¿Diez programas hacen un proyecto?

Por Félix Ovejero Lucas, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona (EL PAIS, 09/09/09):

Parece ser que los socialistas han perfilado un proyecto común para España. Lo han hecho con una rapidez admirable, inusual en asuntos de ideario y programa que requieren su debate y su matiz. Los pasos recogidos en un primer momento por EL PAÍS mencionan un núcleo muy atractivo: "que todos los españoles se sientan cómodos siendo lo que quieran ser", en un espacio común "habitable y aceptable para todos en un sistema de igualdad de derechos". No es poca cosa, la comodidad, y, desde luego, en cuestiones de patria, virtud principal. Todavía me parece insuperada la definición de patria que Cicerón reproduce: patria es ubiumque est bene, la patria está donde quiera que se esté bien.

A falta de mayor información sobre los principios inspiradores, sólo cabe la conjetura. En principio, se pueden contemplar dos posibilidades. La primera, que finalmente los socialistas en todas partes van a defender lo que los constituye como socialistas, un proyecto cívico, cimentado en principios de radical igualdad, y, por ende, críticos de los intentos de comprometer a las instituciones públicas o de vincular la "buena" ciudadanía con una particular identidad cultural. No sólo por razones de confort o vida muelle, sino más fundamentales: si hay ciudadanos de segunda, nadie es ciudadano. Asumido consecuentemente ese punto de vista proporciona pautas de por dónde ir y de cómo valorar las propuestas. Inmediatamente conduciría a oponerse, desde el principio, a cualquier intento de fundamentar en criterios de identidad, cultural o biológica, nociones básicas de la democracia como las de ciudadanía o soberanía: la ciudadanía es un concepto político que se pervierte en la medida que se le asocian requisitos identitarios; la existencia de un grupo humano con rasgos culturales o biológicos compartidos, reales o ficticios, no justifica ningún título de legitimidad de decisión, por eso, los rubios, las mujeres o los mudos, grupos con rasgos biológicos, culturales o -en el último caso- lingüísticos y perceptuales no constituyen "pueblos soberanos". Los socialistas, consecuentemente comprometidos con sus ideas, incluso para asegurar el respeto a la identidad de cada cual, deberían mostrase dispuestos a combatir políticamente los programas "nacionalistas" que, desde el arranque, desde su misma denominación, identifican su particular proyecto explícitamente identitario con el del conjunto de la "nación" o, lo que es lo mismo, dejan a quienes no lo comparten fuera de la comunidad política: de ahí que las descalificaciones nacionalistas consistan en hacer del rival político un extranjero o un invasor, un "sucursalista" o un "anticatalán", alguien, por tanto, de ciudadanía discutible.

La anterior interpretación explicaría la rapidez del acuerdo. Entre socialistas no habría intereses que defender o botines que repartir y, sobre todo, la existencia de un conjunto común de ideas acerca de en qué consiste la buena sociedad ayudaría a tasar las propuestas políticas. Si usted y yo estamos de acuerdo en cual es el modo justo de repartir quehaceres y cosechas, no habrá mucho que discutir. De hecho, se podría pensar que los socialistas estaban ahondando un principio que ellos mismos, no se olvide, recuperaron para el debate político: el patriotismo constitucional. En lo esencial, en su formulación original, esa propuesta venía a sostener que la identidad compartida de la comunidad política se debe asentar exclusivamente en principios democráticos cristalizados en la ley máxima como la participación, la tolerancia, el respeto a la dignidad de las personas o el compromiso activo con los derechos ciudadanos. La tesis casa sin excesivos problemas con una concepción de la democracia bien enraizada en la mejor historia de la izquierda, una concepción más fuerte que la interpretación liberal según la cual la democracia se limita a ser un conjunto de reglas de juego neutrales para seleccionar a los gobernantes. Explicablemente, la idea fue criticada por los nacionalistas, para quienes el fundamento de la comunidad política no es la ley, sino la cultura, y, en todo caso, la ley ha de estar al servicio de la cultura "nacional", una cultura que, por supuesto, era la que los nacionalistas dictaminaban. Menos explicablemente, los socialistas no defendieron su tesis ante las pseudoargumentaciones nacionalistas.

En fin, esa sería una interpretación muy razonable, compatible con un ideario no desportillado, con un ideal de autogobierno democrático presente en el socialismo moderno desde su nacimiento. Cierto es que no cabe ignorar la existencia de problemas, en especial los que derivan de la compatibilidad de la inspiración igualitaria con la existencia de mercados de votos de ámbito territorial limitado. Déjenme ilustrarlo con un ejemplo. Hace unos años, en una universidad de verano de los socialistas catalanes, en un debate en torno a la nueva economía y el futuro de la izquierda, un antiguo ministro socialista, después de algunas consideraciones iniciales no exageradamente precisas, acabó por centrar la polémica: según él, la pregunta fundamental era qué tenía que hacer Cataluña para ganar la carrera de las nuevas tecnologías. El problema con las carreras, claro, es que si uno gana, los demás pierden. Dicho de otro modo: esa propuesta no podía resultan simultáneamente exitosa en Andalucía o el País Vasco, lo que para un socialista no debería ser plato de fácil digestión. En todo caso, la dificultad, de calado, afecta a todos los hijos de la ilustración: la tensión entre un proyecto emancipador, igualitario, que no otorga valor moral al hecho de que uno nazca en un sitio u otro, y el ámbito territorial limitado, el Estado nacional, en donde se materializa el poder político que permite realizar el proyecto. La cristalización más dramática de esa tensión para la tradición socialista, hasta el punto de que la partió por la mitad, fue la Primera Guerra Mundial, que obligó a elegir entre el internacionalismo socialista y las urgencias políticas de propio país, los vientos nacionalistas de guerra.

Pero, por inevitable, al menos mientras no existan instituciones de ámbito planetario, ése no es un reto abordable ahora y aquí. Sobre todo porque, además, sospecho que la anterior interpretación del proyecto de los socialistas peca de optimista y que el territorio común al que han llegado los socialistas es que cada cual haga lo que quiera en su territorio, en su particular caladero de votos, incluido aquello que poco tiene que ver con las ideas socialistas. De esa manera, Bono podrá dedicarse tranquilamente a copiar el programa del PP, el modo más seguro de conseguir los votos del PP, su objetivo proclamado, y Maragall podrá seguir sin hacer un gesto público en defensa de los socialistas vascos en Cataluña, en el Parlament, cuando se les impida contarnos en alguna universidad que no pueden ser socialistas en el País Vasco. También ahora, desde premisas menos decorosas, nos explicaríamos la rapidez del acuerdo: la proximidad electoral no permite ir más allá de las tareas cosméticas para salir del paso, sobre todo cuando Zapatero se encuentra debilitado, como resultado, por cierto, de un conflicto que, con independencia de las circunstancias particulares, si algo ha mostrado es cómo la vida de todos la deciden unos cuantos desde trastiendas en donde actúan poderes no sometidos a control democrático. Poderosas razones para acordarse de la más clásica identidad de una izquierda que nació para acabar con eso, para impedir ese poder despótico que deja a los ciudadanos la decisión sobre el quinto decimal mientras los enteros, lo importante, queda en manos de quienes tienen el poder que otorga el dinero. Ha corrido mucho desde entonces, pero, ya ven, en bastantes cosas andamos donde andábamos. Y eso que no se ha parado de darle vueltas a idearios y proyectos.

Cuando Zapatero afirma que "todo el PSOE apoya las ideas de Pascual Maragall", a uno, el entusiasmo que le produce saber que el político catalán, que no abusa en sus intervenciones públicas de la vertebración, ni de la ideológica ni de la otra, la imprescindible, tiene un proyecto inteligible, se le atempera por la sospecha de que la libertad "para ser quien se quiere ser" es la libertad de escoger "un pueblo", en una suerte de grandes almacenes, a planta por identidad, en lugar de otra, más parecida a un zoco, para seguir con la imagen tendera, en donde cada cual escoge cada cosa -por ejemplo, la lengua con la que educa a sus hijos o con la que designa a su comercio- según sus gustos, intereses o necesidades, o los de aquellos con los que aspira a entenderse, dispuesto a transitar entre identidades que es lo mismo que decir, despreocupado de cultivar identidad alguna, sin que en ningún momento le aparezca el temor de que se juega la pertenencia a la comunidad política. La libertad, en fin, cosmopolita, ilustrada, la de Kant y la de la izquierda de siempre. Una izquierda para la cual hablar de "catalanismo de izquierda" -¿qué diríamos si el PP se presentara a sí mismo como "españolismo de centro"?- sonaría tan absurdo como hablar de "ciencia alemana". Y es que, como explicaba con su inteligencia de siempre uno de los autores que con mayor solvencia empírica y analítica ha pensado las relaciones entre socialismo y nacionalismo, el historiador Eric Hobsbawm, al final, la elección es entre la tribu o la ilustración. Y no hay más.