Dinero a cambio de títulos

Solía decirse en tiempos que el Real Automóvil Club (RAC) en el Pall Mall londinense era el club privado menos exclusivo de Londres. Una larga tradición del club enseña que a los espías de Cambridge - tan esnobs como traidores- les gustaba cenar allí en lugar de hacerlo en alguno de los clubs más exclusivos a los que pertenecían, ya que en este lugar no corrían el albur de ser reconocidos.

Desde la elección de Tony Blair como primer ministro hace casi un decenio, sin embargo, al RAC le ha salido un rival. Desde el destape del escándalo de aportaciones a cambio de títulos el pasado mayo, la Cámara de los Lores corría serio peligro de convertirse en una institución aún menos exclusiva. De las once personas inicialmente nombradas por el Partido Laborista para convertirse en lores vitalicios en el 2005, cuatro retiraron posteriormente sus nombres en medio de acusaciones de que estaban siendo recompensados por haber hecho grandes aportaciones a las arcas del partido. La semana pasada, al parecer en relación con estos extravagantes acontecimientos, la policía detuvo al antiguo empresario de música pop lord Levy (ennoblecido él mismo en 1997) bajo la sospecha de corromper la acción de la justicia.

Por una temporada dio la sensación de que el término del mandato de Blair constituiría una repetición del de Anthony Eden, con el fiasco de Iraq reemplazando a la crisis de Suez. Ahora parece más probable que el ministro seguirá los pasos de David Lloyd George, que dejó el 10 Downing Street en 1922 bajo la turbia nube de la sospecha de corrupción. Para los estadounidenses, encantados con la sonrisa profident de Tony Blair, hay algo surrealista en la noticia de su interrogatorio (por segunda vez) por parte de la policía. Como en todas las grandes tragedias políticas, sin embargo, el fallo radica en el propio protagonista.

La primera y única vez que he conocido al primer ministro - en los días en que era una estrella emergente del primer banco de la oposición- le pregunté si sentía alguna afinidad ideológica con Lloyd George. Estaba entonces perfectamente claro que en muchas de las cuestiones económicas el señor Blair distaba de ser un socialista. Sus enfoques me recordaban el nuevo liberalismo promovido por el mago galés antes de la Primera Guerra Mundial. Blair me obsequió con su sonrisa marca de la casa,pero no puso objeción alguna. Y así, a su debido tiempo, y haciendo tal vez una imitación inconsciente de Lloyd George, el Partido Laborista se convirtió en el nuevo laborismo. Blair se convirtió en primer ministro. Y, como Lloyd George, demostró ser más aguerrido y belicoso de lo que sus primeros partidarios iniciales habían esperado. ¿Deberíamos sorprendernos de que también haya descubierto que el tráfico de títulos es (como el mago galés lo presentó una vez) "la forma más limpia de recaudar dinero para un partido político"?

La diferencia principal entre entonces y ahora estriba, claro está, en que en aquellos días la venta de títulos de nobleza era técnicamente limpia desde el punto de vista legal. En aquellos días, la Cámara Alta del Parlamento británico todavía era el verdadero club exclusivo de propietarios con título y sus herederos, aunque no tan exclusivo como para estar cerrado a cal y canto a nuevos miembros. Desde sus inicios, los títulos estaban abiertos a hombres que servían lealmente al monarca del momento y a sus ministros. Y desde el auge de Robert Walpole hasta la desaparición de Lloyd George, nada evitaba que tal leal servicio adoptara la forma de suntuosos gastos en épocas electorales.

Lloyd George sólo trataba de agilizar el sistema tradicional con la venta directa de títulos a sus amigos políticos. El precio fijado por su pulcro y apuesto agente con monóculo John Maundy Gregory era de 50.000 libras esterlinas por título - casi 1,9 millones a los precios de hoy. Tal fue la tormenta política que se desató al conocerse la noticia que se creó una Comisión Real y se aprobó una legislación específica destinada a prohibir esta práctica. Y esta es la misma legislación que hoy día amenaza a Blair con la ignominia y vergüenza definitiva.

Es cierto que hasta ahora las pruebas de dominio público son meramente circunstanciales. Sabemos, merced a un estudio del Bow Group, que desde el 2001 más de la mitad de todos los donantes que han entregado más de 50.000 libras al Partido Laborista han recibido un honor de alguna clase (incluyendo títulos de caballero y medallas). Sabemos que los cuatro individuos que retiraron sus nominaciones de títulos el pasado año habían hecho anteriormente importantes préstamos al Partido Laborista. Y sabemos que fueron aconsejados por lord Levy en el sentido de efectuar préstamos en lugar de regalos directos.

Por mi parte, no me atribuyo la condición de abogado. Tal vez todo se reduzca a una serie desafortunada de coincidencias. Tal vez las reglas no se aplican a los préstamos. Pero he aquí lo que la ley de Honores y Títulos (para impedir abusos) de 1925 declara: "Si cualquier persona acepta u obtiene o acuerda aceptar o intenta obtener de cualquier persona, para su propia persona o para cualquier persona, o para cualquier finalidad, cualquier regalo, dinero o consideración de valor como un acto de inducción o recompensa para procurar o asistir o procurar el otorgamiento de una dignidad o título de honor a cualquier persona, o en relación con tal otorgamiento, será culpable de delito menor".

¡Cuán despiadada es la rueda de la fortuna! Hace tan sólo diez años era el propio Partido Laborista el que aullaba "¡corrupción, corrupción!" cada vez que a un ministro tory se le pillaba en alguna irregularidad. Todo esto podría haberse evitado, naturalmente, si el Gobierno hubiera tomado una determinación sobre dos cuestiones distintas pero íntimamente relacionadas. La primera versa sobre la futura composición y modo de elección de la Cámara Alta del Parlamento. La segunda es la futura financiación de los partidos políticos.

Sencillamente, carece de sentido tener dos cámaras legislativas si ambas son elegidas sobre la misma base democrática. Habiéndose comprometido a reformar los Lores desafiando la legitimidad del título hereditario, Blair y sus colegas tenían varias opciones. Podrían haber imitado el Senado estadounidense, donde los intereses de las partes más reducidas y rurales del país se hallan sobrerrepresentados a expensas de las partes más grandes y urbanas. No obstante, era improbable que un partido tan impopular en el medio rural hiciera semejante cosa. En su lugar se aferró al antiguo sistema tremendamente útil de nombramientos políticos.

Al propio tiempo, no logró dominar el meollo y sustancia de la cuestión de la financiación de los partidos políticos, problema idéntico en todas las democracias modernas. Por una parte, los costes de las campañas electorales siguen creciendo a medida que los votantes esperan un despliegue de marketing y publicidad cada vez más sofisticado. Por otra, las fuentes tradicionales de ingresos de los partidos, como la cuotas de afiliación al partido, siguen disminuyendo y reduciéndose a medida que los votantes se alejan del activismo político. El nuevo laborismo habría podido seguir el ejemplo continental financiando los partidos mediante impuestos recaudados por el Estado mientras imponía topes más estrictos a las donaciones privadas y los gastos electorales. Pero un partido tan desesperado por el logro del poder no podía resistir la tentación de ganar a los conservadores en su viejo juego de dar suaves golpecitos en el hombro de los millonarios.

Ahora comprobamos el resultado: una Cámara de los Lores repleta de amigotes y un Gobierno que se cuece en la corrupción.

No obstante, me siento un tanto deprimido por las soluciones que ahora se apañan de forma apresurada. No estoy seguro de que fuera cuerdo y sensato, en el caso del nuevo liderazgo conservador, que abrazara tan rápidamente la idea de la financiación de los partidos por parte del Estado. Y me sentiré consternado si David Cameron da su visto bueno a las últimas propuestas del Gobierno para reformar la Cámara de los Lores de modo que la mitad de sus miembros sean electos, un 30% nombrado por los partidos y el resto nombrado por una comisión para garantizar (¡cuesta resistirse a la tentación de rezongar!) el equilibrio étnico, de sexo y regional.

Una solución más auténticamente conservadora adoptaría formas bastante diferentes. En el caso de los partidos, me pronunciaría a favor de un mercado completamente libre en las donaciones políticas, pero sobre la base de la completa transparencia de modo que quede completamente claro quién ha dado qué a quién. Y en el caso de la Cámara de los Lores, ¿por qué no elegir a todos sus miembros pero dar igual representación a cada uno de los condados anteriores a 1974 en el Reino Unido?

Sí, lo sé: eso haría que la política británica se asemejara más a la política estadounidense y menos a - digamos- la política holandesa. Pero también podría favorecer en mayor medida que tengamos gobiernos menos parecidos a éste... y una Cámara Alta del Parlamento menos parecida al Real Automóvil Club.

Niall Ferguson, profesor de Historia Laurence A. Tisch de la Universidad de Harvard y miembro de la junta de gobierno del Jesus College de Oxford. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.