Diez consejos a Mariano Rajoy ante el debate

Apreciado amigo, desde que en la megaentrevista que me concedió hace cinco semanas usted lanzó su ofensiva de egotrip y descompresión personal -«Ahora me siento mucho más yo mismo»-, las cosas le han ido de bien en mejor. Tras desmarcarse con moderación y respeto tanto de la foto de las Azores como de las posiciones más duras de la Iglesia en asuntos morales, ha llevado la iniciativa de las propuestas concretas durante toda la precampaña y sus expectativas no han dejado de crecer en casi todas las encuestas.

Nadie le quitará ya el mérito de haber logrado invertir la tendencia dominante en el otoño y haber inducido al CIS a pronosticar el resultado más apretado de las 10 elecciones generales de la democracia. Pero no debemos permitir que algunos árboles engañosos, oportunamente situados por el Gobierno en nuestro eje óptico, nos impidan ver el bosque de una realidad demoscópica que, por injusto e inmerecido que parezca, continúa siendo muy favorable a los socialistas. Como bien subrayaba el jueves en nuestro periódico el profesor Juan Carlos Rodríguez, sigue habiendo 15 puntos de diferencia entre quienes dicen que les gustaría que ganara el PSOE y quienes afirman preferir que lo haga el PP.

Puesto que su única oportunidad real de poder cantar victoria el 9-M pasa por obtener primero un triunfo claro en los dos debates televisados, no tanto ante el conjunto del electorado como ante los ojos de esa cuarta parte de votantes que aún se declaran indecisos, permítame transmitirle hoy un ramillete de sugerencias, fruto de muchos años de observación y seguimiento de este híbrido de la esgrima y la lucha grecorromana que son los cara a cara presidenciales en la pequeña pantalla.

1. Prepare el debate meticulosamente. Aún le quedan casi dos días completos para planificar cada detalle. Ya sabe que Zapatero lleva entrenándose desde Navidad, utilizando a un primo suyo -él también tiene de eso- como sparring. Para usted es esencial que, pase lo que pase, nadie pueda reprocharle que pecó de exceso de confianza como le ocurrió a Felipe González en su primer debate con Aznar o, sobre todo, a Richard Nixon en Chicago el 26 de septiembre de 1960, en aquel primer encuentro con Kennedy que cambió la historia de las campañas electorales en el mundo.

No cometa el error de pensar que es suficiente tener buenos argumentos y ser capaz de exponerlos con claridad. La mayoría de los que oyeron el debate por la radio opinaron que había ganado Nixon, pero la mayoría de los sesenta y pico millones de norteamericanos que lo siguieron a través de la televisión se inclinaron por Kennedy. Asegúrese de que le maquillan bien, no vayan a tener luego sus colaboradores que atribuir el trabajo -como en el caso de Nixon- a un infiltrado del bando contrario. Elija bien la camisa y la corbata. No lleve un traje gris como el de Nixon porque, además, ahora todos le veremos en color. Y, por favor, si exhibe algún gráfico o estadística ocúpese de que el mensaje parezca estar tan clarito como en los que el jueves manejó Solbes -banderitas españolas incluidas- y no tan opaco como en los que enarboló Pizarro.

2. No prepare el debate demasiado meticulosamente. No dé la impresión de que afronta el envite de mañana como una repetición de sus oposiciones a registrador de la propiedad, cuando todo dependía del número de horas hincando los codos. Ya sabemos que usted se sabe los temas. No parezca un empollón aburrido que tiene preparada al dedillo una respuesta para cada pregunta. Hace 15 años que no se celebran debates en España y el público espera la espontaneidad del toma y daca. Eso mismo ocurría en los Estados Unidos cuando, después de una sequía de casi igual duración -16 años sin debates-, llegó el cara a cara de 1976, en el que Gerald Ford se las tenía que ver con Jimmy Carter. A Ford le prepararon un guión, le hicieron memorizar cuanto debía decir e incluso le pusieron por escrito que tuviera en cuenta en todo momento que el micrófono que llevaba puesto estaba unido por un cable a la base del atril. Durante todo el debate pareció un replicante de los de Blade Runner. Al final hubo un problema con el sonido que obligó a interrumpir la emisión durante nada menos que 27 minutos y Ford se quedó como petrificado sin saber qué hacer, mientras Carter repartía sonrisas y comentarios ingeniosos.

Peor aun fue la sensación de agarrotamiento que transmitió George W. Bush hace cuatro años en su primer debate con John Kerry. Hablaba despacio, como leyendo una lección. Cuando el candidato demócrata le echó en cara que sólo el Reino Unido y Australia hubieran colaborado en la invasión de Irak, lo único que Bush fue capaz de replicarle -para choteo general- es que se había olvidado de Polonia. Como además se le notaba un bulto en la chaqueta, muchos norteamericanos pensaron que el presidente estaba tan controlado por las fuerzas oscuras de su Administración como para recibir instrucciones sobre la marcha a través de un receptor camuflado. Al final la verdad resultó ser todavía peor para su imagen: llevaba un desfibrilador por si acaso volvía a atragantarse, como le había ocurrido pocos días antes con un pretzel, y se quedaba sin respiración al borde del ahogo.

3. No aparezca como un hombre distante y sin corazón. Los votantes anhelan reconocerse en personas de carne y hueso, capaces de dar paso a reacciones emocionales como las suyas. Por eso Zapatero alardeó el otro día de tener «sangre en las venas», sugiriendo así que lo que circula por las suyas es más bien horchata. El «aceptamos cualquier cosa» ante el hecho de que el árbitro del primer debate pertenezca al Colegio Socialista parece corroborarlo. Sin embargo, en la redacción de EL MUNDO aún recordamos aquel estupendo discurso suyo en la entrega de nuestros primeros Premios Internacionales de Periodismo, cuando siendo vicepresidente del Gobierno comenzó diciendo: «Los políticos también tenemos corazón». Demuéstrelo. Diga lo que siente, tal y como hizo el día de Tengo una pregunta para usted. No haga como Michael Dukakis cuando en el segundo debate de 1988 el moderador le preguntó cómo reaccionaría si violaran y asesinaran a su esposa y contestó con un frío resumen de su programa electoral en materia de derecho penal. Hasta Bush padre pareció esa noche mucho más humano.

4. No exagere su cercanía ni aparezca como un hombre todo corazón. Los votantes desean depositar su confianza en alguien que les inspire respeto y el respeto, como bien explicaba De Gaulle, es fruto de una cierta distancia. Sobre todo cuando vienen tiempos difíciles, los que dudan por qué bando inclinarse terminarán haciéndolo por aquel contrincante que infunda una mayor sensación de autoridad y proyecte una visión de los problemas nacionales más sólida y completa. Por lo tanto, ante todo, no trivialice. Que no le pase lo que le ocurrió a Carter cuando, siendo ya presidente, en uno de sus debates de 1980 con Reagan, se le ocurrió recurrir a su hija de 13 años para enfatizar los riesgos de la carrera de armas nucleares: «El otro día tuve una discusión con Amy, le pregunté cuál creía que era el problema más importante de nuestro país y ella me contestó que el control de las armas nucleares». Entre el auditorio del teatro de Cleveland en el que se celebraba el acto cundieron las risitas y los carraspeos y otro tanto ocurrió en muchos hogares norteamericanos. Al día siguiente el propio Carter reconocía, con la derrota pintada en el semblante, «tener la sensación» de que su rival había causado «mejor impresión» que él a la audiencia. Reagan, por su parte, comentaba con toda su sorna que, cuando sus hijos Patty y Ron eran pequeños, «también solíamos hablar en casa sobre los problemas de las armas nucleares».

5. No se pase de agresivo. Acuérdese del pésimo efecto que tuvo para Ségolène Royal su exagerada reacción a un comentario de Sarkozy sobre la integración de los niños discapacitados en las escuelas. Las acusaciones de «inmoralidad» y la teatralización de su enfado -«Je suis en colère»- se volvieron contra ella y el hoy presidente pudo darle la puntilla pidiéndole que se calmara. Robert Dole fue aún más lejos en el primer debate entre aspirantes a la vicepresidencia, celebrado en 1976, cuando -refiriéndose a la II Guerra Mundial y a Vietnam- le puso sobre la mesa a Walter Mondale «el millón y medio de norteamericanos muertos en las guerras de los demócratas». Al día siguiente la prensa le llamó casi unánimemente de todo menos bonito. Mucho cuidado con las referencias truculentas porque a usted ya le salió mal aquello de la «traición a los muertos» en el debate del Estado de la Nación del 2005 y Pizarro bordeó el jueves el abismo cuando propuso «dejar de pagar a los terroristas» como forma de recortar el gasto público.

6. No se pase de mansurrón. «Si usted dice que yo soy el hombre del pasado, yo le digo que usted es el hombre del pasivo». La falta de respuesta de Giscard a este misil envenenado con el que Mitterrand apuntaba a sus relaciones peligrosas con los poderes económicos y al escándalo de los diamantes regalados por Bokassa marcó la suerte de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas de 1981. La insuficiente réplica de Aznar a la acusación de González de pretender reducir en 8.000 pesetas las pensiones de cada jubilado contribuyó decisivamente a que se frustraran sus posibilidades de victoria en 1993. No se le ocurra desde luego a usted piropear a Zapatero. En un formato tan acotado como el de los debates no cabe peor muestra de debilidad que el elogio al contrario, excepto que sea un regalo impregnado de ponzoña. ¿Si Solbes ha sido «un gran ministro de Hacienda», si merece ser felicitado una y otra vez por la eliminación del déficit público y si siente por él un «antiguo respeto», cómo diablos pretende Pizarro convencernos de que su continuidad en el cargo supone un «gran riesgo» para la economía española?

7. Diríjase al público ignorando al contrario. Enlazando con la elocuente anécdota de nuestro añorado amigo que usted evoca con frecuencia desde hace unos días, a lo que va mañana a la tele es sobre todo a hablar de su libro. Los «males de la patria» son ya de sobra conocidos por los ciudadanos. También sus causas y su causante. Lo que esperan los indecisos es que usted les convenza de que tiene soluciones, de que es capaz de aplicarlas y de que luego todo volverá a ser de color de rosa. Cruce la cuarta pared de la pantalla y hábleles directamente a los ciudadanos. Le recomiendo que se inspire en dos espectaculares finales de Reagan en sus debates de 1980. Su cómoda victoria sobre el congresista John Anderson -una especie de Barack Obama del Partido Republicano que terminó compitiendo como independiente con el apoyo de los universitarios- se cimentó en su emotiva descripción de los Estados Unidos como «una nación que para toda la humanidad representa una ciudad deslumbrante en la colina». Y su triunfo por KO sobre Carter quedó consumado cuando acabó preguntándole a cada norteamericano «¿Está usted mejor de lo que lo estaba hace cuatro años?».

8. No se dirija al público ignorando al contrario. En el debate que zanjó el resultado de las elecciones israelíes de 1996 Simon Peres cometió el error garrafal de desdeñar a Benjamin Netanyahu hasta el extremo de no interpelarle, mencionar su nombre o tan siquiera referirse a él ni una sola vez en toda la noche. Como si no estuviera allí sentado, como si fuera transparente. El era un padre de la patria, artífice de los acuerdos de Camp David y el heredero designado por Isaac Rabin antes de su martirio. Sólo tenía por lo tanto que rendir cuentas al pueblo. Por el contrario Netanyahu, fiel a su condición de aspirante y a su acreditada fama de gallo de pelea, se dirigió directamente a él nada menos que en 34 ocasiones, golpeándole una y otra vez el hígado de la inseguridad y el terrorismo. Hasta tal extremo el nuevo líder del Likud aplicó su receta a rajatabla, que cuando el moderador le preguntó por su reciente escándalo extramatrimonial, él respondió: «Reconozco que eso fue una equivocación, pero hablando de equivocaciones, qué mayor equivocación que la del señor Peres cuando...». Netanyahu demostró que era el que de verdad quería ganar... y ganó.

9. No se muestre demasiado ansioso de que se reconozcan sus méritos. Cuidado con esos yo, mi, me, conmigo de los últimos días. Oiga, que a la televisión no se viene a fardar ni a sacar pecho porque el que lo haga corre el riesgo de encontrarse con un planchazo del calibre del que recibió el senador Dan Quayle en el debate entre aspirantes a la vicepresidencia de 1988, cuando no se le ocurrió otra cosa que alardear de que su trayectoria era todavía mejor que la del mismísimo John Kennedy a su edad. Su contrincante, el viejo zorro tejano Lloyd Bentsen, le estaba esperando. De hecho, al observar las poses de guaperas y los alardes de líder carismático del running mate de Bush padre, uno de sus asesores le había comentado: «Oye, que este tío se cree Kennedy». Para la mayoría de los norteamericanos aquello era como comparar a Marilyn Monroe con la última pelandusca. Y el efecto boomerang fue terrible. «Senador, yo tuve el orgullo de servir con Jack Kennedy», le dijo pausadamente Bentsen. «Yo conocí a Jack Kennedy. Jack Kennedy fue amigo mío. Senador... usted no es Jack Kennedy». Los camilleros aún andan recogiendo los restos del pobre Quayle.

10. No se muestre desdeñoso ante la posibilidad de que se reconozcan sus méritos. Tenga en cuenta que para muchos ciudadanos preocupados, escandalizados y ofendidos por muchas de las cosas que han sucedido durante los últimos cuatro años usted es la última Coca Cola del desierto. No tenga el arrogante pudor de Coriolano y muestre al público sus condecoraciones y heridas. Usted es el español vivo con más completa y variada experiencia en la administración pública y ha tomado parte en todas las grandes batallas de la Transición y la democracia. No se presente como un mero superviviente sino como un gran general. Demuestre que no tiene razón Bono cuando pronostica que usted «se asfixiará en su propia ironía». No se le ocurra mirar el reloj con impaciencia en ningún momento, como hizo Bush padre en uno de sus debates con Clinton. Si Zapatero se queda después del debate a departir con los periodistas -esto lo hacía siempre el ex gobernador de Arkansas-, quédese usted también y muéstrese más satisfecho que él.

Postdata. Como todos sabemos que, aunque vayan formalmente dirigidos a usted, quien va a leer con más fruición estos consejos es, por usar su propia expresión, «el señor Rodríguez Zapatero», yo lo que en definitiva le recomiendo es que haga lo mismo que Giscard en el debate de 1974 -esa vez le ganó él a Mitterrand- y acuda al plató provisto de una buena hoja de ruta en la que, en unos cuantos folios o incluso en un puñado de cuartillas, queden resumidas tanto estas sugerencias como otras parecidas que vaya recibiendo durante estos días de Acebes, Arriola, Astarloa, Costa, Cañete, Elorriaga, García Escudero, Pastor, Zaplana o del mariachi mejicano ése. Es clave que a lo largo del debate, durante las intervenciones de su contrincante, vaya cotejando esas cuartillas, punteándolas con un bolígrafo y poniendo caras de repulsa, indignación o asombro. Seguro que en algún momento las cámaras enfocan su rostro mientras habla su adversario. Usted sabe lo importante que en el fútbol es jugar sin balón. Y cuando le toque hablar vuelva a apoyarse en las cuartillas. Enarbólelas. Demuestre que detrás de usted hay todo un equipo de asesores, especialistas y politólogos. Que sus posiciones son fruto de muchas horas de reflexión y estudio. Y que por eso usted lo tiene todo muy claro y el otro no. Pero procure, naturalmente, que ningún ayudante de producción tenga la oportunidad de descubrir durante el descanso, como le ocurrió a Giscard, que esas cuartillas están, por supuesto, completamente en blanco. Buenas noches y buena suerte.

Pedro J. Ramírez