial”, al que habría que añadir el “italiano mundial”, el “español mundial”, el “francés mundial”, etcétera. Es decir, una Europa de naciones cosmopolitas.

¿Pero qué ocurriría si no bastara con dejarse inspirar por los espíritus creadores de Europa?

“Desde las costas de África, donde yo he nacido”, escribió Albert Camus, “se ve mejor el rostro de Europa. Y uno sabe que no es hermoso”.

La belleza es para Camus, discípulo de Nietzsche, un criterio de la verdad y de la buena vida. Y el secreto de Europa, constataba fríamente, “es que ya no ama la vida. (…) Para ser humanos desde la desesperación, los europeos acabaron arrojándose a una desmesura inhumana. Como negaban la auténtica grandeza de la vida, tenían que fijarse como objetivo su propia excelencia. A falta de algo mejor, se han endiosado, y ahí comenzó su miseria: estos dioses son de ojos ciegos”.

¿Pero cuál es el antídoto, la fórmula idónea para una UE distinta en la que se viva la alegría del puro presente? Por ejemplo, el sueño de un “tálamo mediterráneo” (Michel Chevalier) en el que se amarían oriente y occidente, norte y sur. Surge así la imagen de una Europa de las regiones digna de ser vivida y amada.

El nexo aparentemente necesario entre Estado, identidad nacional e idioma único quedaría disuelto. La Unión, sus Estados miembros y sus regiones se ocuparían gradualmente del bienestar de los ciudadanos. Por un lado, les darían voz en un mundo globalizado; por otro, una sensación de refugio e identidad. La democracia adquiere múltiples niveles, tal como estamos empezando a practicarla ahora: el Mediterráneo como savoir vivre, como alegría vital, indiferencia, desesperanza, belleza y esperanza, es decir, aquella mezcla paradójica que nosotros, europeos del norte, imaginamos románticamente y proyectamos sobre el sur, como esos jardines meridionales “en los que florecen los limoneros” de los que hablaba Goethe.

Ahora bien, el espejismo de la deuda también ha impuesto un rostro gris y feo a esta existencia mediterránea llena de alegría de vivir y cosmopolita. Pero “el pensamiento regional y confederal del Mediterráneo ha sobrevivido a las grandes ideologías nacionales y políticas”, ha escrito Iris Radisch, “y es quizá la única utopía social del siglo XXI a la que le queda futuro”.

¿Qué es, pues, lo que podría reconciliar a los europeos con Europa? El anticentralismo. La superación de la nostalgia étniconacional en todas sus formas. Un camino de ida y vuelta a la belleza de las regiones. El sentimiento mediterráneo. Es una idea que Nicolas Sarkozy no supo o no quiso imponer en 2007 frente a la Europa alemana de una Angela Merkel imperial: gozar de la vida en lo pequeño y en lo irrelevante. La capacidad de saber buscar un acomodo en el caos del mundo. Respetar la naturaleza interna y externa. Buscar por el propio enriquecimiento la coexistencia con el extranjero y con el otro. O, en palabras de Gabriel Audisio: vivir bien y morir bien.

Ulrich Beck es profesor en la London School of Economics y en la Universidad de Harvard. Traducción de Jesús Alborés Rey [Article en français]

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