Difícil libertad

Con este título publicó el filósofo lituano-francés E. Levinas su Ensayo sobre el judaísmo. Si algún pueblo se ha visto confrontado con el reto de tener que conquistar día tras día su libertad y rescatarla una vez perdida, ese ha sido el pueblo judío. El siglo XX le negó en un primer momento la dignidad y en un segundo la existencia misma. Los hombres nacemos para la libertad pero ésta debe ser descubierta y conquistada por cada uno. Es una diaria tarea, arriesgada y siempre amenazada. La sociedad y las instituciones serán su soporte y defensa si las personas son y permanecen libres. Pero esa libertad personal, ¿de dónde nace y cómo perdura en el individuo? ¿Cuáles son las realidades, acciones y decisiones que la defienden y sostienen?

La libertad es como el auriga que subido en su cuadriga marcha hacia la meta. Cuatro son los caballos que tienen que tirar de nuestra vida para que el carro de la libertad avance. Digamos en primer lugar que no hay libertad sin verdad. Una de las experiencias más acongojadoras de nuestra cultura es haber llegado a una situación que desiste de la verdad y se sitúa al margen de ella por considerarla superada (posverdad). Ahora, ¿cómo diferenciar apariencia y realidad, voluntad de poder y voluntad de verdad, ser y no ser? Todo nos viene encubierto por los poderes que nos ofrecen ideas o nos venden productos. Erguidos en los acantilados contemplamos el ancho mar de la vida, vemos las olas que vienen y vuelven, en juego y espuma, pero ignoramos cuales son las corrientes profundas que levantan esas olas y cuales los vientos que arrastran los vendavales.

Ante este ocultamiento y sojuzgamiento de la verdad no siempre tenemos los medios necesarios para descubrir hasta donde llega lo falso y donde comienza lo verdadero en lo que se nos ofrece o anuncia. Quedamos a merced del espectáculo, de la presentación, o del glamur con que se revisten los hechos, las ideas, las personas. Sin verdad no hay libertad y llegar hasta aquella es la condición para existir en esta. Es perentoria la necesidad de su defensa con el afinamiento crítico de nuestra inteligencia discerniendo fondos y trasfondos para no quedar fascinados por el brillo de lo inmediato, fácil y falaz. En una palabra engañados.

El segundo caballo de nuestra cuadriga es la justicia. No hay libertad verdadera sin referencia al prójimo. Hemos vivido un largo proceso hasta reconocer igual dignidad a todos los seres humanos más allá de todas sus diferencias. La definición aristotélica de la justicia (a cada uno lo suyo) ha configurado los tratados de Moral y de Derecho, definiéndola como un dar a cada uno lo que le es propio. Justicia dice derecho, razón, equidad. Ahora bien, hay exigencias que derivan de la esencial igualdad humana, y las diferencias advenientes, resultado de las circunstancias históricas, no pueden crear ni mantener diferencias ofensivas entre los humanos. Se es justo dando a cada uno lo que le es propio y lo que necesita para la realización de las tareas propias de la misión que le ha sido encargada y lo que le salva en las situaciones límite que exceden sus posibilidades. Un hombre no es libre cuando reina sobre esclavos sino cuando sirve, colabora, libera a sus semejantes. Nadie es poseedor absoluto de los bienes de la tierra ni tiene derechos exclusivos respecto de lo demás. El hecho de que ciertas riquezas han sido logradas por el esfuerzo, el trabajo intelectual o físico da derechos propios y crea diferencias reales, pero esto es un hecho segundo, que no puede inmutar el deber primordial: la oferta de iguales posibilidades para todos. Justicia tanto activa: mis deberes a ejercer con el prójimo; como pasiva: mis derechos a ser correspondidos por el prójimo.

El tercer corcel que debe tirar de nuestra cuadriga para hacernos posible la difícil libertad es la solidaridad. Esta deriva de la común naturaleza humana y se explicita en las peculiares situaciones de gracia o desgracia, riqueza o pobreza, salud o enfermedad en que nos podemos encontrar. Lo que sufre o goza cada uno nos afecta a todos. Desde los primeros tiempos de la humanidad han surgido asociaciones, cofradías, «fraternidades» que incluían entre sus fines los de asumir y compartir todos las desgracias o pérdidas sufridas por algunos. Esto era más lacerante en el mundo rural, donde la pérdida de las cosechas, la epidemia de los ganados y las tormentas imprevisibles creaban situaciones extremas de indigencia, dejando a algunos miembros de la comunidad en la miseria. La idea de solidaridad es la traducción secular de lo que ha sido la comprensión bíblica del hombre en la que Dios es creador y padre común de todos; y nosotros somos hijos suyos, creados a su semejanza, y como tales hermanos. Este es el fundamento de la fraternidad y de ella deriva la solidaridad de destino entre todos los humanos. El hombre en una forma más o menos clara se ha sabido siempre prójimo, hermano, aun cuando no se haya comportado como tal. Cercanía generadora a la vez de tensión y agresión fraternal, ya desde los protohermanos Caín y Abel. La solidaridad tiene su expresión máxima en la persona de Cristo en quien Dios mismo ha asumido nuestro destino de mortales, pecadores, y soportándolos superarlos. El con su vida y muerte ejercidas en referencia a todos los hombres se ha convertido en el hermano-proletario-solidario universal, que no solo enseña solidaridad sino que asume las consecuencias de religar su destino al del hombre, en su vida como maestro y ejemplo, en su muerte como intercesión y perdón, en su resurrección como victoria final. El es el libre supremo que hizo de su soberanía y libertad servicio a todos los hombres.

Heminway puso como exergo de su novela Por quién doblan las campanas este texto del poeta John Donne: «Nadie es una isla completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra… la muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblen las campanas: doblan por ti».

He dejado para el final la enumeración del corcel principal de la cuadriga: la referencia a la trascendencia sagrada que nos funda, a Dios. Sin él el hombre no encuentra techo de cobijo y suelo de sostén últimos para su libertad finita. Él nos ofrece la potencia necesaria para un despliegue de nuestra existencia en la esperanza, no atenazada por la carencia del último sentido. La autonomía reclamada como un absoluto sin un amor que la acompañe se convierte en soledad mortal. Hay preguntas que el hombre no puede dejar de hacerse si quiere una libertad, generadora de paz y de sentido. «¿Qué va ser de mí? ¿Puedo contar y esperar una compañía superadora del silencio y oscuridad de la nada? ¿O hemos sido creados por amor y seremos consumados en amor?».

Para mantener ardiendo la llama de nuestra libertad hay que cultivar junto a la acción, la contemplación, «esa interioridad inviolable» de la que hablaba Ortega y Gasset en El hombre y la gente al analizar la caída del imperio romano. Nuestra cultura tiene que mantener su libertad, alimentando sus raíces y descubriendo las asechanzas que la amenazan. Para ello es necesaria una cultura de la interioridad y de la contemplación, con el cultivo del silencio y la soledad, el sosiego y la oración. Ella abre el hombre a su entraña, que incluye la silente y amorosa presencia de Dios. Desde ella se le iluminarán al hombre las preguntas, que por sí solo no llega a responder, y la soledad que por sí solo no puede superar.

Olegario González de Cardedal es teólogo.

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