Discurso a la «nación española»

Aun cuando el libro esté fechado en 1933, su escritura corresponde por completo al año anterior. En concreto, al periodo que va de junio a diciembre del año anterior. La precisión importa. Porque el libro, titulado -a la manera de Fichte- «Discours à la nation européenne» y cuyo autor es Julien Benda, difícilmente habría sido escrito tras el ascenso de Hitler al poder. Y no por falta de motivos. Una obra dirigida a los hombres que desean «hacer Europa» -hombres a los que el autor llama, como encarnación verbal de este deseo, «nación europea»- y que forman parte de unos pueblos que, lejos de unirse, pretenden crecer a expensas de sus vecinos o, en el mejor de los casos, conservar a toda costa su integridad territorial; una obra así, digo, no podría parecer entonces más pertinente. Otra cosa es el efecto que pudiera llegar a tener. La utilidad del empeño, en una palabra. Y es que, vistas las primeras medidas tomadas por Hitler desde la Cancillería, poco cabía esperar ya de iniciativas como la de Benda, por muy bienintencionadas que fueran.

En este sentido, pues, «Discours à la nation européenne» constituye un intento fallido. Uno más, a tenor de las numerosas tentativas de unión europea -o de simple llamada a la unión- que acabaron en nada. Con todo, el ensayo del intelectual francés -del intelectual por antonomasia, cabría añadir- contiene no pocas enseñanzas, muchas de las cuales siguen siendo aplicables a los tiempos presentes. Eso sí, a condición de cambiar el punto de referencia. Ya no se trata, en efecto, de evitar por todos los medios un nuevo conflicto entre Francia y Alemania aplacando a los nacionalismos respectivos; ni de predicar la moderación allí donde imperan los radicalismos; ni de promover lo universal en detrimento de lo particular; ni de recetar dosis de razón para combatir los abscesos sentimentales; ni de recurrir, en fin, a la idea de Europa como instancia moral superadora. En otras palabras: Europa ya no es el problema -ni la solución-. Ni siquiera cuando determinados hechos, como la reciente decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de admitir las demandas de Batasuna y Herri Batasuna relativas a la presunta vulneración de los derechos a la libertad de expresión y de reunión o asociación por parte de la Ley de Partidos de 2002, demuestran hasta qué punto los organismos de la Unión siguen ignorando los manejos del nacionalismo.

No, el problema -y la solución- ya no es Europa; es España. No en vano la decisión del Tribunal de Estrasburgo también demuestra hasta qué punto el Gobierno del Estado afectado por las mencionadas demandas hace dejadez de sus funciones en el seno de la Unión. O en el propio seno del Estado. Y es que todos los requerimientos hechos entonces por Benda, cuyo horizonte era Europa y su ineludible construcción, son aplicables hoy en día a España. Es aquí, ciertamente, donde hay que poner a raya a los nacionalismos; donde conviene practicar la moderación y arrumbar el radicalismo; donde ha de promoverse lo que une y no lo que separa; donde los argumentos de la razón tienen que primar sobre los aspavientos de los sentidos, y donde la idea de España, en definitiva, debe erigirse en instancia moral superadora.

Para ello -como tan oportunamente reclamaba el pasado domingo José Antonio Zarzalejos en esta misma página-, parece imprescindible la firma de un gran pacto de Estado entre el PSOE y el PP que garantice «las mayorías necesarias para aprobar los Estatutos de Autonomía» y preserve «las competencias intransferibles e indelegables del Estado». De haber existido este pacto, no estaríamos ahora asistiendo, por ejemplo, a los viajes al extranjero del vicepresidente del Gobierno de la Generalitat, Josep-Lluís Carod-Rovira, en calidad de paraministro de Asuntos Exteriores de un nonato Estado catalán, viajes que no se limitan a la promoción de una embajada cultural en Fráncfort o en Extremo Oriente, sino que incluyen visitas oficiales al presidente de Flandes, con todo lo que ello supone en estos momentos -dada la crisis política en que se halla sumida Bélgica debido a las reivindicaciones flamencas- de interesada y perversa emulación. Y puede que tampoco estuviéramos asistiendo a las interminables correrías por el mundo del lehendakari Ibarretxe, tal un viajante de comercio deseoso de colocar su plan en cualquier sitio y a cualquier precio. En suma, con un pacto así, el Estado estaría ahora hablando con una voz poderosa, plenamente autorizada, dentro y fuera de nuestras fronteras.

Es verdad que el Partido Popular ha prometido impulsar, si gana las elecciones, un acuerdo de esta naturaleza. Y también lo es que el Partido Socialista, cuando las urnas le han colocado en los bancos de la oposición, se ha erigido incluso en impulsor de propuestas que iban en un mismo sentido -el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo-. Aun así, no parece que los tiempos presentes sean como los pasados. La legislatura que estamos ya apurando ha marcado, como suele decirse, un antes y un después. A lo largo de estos cuatro años, los españoles hemos vivido la primera solución de continuidad desde la Transición. Y esa ruptura del consenso no puede sino atribuirse -lo demás son excusas o salidas por la tangente- a los pactos que el PSOE ha establecido con toda clase de nacionalismos. De ahí que, en este terreno, no quepa esperar gran cosa de los socialistas. Ni en el supuesto de que revaliden su mayoría en el Congreso, ni en el de que los votos de los ciudadanos les devuelvan a la condición de primer grupo opositor.

Para muestra, las últimas manifestaciones del presidente del Gobierno y de la ministra de Educación. Si un sector está pidiendo a voz en grito un gran acuerdo nacional -por su valor estratégico y, muy especialmente, por el estado de necesidad en que se encuentra según todos los indicadores-, este sector es el educativo. Pues bien, ni el presidente ni la ministra parecen estar por la labor. Mientras el primero asegura que no necesitamos más leyes de educación, la segunda se jacta de que tenemos el mejor sistema educativo de la historia. Que los nacionalismos, andando el tiempo, hayan convertido la educación en un pequeño fortín, con sus políticas lingüísticas discriminatorias y sus currículos diferenciados, y que esta permisividad por parte del Estado haya terminado por corromper el sistema entero -el educativo en primer lugar, pero también el democrático-, no les preocupa lo más mínimo. Lo suyo es un asunto de partido, no de Estado.
Sí pues, habrá que esperar al 9 de marzo para ver en qué para todo esto. Pero, mientras tanto, no estará de más tomar ejemplo de Julien Benda y apelar a cuantos hombres y mujeres siguen sintiendo el deseo de «hacer España» -eso es, apelar a la «nación española»- para que, en la medida de sus posibilidades, colaboren en la reconstrucción de un proyecto común caracterizado por la firmeza, la moderación, la unidad y el siempre difícil ejercicio de la razón.

Xavier Pericay