Dios y la libertad

Estudié la doctrina cristiana en el catecismo del Padre Ripalda, escrito hace 400 años, que describía a Dios como «un Señor infinitamente bueno, sabio, poderoso, principio y fin de todas las cosas». Pronto advertí que en esta definición faltaba algo, sin saber qué era; ha sido muchos años después cuando he creído descubrir que Dios era, además, un ser libre y respetuoso con la libertad. Por eso rechacé las teorías científicas que postulan que el universo y sus leyes naturales solo pudieron ser como son, porque con ello se niega la libertad del Creador. De igual forma, me opongo al determinismo, porque niega la libertad del hombre.

Que Dios no solo es libre, sino también asombrosamente respetuoso con la libertad, lo vislumbré reflexionando sobre algunos pasajes de las Sagradas Escrituras.

Dios y la libertadEn el Apocalipsis, escrito por Juan Evangelista para atisbar el final de los tiempos es, curiosamente, donde se nos cuenta la rebelión de millones de ángeles sucedida cuando aún el tiempo no existía. Algunos teólogos entienden que lo que sucedió fue que Dios reveló a los ángeles su proyecto de crear un universo material, en el que aparecería la vida física, que se coronaría con la vida inteligente y en la que el verbo se encarnaría y «al nombre de Jesucristo toda rodilla se doblará en el cielo, en la tierra y en el abismo», lo que provocó el grito de «¡Quién como yo!», dictado por la soberbia de Luzbel y el inmediato «¡Quién como Dios!» del arcángel, que desde entonces fue Miguel. Sea cual fuere lo sucedido, lo cierto es que fue fruto de la libertad y tan libre fue la desobediencia del que se convirtió en Satanás, como la reacción fiel del ángel que se convirtió en Príncipe de la Milicia Celestial.

Llegada ‘la plenitud de los tiempos’, de que habla la Escritura, y cuando se iba a producir el gran acontecimiento que dividió en dos partes la historia de los hombres, fue otro arcángel, Gabriel, el que acudió a Nazaret a pedir el sí de María. Siempre me ha impresionado el «hágase en mí según tu palabra», porque en la expresión de la obediencia libremente consentida de la Virgen está el misterio de la creación del universo, que nació desde el Big-Bang y desde que aparecieran el tiempo y el espacio, para que llegara ese momento en que el mismo Creador es aceptado por una jovencita, para encarnarse y compartir con nosotros el dolor y la muerte, abriéndonos con ello las puertas del perdón y de la eternidad.

Fue el mismo Juan, al comienzo de su Evangelio, el que descorre levemente el gran enigma de ‘qué somos’, ‘de dónde venimos’, diciendo: «En el principio era el verbo, y el verbo estaba con Dios, y el verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Por Él fueron hechas todas las cosas», revelándonos que todo fue hecho por Jesús y para que Él se introdujera en la creación haciéndose hombre.

También el verbo, hecho hombre es libre y cuando conoce el horror que va a sufrir camina hacia el Huerto de los Olivos y postrado de rodillas pide al Padre: «Aparta de mí este cáliz» e inmediatamente, «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya», como nos narran los evangelistas Marcos, Mateo y Lucas. Y cuando ‘todo está cumplido’ y antes de expirar, Jesucristo, ahondando en el misterio de su doble condición de Dios y Hombre, clama al Padre «¡Dios mío, Dios mío, ¡porque me has abandonado!». Tal vez en ese respeto por la libertad está la causa del ‘silencio de Dios’, como he oído decir al filósofo cristiano profesor López Quintás.

La Iglesia, consciente de esa libertad de Jesús, en el momento más importante de la liturgia cristiana, la consagración eucarística, nos advierte… «cuando iba a ser entregado a su pasión, voluntariamente aceptada.», poniéndose de manifiesto que Jesús se somete libremente al sacrificio que nos da la salvación. Pero también aquí juega la libertad que Dios respeta y por eso, recientemente, la Iglesia ha retocado la fórmula en la Consagración del Cáliz, para decir «… sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados», haciéndonos ver que, aunque el sacrificio de Cristo es suficiente para salvar a todos los hombres, solo se salvan los que libremente lo aceptan, que son muchos, pero no todos.

Al hilo de estas reflexiones, que nacen ante una segunda Semana Santa singular y bajo las precauciones de la pandemia, sin procesiones ni viajes, estimula pensar que, a pesar de las limitaciones humanas, somos dueños de nuestro destino y al mismo tiempo estremece advertir que en el uso de la libertad podemos elegir el mal y perdernos para siempre.

Es justamente en momentos de tribulación, cuando se puede apreciar quiénes usan bien la libertad y quiénes hacen lo contrario. España y todo el planeta padecen el horror del coronavirus, que se presenta con la dureza de una plaga bíblica, y afortunadamente son muchos, una gran mayoría, los que, tal vez porque hicieron hace tiempo su ‘opción fundamental por el bien’, se desbordan en el amor a los demás hasta el punto del esfuerzo permanente e incluso y si llega el caso, el sacrificio, como lo hacen los médicos y el conjunto de sanitarios, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, las Fuerzas Armadas y tantos y tantos anónimos héroes del día a día, desde los que consiguen que llegue a nosotros la comida, hasta los que se encargan de la limpieza y de los residuos.

Por el contrario, los hay que siguen en el odio y el egoísmo, son los que se aprovechan del sufrimiento ajeno para dar rienda suelta a sus intereses económicos o políticos; son los que nunca reconocen el error, nunca piden perdón por el mal que causan, son los que cuando desobedecen las leyes protestan que no han hecho nada malo, tratando de convertir su sectarismo y sus caprichos en derechos intocables, y pretendiendo ser muchos, aunque no lo sean y exigiendo para sí lo que niegan a los demás; son los que también parecen gritar «quién como yo».

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

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