Discursos rotos, miserias compartidas

Hace unos días, al poco de que nuestro ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, presentase el proyecto de una nueva ley para regir el aborto, una de mis hijas me dijo: “Papá, tú que a veces escribes en los periódicos, di algo ahora. No se puede consentir esto”. Sin embargo, me limité a responder: “Hija, no sé qué decir, no se me ocurre nada que no se haya dicho ya mil veces”.

Pero las palabras de nuestros hijos son como semillas de crecimiento rápido, y así continué meditando en lo que me había pedido. Aunque los argumentos se hayan acabado, no por ello hay que renunciar a seguir exponiéndolos, machaconamente. Uno de mis problemas es que he sido educado en una tradición, la de la ciencia, que no se adecua bien con la predominante en el discurso político actual. Esa tradición es la de la coherencia, la de tratar un sistema sin mutilar partes de él que son imprescindibles para dar validez al conjunto. Cuando el señor Ruiz-Gallardón dice que el proyecto de ley no solo es “progresista”, sino algo prometido en el programa electoral del Partido Popular, inmediatamente pensamos, primero, en que únicamente se había prometido una nueva ley sin decir prácticamente nada de cómo sería, y segundo, en que hay muchas otras cosas que también iban en ese programa y que no se han cumplido. Con su proyecto, el ministro de Justicia se ha revelado como miembro distinguido de una estirpe que abunda en la política hispana: la de aquellos que mutilan la realidad aislando sus argumentos del conjunto; la de quienes presentan proyectos, realizan declaraciones o contestan preguntas solo sobre una parte, aquella que les interesa.

A esa estirpe no pertenecen únicamente miembros del Gobierno del PP; baste recordar, por ejemplo, al secretario general de UGT, Cándido Méndez, que se limitó a decir que el caso de las supuestas deshonestidades de UGT en Andalucía “le afectaban, por supuesto, pero que él de eso no sabía nada”, argumento no muy diferente del que manejan, parece, los señores Chaves y Griñán con respecto a los fraudulentos ERE de Andalucía. Y tampoco quiero olvidar esa vergüenza pública que representa que el expresidente Rodríguez Zapatero utilice ahora documentos de Estado, que antes ocultó, en beneficio propio, en sus memorias. Todo parece valer, todo —no nos olvidemos tampoco de los “papeles de Bárcenas” o del caso Nóos— se soporta a la espera de que, gracias al plúmbeo sistema judicial español o a los beneficios del aforamiento, las consecuencias de los delitos se pierdan en los pútridos desagües del tiempo y de la historia.

Pero siendo verdad, y criticable lo anterior, el Partido Popular se está llevando la palma en semejantes tácticas, la de lo que bien podríamos denominar “discursos rotos”. El de Ruiz-Gallardón es uno de ellos. No le importa al señor ministro que la del aborto que propone sea una de las leyes más restrictivas que, caso de aprobarse, existirán en Europa, ni que algunos de los países más avanzados de la Unión Europea hayan mostrado ya su oposición. Otra manifestación de discurso roto se encuentra en algo que se nos lleva diciendo desde hace, al menos, dos años: el que “hay que seguir lo que nos indica Europa en lo económico”, no importa que ello afecte a bienes que, pensábamos muchos, son irrenunciables, como la educación, la sanidad pública o el amparo a los mayores. Sostener que hay que comportarse como buenos europeos en lo económico pero no en lo que se refiere a otros códigos que, como las condiciones en que las mujeres pueden abortar, afectan a la ciudadanía, es uno de esos vicios lógicos con los que es imposible componer un sistema coherente. Y sistemas lógicos coherentes no son únicamente los científicos: cualquier código legal, cualquier sistema en el que se basa una sociedad, debe tener semejante característica.

Al pretender apropiarse, o interpretar, las decisiones y sentimientos de las mujeres ante circunstancias como la de anomalías graves en los fetos, así como al privarlas, en favor de otros (médicos), de derechos que tras un largo, y sin duda doloroso, camino, habían adquirido, el ministro de Justicia es coherente con la doctrina que defiende la jerarquía de la Iglesia católica hispana. En el fondo, su paternal y sectario discurso se ajusta, o da alas, a manifestaciones como la contenida en una esquela (sin firma) que Abc publicó el 28 de diciembre: “Niños y niñas víctimas del aborto. Víctimas inocentes fallecieron en España durante el año 2013. D. E. P. Se ruegan oraciones, misas, sacrificios y obras de caridad por el eterno descanso de sus almas y por la conversión y salvación eterna de todos aquellos que directa o indirectamente, activa o pasivamente han sido la causa de estas muertes”.

No menos ofensivo me resulta lo que, según leo, manifestó el 29 de diciembre el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, cuando, en otro acto confesional en el que se utilizó un lugar público madrileño, defendió la familia cristiana frente a una “cultura de la tristeza” y de la “transitoriedad” en la que “ni siquiera el don de la vida se entiende como definitivo e inviolable” y frente a una “agobiante atmósfera intelectual y mediática”. Respeto el fondo compasivo de la Iglesia católica, no su historia ni las ideas de supervivencia feliz o eternamente castigada en que se basa, pero mi respeto se acrecentaría si dejase de intentar condicionar la política española y de decirnos a los demás cómo debemos engendrar, vivir y morir, además de cómo pensar. Nótese la referencia del señor cardenal a la “agobiante atmósfera intelectual y mediática”, que da a entender que considera lo intelectual y lo mediático como algo peligroso... siempre, claro está, que no se opine lo mismo que él. Con ese comentario, de un miembro prominente de una iglesia que siempre ha demostrado que sabe muy bien cómo utilizar en su favor los mecanismos mediáticos, el señor Rouco parece regresar a los oscuros y, creíamos, lejanos tiempos en que su religión condenó, de hecho o de opinión, a intelectuales-científicos como Galileo o Darwin.

Se ha dicho miles de veces que las leyes sobre el aborto —o, en su caso, terapias génicas, también combatidas; por supuesto, necesitadas de regulaciones legales, pero no por ello menos capaces, en un futuro próximo, de reducir el dolor— no obligan a ninguna mujer a abortar. Es más, aquellas que decidan continuar con gestaciones de riesgo, sean estos los que sean, deben recibir el completo apoyo de todos, creamos o no en sus convicciones. Es penoso concluir que España no terminará de ser una nación moderna, justa y equilibrada, mientras los credos religiosos —que deberíamos poder respetar— no se sitúen en los dominios que les son propios, lo que significa, entre otras cosas, que no dispongan de privilegios en los sistemas públicos de educación ni en concordatos. Desgraciadamente, esta es todavía una de nuestras asignaturas pendientes.

José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

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