Diseño electoral en beneficio propio

Lo que llevamos de 2014 está resultando asombrosamente jugoso en términos de manipulación electoral. Primero fue Cospedal en Castilla la Mancha. Tras ello vino el amago del Gobierno Rajoy —todavía en el aire, por cierto— de agraciarnos con una ley electoral municipal calcada a aquella de Berlusconi que los italianos bautizaron ipso factocomo “la cerdada”. Un gran modelo, sin duda. Y se oyen, por último, rumores de que en Murcia acarician la idea de introducir un nuevo sistema poblado de pequeñas circunscripciones surgidas literalmente de la nada. En los tres casos, el beneficiario seguro de las reformas sería el partido que las promueve, el PP.

Y es que, al contrario que el fraude, la manipulación electoral no es ilegal, sino todo lo contrario: es hacer la ley. Consiste en diseñar una ley electoral, aprobarla y ponerla en práctica para beneficiar al propio partido (o partidos) que la saca adelante. Se hace a plena luz… pero no la vemos.

¿Por qué? Los motivos son muchos, pero el fundamental es el de siempre: ignorancia, desconocimiento, oscuridad. Por eso resulta ineludible una ilustración electoral, un conocimiento básico, accesible a la ciudadanía, de los conceptos fundamentales relativos al proceso de elegir, que es sin duda uno de los momentos esenciales del ideal democrático. Una ilustración referida tanto a las técnicas de manipulación como a los principios democráticos básicos que toda ley electoral debería respetar. No hay aquí espacio, por desgracia, para desgranar las variadas técnicas. Bastará señalar su singular poderío: en los tres casos mencionados, la gente va a votar menos al PP, pero el PP va a lograr más escaños que antes. Así conciben algunos, por lo visto, la idea de regenerar la democracia.

En cuanto a los principios, hay uno especialmente caro a la teoría de la democracia, el voto igual. En España la Constitución lo recoge, pero solo a título ornamental. En realidad tenemos el voto más desigual de toda Europa, y uno de los más desiguales del mundo. Tiene sentido, porque si los ciudadanos de este país tuviéramos garantizado un voto igual, la manipulación sería mil veces menos sencilla de llevar a la práctica.

En otros lares no ocurre lo mismo. Un ejemplo perfecto de lo que significa que un derecho deje de ser una vaguedad jurídica perfectamente metafísica y se convierta, de la noche a la mañana, en un derecho justiciable con todas las de la ley lo ofreció Estados Unidos en los años 60. Allí tenían con la desigualdad del voto un problema idéntico al que tenemos en España. Entre nosotros, como es sabido, para elegir un escaño en Soria bastan unos 25.000 votos, mientras que para elegirlo en Barcelona hacen falta 130.000. Con los distritos electorales estadounidenses ocurría exactamente lo mismo. Pero ahí uno de los ciudadanos perjudicados se fue a los tribunales y alegó que se estaba violando su derecho al voto igual. Y la cosa llegó al Tribunal Supremo.

Lo primero que tal tribunal tuvo que decidir es si aquello era una cuestión justiciable. Esto es, si ahí se encontraba envuelto un derecho, y por tanto el Tribunal Supremo debía inmiscuirse y protegerlo, o si no había derecho alguno y todo era una cuestión política que debían solventar los políticos. El Tribunal se pronunció en 1962, en la sentencia Baker vs. Carr. Y lo que dijo fue que por supuesto que ahí había envueltos derechos fundamentales, y que por tanto la cosa era justiciable.

Pero hubo que esperar a una segunda sentencia para que el Tribunal entrara en el asunto, es decir, para que hiciera justicia con lo que ya era justiciable. Fue en 1964, en la sentencia Wesberry vs. Sanders. Allí las palabras del juez Warren, presidente del Tribunal, delinearon para siempre el principio del voto igual: “los legisladores representan a la gente, no a los árboles ni a las hectáreas. Los legisladores son elegidos por la gente, no por las granjas, ni por las ciudades ni por los intereses económicos”. Qué simple, pero qué magnífico a la vez, ¿verdad?

Esa sentencia —una sentencia emitida por un Tribunal independiente del poder político— tuvo un efecto similar al de un terremoto electoral. Imagínense ustedes. Tardaron décadas en delimitar de nuevo todos los distritos y en hacer así que los estadounidenses tuvieran garantizado el voto igual. Y todo porque un ciudadano, uno solo, acudió al juzgado de su localidad y al final del proceso un tribunal independiente le dio la razón a él contra todo el sistema político. Se llama Estado de Derecho, y a veces funciona. Y, cuando ocurre, es sencillamente maravilloso.

Pero aquí, ¡ay!, aquí la W que nos ha tocado en suerte no es la W de Warren… sino la de W de Wert. Aquí no sólo es que el voto desigual se permita y que no haya mecanismos jurídicos para erradicarlo. Aquí es que se defiende públicamente su conveniencia, como si fuera algo normal y no la vulneración de un principio democrático elemental. Vean, en estas mismas páginas, el artículo de José Ignacio Wert Sistema Electoral, entre equidad y eficacia, del 20 de abril de 2010. Encontrarán en él una inusitada defensa del voto desigual en aras de cierta “eficacia”… que consiste en que el PP y el PSOE se turnen en el poder. Y si para ello el voto de unos españoles ha de valer menos que el de otros, pues nada, adelante. Cero problemas.

Es esa absoluta incomprensión de lo que significa la expresión “derecho” —algo que por definición no se puede sacrificar ni lesionar— y el correspondiente olvido del núcleo moral de la voz “democracia” lo que explica la formidable crisis de representación que nos aqueja. Una incomprensión y un olvido que comparten los dos grandes partidos, no solo el PP. Porque las reglas del sistema electoral para el Congreso, que son las decisivas, están manipuladas desde su origen —en el último gobierno franquista, nada menos— y se han mantenido desde entonces a beneficio del bipartito.

Algo que, como es sabido, comenzó a cambiar con el 15M. El sistema electoral (circunscripción única y listas abiertas) era y es su primera reivindicación. Aunque sin duda es pronto para saber qué pasará, si la formidable repolitización de la sociedad que entonces inició su andadura logrará cambiar las cosas o si todo volverá por donde solía, no lo es para afirmar que, pase lo que pase, la razón democrática no está con los que asumen como normal la manipulación de la ley electoral en beneficio propio, sino con los que desean que todos, también los que no piensan como uno mismo, estén representados por igual. A eso le llaman democracia y sí lo es.

Jorge Urdánoz Ganuza es Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra. Acaba de publicar "Veinte destellos de ilustración electoral (y una página web desesperada)", un ensayo sobre nuestro desdichado modelo representativo (Serbal).

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