Diputaciones

El gobierno y la administración autónoma de las provincias -entidades locales con personalidad jurídica propia determinada por la agrupación de municipios- estarán encomendados a diputaciones u otras corporaciones de carácter representativo». Resumo el Art° 141 de nuestra Constitución que además posibilita «crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincia» particularizando un «tendrán» cabildos y consejos, las Islas Canarias y Baleares.

El «Acuerdo para un Gobierno reformista y de progreso» firmado por PSOE y Ciudadanos el 24 de febrero se refiere al tema en su antepenúltima pagina -la 64- en un breve apartado: «Supresión de las diputaciones provinciales de régimen común y creación de consejos provinciales de alcaldes para la atención al funcionamiento y la prestación de servicios de los municipios de menos de 20.000 habitantes».

Hasta aquí, lo escrito. Según datos estadísticos, las diputaciones -sin contar las forales- controlaban un presupuesto de casi 6.000 millones en 2015. Actualmente tienen en plantilla a 28.000 funcionarios y31.000 contratados. Suministran servicios a pequeños municipios que por sí mismos no podrían prestar, como agua, residuos, contraincendios, emergencias y salud.

Desde el mismo día de la firma del acuerdo ya saltaron las alarmas: el partido del Gobierno en funciones esgrimió su necesidad como garantía del sostenimiento del mundo rural, como instituciones necesarias para la vertebración del territorio y como garantía de velar por la igualdad de los ciudadanos y su acceso a los servicios esenciales como la salud y el transporte. Sí asumía la necesidad de su modernización para evitar duplicidades con servicios de las comunidades autónomas.

No tardaron ciertas agrupaciones socialistas en sumarse a la crítica. Susana Díaz «coló» una defensa de las diputaciones en su discurso del Día de Andalucía. Muchos líderes del PSOE recordaron una iniciativa semejante presentada por Rubalcaba en 2011 que no llegó a buen puerto. A la referencia de Susana Díaz se sumaron FernándezVara, Page y Lambán en pocos días. Por supuesto, todo se ve con el cristal con que se mira: comunidades extensas con amplia dispersión rural no pueden dejar a sus ciudadanos sin apoyos. Y las diputaciones, que heredan una buena vocación de servicio y eficacia, los proporcionan.

Expuesto esto, hago dos consideraciones: una de formas, la segunda de fondo.

En las formas, error en la palabra supresión, plasmada en un documento escrito con prisa por urbanitas, esta gente criada en la España de las ciudades, con buena formación, pero que olvida a la otra España que vive desperdigada por nuestra piel de toro. Incluso olvida la procedencia de sus abuelos o de sus padres. Una prueba palpable de ello es que prácticamente ningún partido político se preocupa en sus programas de gobierno del sector primario. Al parecer quieren emular a Marx , que despreciaba al mundo rural. «Los campesinos son como las patatas: por mucho que las apiles nunca acaban de estar juntas».

Y voy al fondo. Me duele que con las mejores excusas de ahorro o de mejora de gestión -algo por ver- se pase un mensaje de preocupación a la población española que merecería más cuidados: la más envejecida, la más dispersa, la más sacrificada. No digo la más infeliz porque dudo de la falsa felicidad de quienes dejando el pueblo se atrincheraron en el bloque M, edificio S, casa 17, piso 9°, puerta H, de cualquier suburbio de nuestras grandes ciudades y hoy son rehenes de hijos y nietos a los que sirven de guardería, comedor social o incluso de banca familiar. Creo sinceramente que serían más felices regresando a sus casas abandonadas. ¡Y aquí sí encajaría un programa de gobierno facilitando estos retornos! Por supuesto proporcionando las ventajas que encuentran en las ciudades, especialmente las referidas a servicios de salud. Aquí aparecen de nuevo las diputaciones.

Acaba de publicar un ensayo -«La España vacía»- Sergio del Molino, que fue premio «Ojo Crítico» de Radio Nacional de España en 2013. Aunque se reconoce mutado definitivamente a la clase urbanita, ahonda con honestidad en la tierra de sus abuelos cuando distingue la «España vacía» real -la de nuestros pueblos despoblados- de otra imaginativa asentada en la conciencia y en las mitologías familiares de hijos y nietos de aquel éxodo a las ciudades que comenzó allá por 1870, pero que tuvo su máxima expresión entre 1950 y 1970.

Constata Del Molino el «desprecio hacia el mundo rural por parte de la modernidad cosmopolita altamente intelectual, abarrotando urbes, despoblando aldeas». De cómo cierta literatura trata con desprecio a la gente del campo -paletos, desertores del arado-; de un cine cruel -Buñuel- que dio una imagen patética de sus pecados. Por supuesto, la vida rural no es la Arcadia feliz; pero tampoco es un sayal negro. Mantiene tradiciones, gastronomía, ritmo de vida y disfrute de la naturaleza, mejores que en los ambientes urbanos.

Es esta España la que merece, en mi opinión, algo más que un simple párrafo de un acuerdo político.

Luis Alejandre, General (R)

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