Dignidad o vergüenza

Vivimos la primera gran crisis de nuestra vida en democracia. La economía no es el mayor de los problemas. Fue la espoleta que detonó el apacible mundo que creíamos nuestro para siempre. Tuvieron que secarse los mercados financieros para caer en la cuenta de que vivíamos poco menos que en el aire. No nos eran particularmente adversos los grandes indicadores macroeconómicos antes de que la tormenta estallara en Wall Street, aunque algunos, la productividad menguante o el apalancamiento creciente, alertaran de posibles dificultades.

Pero en cuatro años la alegría de vivir se trocó en pesadilla. El paro crecía geométricamente estresando el Estado de bienestar. La inercia aplazó la toma en consideración de lo que se venía encima; la inercia y el reblandecimiento generalizado de los resortes de una sociedad que llevaba años canjeando valores por intereses: más interesada por lo que pasa que en aquello otro que no pasa, por lo permanente.

Dentro de este cuadro decadente no descollaron las instituciones. Los medios informativos, como los sindicales, empresariales o académicos se mantuvieron demasiado tiempo al pairo como para poder alumbrar ahora otros horizontes o indicar rumbos distintos. Los agentes políticos, lejos de constituir una excepción, ejercieron de catalizadores de la debacle. Intereses partidarios sofocaron los gérmenes de cualquier solución.

Ante esa falta de pulso, de tensión interior, las presiones externas generadas por la crisis estrujaron las paredes de un sistema que amenaza con desplomarse. El cuerpo social comienza a deshilacharse entre la rabia y la resignación, sin que aflore un afán común para tratar de salir de las ruinas y reemprender la senda de la normalidad. Resuenan los sálvese quien pueda y el hoy no como rancho que se joda el capitán, mientras reviven viejos espectros de otras crisis, el cantonalismo y la insolidaridad cainita. La sociedad es suplantada por masas articuladas en torno a la mera contestación. No hay crítica, sólo protesta sin más recorrido que la desestructuración.

La sociedad española es demasiado compleja como para ser interpretada desde el dualismo simplista del cara o cruz. Pasaron las divisiones entre viejos y nuevos cristianos, los burgueses proletarizados se confunden con proletarios aburguesados, como las derechas con las izquierdas, y los integrados con los apocalípticos. Sólo la demagogia es capaz de levantar la voz sin los miramientos o prejuicios que amordazan la cordura con que se manifiesta la gran mayoría ciudadana.

Pese a las apariencias aún no ha llegado el tiempo en que el poder esté en el suelo a merced del primero dispuesto a ejercerlo. Huelgas sindicales, la violencia callejera, o desafíos institucionales como el del presidente de la autonomía catalana son expresión de la ausencia de la lealtad debida entre los miembros de una sociedad y también de la incapacidad de sus agentes para encauzar las tensiones que desbordan las situaciones críticas. Lo que ahora nos está pasando otros lo vivieron antes, un par de veces en el pasado siglo y cuatro o cinco más a lo largo del XIX. Siempre cuando la debilidad minaba los poderes del Estado.

Hoy no hemos perdido las colonias americanas ni aún se ha quebrado el marco institucional, pero la desafección hacia las instituciones básicas del sistema y sus agentes políticos está llegando a niveles neurálgicos. De quienes están al timón el común está percibiendo señales confusas sobre cuándo y cómo llegará a buen puerto. De los que quieren hacerse con el timón no recibe nada distinto de la descalificación personal de quienes se lo arrebataron. Ante esta pandemia ¿qué corresponde? Primero. Que las instituciones retomen del suelo el poder que dejaron caer. Todas, no sólo el poder ejecutivo, aunque a éste corresponda la iniciativa y mayor responsabilidad. Las sociedades de hombres libres no precisan de mesías, ni del caudillo que marque el paso hacia donde sólo él sabe, pero tienen derecho a la confianza de quienes apoderó. Derecho a conocer, porque el conocimiento da seguridad. Derecho a participar en el gobierno de la situación mediante la libre expresión de sus juicios y opiniones. Derecho a contar con medios transparentes para hacerse oír, censurando o gratificando el trabajo bien hecho. Derecho a unas administraciones respetables por la honradez de sus titulares. Derecho también a unos poderes fácticos responsabilizados con el interés general.

Segundo. El parlamento ha de cobrar un papel relevante en este proceso. Hoy sus dos cámaras son víctimas de la endogamia que esteriliza la política en tiempos de decadencia. Pocos representantes de la soberanía nacional parecen conscientes de que su salario obliga a defender los intereses generales de la sociedad que les mandató; cada cual con arreglo a su saber y entender, desde sus criterios, dogmas o ensoñaciones, pero pensando en el común. Por ello la Constitución que prometieron cumplir les libera de mandatos imperativos. Entre paréntesis ¿cuántos han satisfecho en la historia de nuestra democracia esa libertad que les ampara frente a sus propios partidos? Antes de enredarse en el laberinto de las grandes reformas convendría avanzar por las vías francas pero aún inexploradas.

Tercero. No huir de las dificultades abriendo nuevos problemas. Es el caso del proceso abierto por Mas, farsa sentimental con la que ocultar un drama verista: la insostenible situación financiera del gobierno autónomo que preside. Pero como los duelos nunca llegan solos, sus proclamas separatistas ha abierto en las filas socialistas un cisma que la dirigencia del segundo gran partido nacional trata de cerrar abriendo a su vez otro problema más: el de una reforma constitucional para implantar ahora un Estado federal. Paradigmas de la irresponsabilidad que brota en los momentos más críticos.

Cuarto. La articulación de soluciones pasa inexcusablemente por un entendimiento básico entre los dos grandes partidos, cada cual en el papel que las urnas asignaron hace menos de un año. Inteligencia que debería comenzar por el compromiso mutuo de fomentar la participación de otras fuerzas y medios afines en las tareas de reparación. Es de interés nacional. De no hacerlo acabarán sobrepasados los dos grandes partidos por meras partidas con la indignación o el desencanto por banderas. Es todo un desafío a la cultura dominante de los últimos decenios; una empresa que requiere responsables a la altura de las circunstancias; es decir, de excepción.

Quinto. Serán precisos mayores niveles de generosidad e inteligencia para dejar a un lado la pelea por ocupar el puente de mando en tanto no amaine el temporal. Ambas, inteligencia y generosidad, han permanecido ocultas demasiado tiempo en el panorama nacional. Ni el ruido de los primeros cristales rotos ahora hace cinco años sirvió para avivarlas. Urge reactivar los resortes que movilizaron al país para superar otras crisis en que se jugaba el ser o no ser de la convivencia en libertad. Lo que hoy está en juego es algo más que el bienestar o la democracia; es la propia sociedad, sus valores y creencias básicas, sus aspiraciones de futuro, las raíces de nuestra cultura y forma de ser.

Sexto y fundamental: que cada español sea consciente de que nada está perdido, de que vive en un país privilegiado y libre que puede mirar sin miedo al futuro, como sin miedo superó horizontes más allá de los océanos. De que nunca es tarde para echarle el coraje necesario y trabajar aquí o allá, para limpiar de maleza los bosques o plantar patatas en la tierra. Y cuidar ancianos, enseñar a los niños, encalar la casa del vecino y a última hora de la tarde poder leer un libro con la conciencia tranquila por haber hecho país, habernos ayudado unos a otros; por recuperar la dignidad.

Lo otro conduce a la melancolía y aislamiento propio de la tribu, a seguir llorando frente al espejo por haber perdido… la vergüenza.

Federico Ysart, miembro del Foro de la Sociedad Civil.

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