Dios en Estados Unidos

Dios viaja. El 20 de enero, en la toma de posesión de Joe Biden, invisible pero presente, se sentó en la primera fila del Capitolio. Toda la ceremonia estuvo impregnada de religiosidad y civismo. La investidura fue precedida por una misa solemne en una catedral de Washington, con todos los expresidentes excepto Trump. Podemos dudar de la fe íntima de Clinton, pero sabemos lo protestantes y muy religiosos que son los Obama y los Bush. Durante mucho tiempo, Carter rezó todos los domingos en su templo baptista de Georgia. Por lo que respecta a Trump, se ha unido a una secta evangélica que celebra el éxito material como un don de Dios.

Biden, sin embargo, ha roto de nuevo con la tradición: el segundo presidente católico de Estados Unidos hace gala de que lo es, mientras que John Kennedy fue más discreto. Esto es una prueba de la evolución de EE.UU. hacia una laicidad cada vez menor: lo opuesto a Europa, donde solemos identificar progreso y escepticismo. Estados Unidos, puritano y protestante en el momento de su fundación, ahora es cada vez más católico. Además del presidente, que citó a San Agustín en su discurso, observamos que el juez del Tribunal Supremo ante el que juró, John Roberts, es católico, al igual que la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, y las dos cantantes de la ceremonia, Lady Gaga, de origen italiano, y Jennifer López, latinoamericana. Al cantante de country Garth Brooks le tocó interpretar ‘Amazing Grace’, un himno protestante. «Amén», pronunció Biden, después de una oración silenciosa en memoria de las víctimas del Covid. Por supuesto, prestó juramento sobre la Biblia, comprometiéndose a defender la Constitución, un documento impregnado del espíritu de la Ilustración que separa claramente el reino de Dios del de César, una paradoja que no preocupa a ningún ciudadano. La vicepresidenta Kamala Harris, criada por sus padres en la religión cristiana e hindú, también juró sobre la Biblia, en presencia de su esposo, que es judío. En esta ceremonia solo faltaban musulmanes, poco numerosos en EE.UU., pero si hubiera habido alguno en la tribuna, habría aceptado la homilía inaugural, pronunciada por un jesuita, totalmente ecuménica. En este gran sincretismo, solo los ateos militantes podían sentirse excluidos. ¿Un presidente ateo en EE.UU.? Protestante, católico, judío, musulmán y gay, es posible. Ateo, es improbable.

Vista desde Francia o España, esta alianza íntima entre la devoción y la república resulta desconcertante: nuestras repúblicas se fundaron contra la Iglesia católica y no hemos terminado de relegar a Dios al margen de la política. El inagotable debate europeo sobre la presencia del islam se explica tanto por una concepción intransigente del laicismo como por una particular reticencia hacia los musulmanes, porque estos musulmanes tienen el fallo de ser creyentes además de musulmanes. En EE.UU., en cambio, incluso después de los atentados del 11-S, no se evidencian prejuicios contra los musulmanes, precisamente porque son creyentes.

Que Dios esté tan presente en EE.UU. no estaba escrito de antemano. Sin duda, los fundadores de Nueva Inglaterra, alrededor de 1630, eran místicos en busca de una tierra prometida. Pero no olvidemos que el otro pilar de la República estadounidense echó raíces en Virginia: ni Washington ni Jefferson eran muy religiosos. Washington no asistía a ningún servicio religioso y, como la mayoría de los Padres Fundadores, se declaraba ‘deísta’, según el modelo francés que popularizó Voltaire. La religiosidad estadounidense se afianzó gradualmente a partir del siglo XIX, salpicada por grandes impulsos místicos y colectivos. Los afroamericanos y luego los latinoamericanos contribuyeron a ello, impregnando todas las religiones de EE.UU. de un entusiasmo jubiloso -evangélico, pentecostal, carismático- desconocido en Europa. Este entusiasmo une a las religiones y explica por qué, en torno a Biden, el ecumenismo puede vencer tan fácilmente a las rivalidades religiosas: EE.UU. discrimina por raza, pero no por religión. Sin duda porque todos, católicos, presbiterianos, pentecostales, baptistas, mormones, judíos ortodoxos o reformistas, sijs, budistas o suníes (y olvido a algunos), más allá de sus prácticas singulares, convergen en lo que Harold Bloom denominaba ‘religión estadounidense’. Bloom tenía razón: en la iglesia, el templo o la mezquita, Dios, para sus seguidores, es estadounidense. Creer en Estados Unidos es creer en Dios tanto como en Estados Unidos. Los mormones, una religión estadounidense fundamental, son muy explícitos: Jesús regresará a Estados Unidos. Los judíos dudan: ¿la Tierra Prometida es Estados Unidos o Israel? Ambos, sin duda.

Abran paso a los escépticos europeos: nuestros sociólogos, dubitativos, incluso anticlericales, creen que la religión estadounidense no es una, sino un conjunto de comunidades sociales, de clubes a los que conviene pertenecer; ciudadanía en lugar de fe. Pero esta tesis laica no explica por qué el 80% de los estadounidenses, sea cual sea su afiliación religiosa, dicen que rezan al menos una vez al día, en silencio, como Biden. Por lo tanto, debemos aclarar la diferencia: ningún presidente europeo dirá jamás «amén» en público y ningún presidente estadounidense se proclamará nunca ateo. Para entender a EE.UU., escribía Tocqueville en 1834, no debemos compararlo nunca con Europa. Sigue siendo un buen consejo.

Guy Sorman

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