Disección de una tormenta

La sequía tiene algo de absurda. Durante meses o años, uno ni siquiera es consciente de que llueve menos salvo que la lluvia sea imprescindible para su bienestar inmediato (por ejemplo, un agricultor acostumbrado a tomarle el pulso a la tierra). Después, con el paso del tiempo, uno sabe que no llueve tanto como sería necesario; a veces, incluso, repara en que no llueve sin más. Esa convicción es compatible con otra más desasosegante: nada de lo que hagamos hará que llueva antes o más a corto plazo. Aparentemente, sólo queda esperar. El absurdo roza el paroxismo cuando uno descubre que la lluvia mitigará algunos impactos pero el desafío genuino (la escasez estructural en amplias zonas), persistirá: la ausencia de lluvia sólo explica una parte del problema.

En 2011, Menchu Gutiérrez publicó su novela Disección de una tormenta. En ella, una serie de internos, en una institución que parece un psiquiátrico, espera una tormenta que no llega. No me aventuraré demasiado en paralelismos pero hay, al menos, una analogía básica: febrero de 2018 y llevamos años esperando que llueva. El presidente del Gobierno, los líderes de la oposición, distinguidos presidentes de comunidades autónomas, alcaldesas de las principales áreas metropolitanas del país, sus adláteres... Todos apelan, de modo esotérico, a la llegada de la lluvia. Pero, ¿y si el corazón del problema no estuviese ahí?

Disección de una tormentaEn realidad, en buena parte del territorio nacional (archipiélagos, litoral mediterráneo, amplias zonas del centro y el sur del país...), nunca ha llovido demasiado. Una cosa es fantasear con ser Dinamarca políticamente y otra, rayana en la locura, desear ser Irlanda en términos pluviométricos. Anhelar que llueva tiene algo de simplificación del desafío. Como decía Gutiérrez en su novela: «De todo lo que nos importa y no comprendemos terminamos por dibujar un mapa, alterando al hacerlo el verdadero tamaño de nuestra ignorancia».

El resultado de lo que ahora percibimos como un problema (la sequía) -los primeros decretos de sequía en la cuencas del Segura y el Júcar datan de mayo de 2015- es en parte la suma de un caída significativa de las precipitaciones, un aumento de las temperaturas e incluso vientos intensos en determinados momentos de 2017. Sin embargo, la explicación no se agota con aspectos meteorológicos.

El calentamiento global no es sólo inequívoco sino que, desde la década de los 50, muchos de los cambios que observa la comunidad científica internacional y su velocidad son inéditos. De los últimos 18 años más calientes desde que se dispone de registros, 17 se han dado desde el año 2000, de acuerdo al IPCC. En España, los tres últimos han sido los años más calurosos; 2017 fue el año más cálido con un aumento de la temperatura promedio más del doble por encima del incremento de la temperatura en el planeta (0,46ºC), medida sobre la media del periodo 1981-2010.

El año pasado fue, además, un año muy seco en el conjunto del territorio español. De hecho, 2017 fue, tras 2005, el segundo año más seco en más de medio siglo, derivando en la peor sequía en 22 años. Hay una paradoja interesante en estos datos, que comentaré más adelante: las cuencas más afectadas por la sequía (Segura y Júcar) vieron como las precipitaciones, a lo largo del último año hidrometeorológico, crecían notablemente.

La sequía meteorológica derivó en una hidrológica. A 6 de febrero, la reserva hidráulica española se encontraba al 42,1%, muy por debajo del promedio de los 10 últimos años. Como en las precipitaciones, hay diferencias por cuenca: mientras el Segura tiene un 15,8% de todo el agua que podría embalsar y el resto de las cuencas donde se han aprobado decretos de sequía están al 26,2% (Júcar) o 36,5% (Duero), dos cuencas cuyos decretos en principio son inminentes para principios de este año, como Guadalquivir y cuenca mediterránea andaluza tampoco están en una situación mejor. En contraste, en el Cantábrico, la sequía hidrológica se percibe hoy como una realidad ajena.

Segura y Júcar, que como comentaba antes son cuencas donde llovió más en términos relativos, son ejemplos nítidos de como la lluvia puede mitigar algunos problemas pero no los resuelve. A fin de cuentas, la sequía, incluso si es plurianual, es una manifestación coyuntural de un desafío estructural. Como en las sequías de los años 40 (1941-1945), los 80 (1979-1983), los 90 (1990-1995), o la década previa (2001-2003 o 2004-2007), la caída de las precipitaciones, como fenómeno meteorológico significativo, o incluso factores climáticos más estructurales, propios de nuestras coordenadas, sólo explica una parte del desafío y, en ningún caso, la más relevante.

Hay, al menos, dos elementos más que uno debería tener presente para completar un análisis menos meteorológico pero también menos hechicero, necesariamente más complejo: por un lado, nuestra sociedad tiene muy buenos incentivos para tomar malas decisiones en relación al agua; por otro, hay un fallo sistémico de gobernanza, que deriva en problemas serios no ya para resolver conflictos sociales o territoriales en torno al agua (que los hay y de toda clase), sino para alinear los intereses individuales con los objetivos sociales que decidimos colectivamente.

Si uno observa nuestro modelo productivo, verá cambios sustanciales en las últimas décadas. En 1970, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), la agricultura y la pesca representaban el 11% del PIB y casi uno de cada tres empleos. En 2016, la agricultura había caído hasta el 2,6% del PIB y su peso en el empleo era residual, mientras que los servicios se habían convertido en un sector absolutamente dominante.

Uno podría pensar que esta terciarización de la economía, desde un modelo más extractivo, tendría que haber mitigado las presiones sobre los recursos hídricos y, en general, sobre nuestro capital natural. No es así: siete de las 10 cuencas hidrográficas de la Unión Europea con mayor estrés hídrico (brecha entre la disponibilidad del recurso, en cantidad y calidad, y las demandas presentes y futuras) están en España.

Tenemos ventajas comparativas en relación a ciertas actividades económicas (agricultura, turismo, etc.). Nuestra agricultura representa el 16% del valor añadido bruto de ese sector en la UE, en un país con dos terceras partes del territorio nacional en riesgo de desertificación. El turismo, por otro lado, es presentado, con razón, como un caso inequívoco de éxito macroeconómico, con más de 80 millones de visitantes solo el año pasado. Sin embargo, ambas actividades y otras, imponen presiones intensas sobre los recursos hídricos: sobreexplotación de acuíferos, contaminación puntual y difusa de las aguas, etc.

Hay mucho de inmadurez en pretender que los problemas los resuelva la lluvia cuando en realidad la mayor parte de los desafíos responde a nuestras decisiones. Las soluciones pasan por reconocer el reto generacional ineludible de la adaptación al cambio climático, elevar el perfil del agua en las discusiones sobre el modelo productivo, entender que la seguridad hídrica a largo plazo es el verdadero desafío, profundizar en la eficiencia en el uso de agua, completar las medidas de oferta con una adecuada gestión de la demanda, recuperar ecosistemas acuáticos dañados, avanzar en el reúso de aguas residuales regeneradas, comprender que las ciudades no pueden obviarse en la discusión sobre la gestión del agua a nivel nacional, modificar incentivos perversos y diseñar otros para un comportamiento más sostenible.

Gonzalo Delacámara es profesor de Teoría Económica de la Universidad de Alcalá, director académico del Foro de la Economía del Agua y coordinador del Libro Blanco de la Economía del Agua (McGraw Hill, 2017).

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