Dietas reales

EL reciente análisis de los restos de Ricardo III (aquel rey shakesperiano que, en medio del campo de batalla, clamaba: «¡Mi reino por un caballo!») nos ha permitido conocer su excesiva dieta proteínica: generosas cantidades de asado de ciervo, de gamo, de jabalí y de carnero que pasaba con cerveza y vino (al menos un litro al día). En días de abstinencia religiosa (casi uno de cada tres), Ricardo sustituía la caza por aves de carne prieta (cisnes y garzas) y pescado (lucios, carpas) que por ser animales aéreos o acuáticos no se consideraban carne. Esto nos trae a la memoria el caso de aquel monasterio gallego en el que, al llegar la Cuaresma, los monjes tiraban un cerdo al estanque y luego lo sacrificaban para, de este modo, consumir «pescado» sin quebrantar la abstinencia.

Dietas realesLa dieta desmesuradamente cárnica fue común entre la aristocracia y la alta clerecía medieval en toda Europa, cuando las legumbres, las hortalizas y los lácteos se despreciaban como condumio de pobres.

Por una vez, España no fue diferente. Los atracones de carne especiada eran tan frecuentes que en el código de las SietePartidas, compilado por Alfonso X, se recomienda morigeración, pues «del mucho comer nascen grandes enfermedades de que mueren los omes».

Nuestro Carlos V devoraba, de una sentada, sopas, pescados en salazón, vaca cocida, cordero asado, liebres al horno, venado a la alemana, capones en salsa y cualquier plato o pastel de carne que le viniera a mano. Como todo ello iba generosamente salpimentado y especiado, le producía una sed abrasadora que apagaba trasegando en cada comida hasta cinco jarras de cerveza, de un litro más o menos cada una, aparte del vino.

Con esta dieta se entiende que el rubio Carlos no hubiera cumplido los sesenta cuando ya estaba baldado y prematuramente envejecido por la gota y los problemas circulatorios. Van Male, su ayuda de cámara, estaba convencido de que la glotonería del emperador era «el manantial de sus muchas enfermedades». Sin la menor intención de corregirse, Carlos V llevó consigo a su retiro de Yuste a un plantel de cocineros, pasteleros, despenseros, sumilleres y maestros cerveceros. Nunca les faltó quehacer: en su retiro extremeño recibía Carlos sus manjares favoritos con la misma regularidad con que los relojes de su colección marcaban las horas. Luis Méndez Quijada, su criado e intendente, anota: «Las anchovas (pasteles de anguila) llegados ayer fueron bien recibidas y mejor comidas». En la misma relación figuran los otros manjares del imperial glotón: ostras vivas y picadas de Santander, anchoas en salazón, sardinas en escabeche, toda clase de mariscos (en cajas de hielo), pasteles de lamprea, jalea de anguilas, capones cocidos en leche, perdices, liebres y venados. Los vecinos de Cuacos andaban mohínos porque desde que el emperador se instaló en sus términos no habían vuelto a probar las truchas del río local, que todas iban a parar a la mesa del voraz emperador.

Pasaron los Austrias, llegaron los Borbones, y con ellos la primera cocina francesa, que era, en realidad, italiana. Escribe el duque de Noailles que al primer Borbón, Felipe V, «no le gustaban los guisos españoles, por eso le proporcionaron un cocinero italiano que guisaba al gusto de su país». Su plato favorito era un consomé resultante de reducir el caldo de varias gallinas y un par de libras de ternera, condimentado con vino, azúcar y canela. Con el tiempo transigió con la cocina española y empezó a cambiar la mantequilla por el aceite de oliva.

Los descendientes del Borbón fueron tan aficionados a la cocina española como a la francesa, quizá con predominio de esta, que era la universalmente aclamada en las mesas más distinguidas de la realeza europea.

¿Qué platos han sustentado a los Borbones españoles? El metódico Carlos III comía casi a diario sopa, asado de ternera y un huevo fresco. Carlos IV era un ecléctico con buen saque: platos franceses alternaban con cocidos y con salsas de ajoaceite. Fue también un gran aficionado al chorizo bien especiado de ajo y pimentón que descubrió durante una cacería en Candelario (Salamanca). El pintor Bayeu retrató al Tío Rico, el choricero proveedor de la real casa.

Fernando VII, quizá hastiado de los manjares de Carême (el cocinero de Talleyrand, en cuyo palacio de Valençay pasó el exilio), cuando regresó a España como «el Deseado» se hizo servir cocido casi a diario. Su hija Isabel II sentía predilección por el pollo con arroz y azafrán, y fácilmente se embaulaba dos docenas de medias noches y una fuente de arroz con leche, platos todos muy energéticos que la hermosearon notablemente.

Alfonso XII, visitado en 1876 por su colega el futuro Eduardo VII de Inglaterra, puso en la mesa cocido, bacalao a la vizcaína, perdices escabechadas, ropa vieja y pollo con arroz a la valenciana.

El plato favorito de Alfonso XIII era el Wellington (un solomillo untado de paté y envuelto en hojaldre), aunque tampoco le hacía ascos a un buen cocido madrileño. Ya exiliada, la Reina Victoria Eugenia declaraba: «Nunca tuvimos cocina española. Únicamente había gazpacho todos los días de verano. A mí me encantaba. Tenía sed después de las audiencias y me abalanzaba sobre el gazpacho. Luego, una vez a la semana, cocido; pero disponíamos siempre de un cocinero francés».

Don Juan Carlos es aficionado a la cadera de vaca cortada en filetes finos, poco hechos, regados con aceite de oliva y aderezados con sal gorda, y a los huevos fritos con patatas. Felipe VI ha resultado el más semejante en sus gustos al español medio: lo mismo celebra un buen asado de carne que un plato de pasta al dente, una degustación de jamón ibérico que un exótico kebab. Y sin hacerle ascos a un buen tinto, se refresca con cerveza o con la famosa bebida americana descendiente de la zarzaparrilla que bebieron sus abuelos. Como cualquier español de su edad. Bien puede decirse que la Monarquía se adapta a los nuevos tiempos.

Juan Eslava Galán, escritor.

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