Por Carlos Rodríguez Braun, catedrático de la Universidad Complutense (ABC, 02/05/06):
Lejos de ser un valiente que nadó contra corriente, estuvo siempre al amparo del poder. Lejos de ser un modesto amigo de los pobres fue un exquisito amigo de los ricos y potentados...
EL célebre economista estadounidense, aunque nacido en Canadá, John Kenneth Galbraith, acaba de morir a los 97 años. Muchos de los méritos que se le atribuyen son infundados.
La corrección política lo ha aplaudido en tanto que «progresista» y «partidario de la justicia y la libertad»; subrayó incluso su «compromiso civilizatorio». Lo que Galbraith hizo fue apoyar dictaduras comunistas, y no en sus inicios sino cuando ya había pruebas suficientes sobre sus atrocidades. Pocos años antes de la caída del Muro de Berlín saludó los «notables avances económicos» de la Unión Soviética. En un libro publicado en los años setenta, Pasajero en China, púdicamente ignorado en sus ditirámbicas necrológicas, cantó las delicias de la tiranía china, negó el hambre provocada por Mao y sus secuaces, y se emocionó ante la «pequeña diferencia entre ricos y pobres» y ante el «sistema económico sumamente eficiente» que no denunció que sometía al pueblo chino a masivas privaciones y crueldades sin cuento.
Lejos de ser un valiente que nadó contra corriente, estuvo siempre al amparo del poder. Lejos de ser un modesto amigo de los pobres fue un exquisito amigo de los ricos y potentados, desde Kennedy, que lo nombró embajador, hasta Katharine Graham, la acaudalada y poderosa propietaria del Washington Post. Más que un adepto a la democracia fue un adepto al Partido Demócrata, que le confirió, desde Roosevelt hasta Clinton, honores y cargos. Lejos de ser un francotirador marginado y minoritario fue un reverenciado catedrático de Economía durante décadas en Harvard, y que contó siempre con el cariño del público que compró sus libros por millones. Las virtudes que se le asignan, pues, encajan mejor con un Mises solitario en Nueva York, o con un Hayek que no enseñó economía en Chicago y al que sólo la longevidad y las grietas del «socialismo de todos los partidos» le permitieron recibir merecido reconocimiento popular y académico. El azar de su coincidente fallecimiento hace que pueda ser comparado con Revel, que sí nadó contra corriente.
En cuanto a su papel como economista también prevalece una opinión equivocada sobre la supuestamente hostil reacción de sus colegas, lo que es asombroso considerando que fue nombrado nada menos que presidente de la American Economic Association. Aún más absurda es la fantasía de que no recibió el premio Nobel por sus doctrinas antiliberales. En otros campos dicho premio es ideológicamente sesgado, como lo prueba el conocido hecho de que a Borges le cerraron la puerta, pero no a notorios amigos de dictadores comunistas, como García Márquez o Saramago. Este sesgo, por fortuna, no existe en mi profesión -puede verse «Sobre el Premio Nobel de Economía», en Panfletos Liberales.
Galbraith ha sido descrito como «un gran economista». Otra vez, esto no es evidente. En no pocas de sus obras abunda la arrogancia -he reseñado algunas en ABC y otros lugares (A pesar del Gobierno)- y no me ha impresionado su solvencia: sus historias del pensamiento económico, como La era de la incertidumbre o Historia de la economía, dejan bastante que desear. Fue sin duda un economista enemigo de la libertad. Y desde muy temprano, cuando respaldó y practicó el control de precios, y con escasa presciencia asesoró a los aliados y pronosticó que el programa liberalizador diseñado por Erhard y los suyos, el programa que daría lugar al «milagro alemán», ¡no iba a funcionar!
Pero el control de precios, naturalmente, tenía una tradición milenaria. ¿Qué cosa aportó Galbraith, además de su apoyo a tan ineficaz y poco original expediente? Siguió a Keynes en su posición intervencionista, y siendo el inglés el economista más influyente del siglo difícilmente cabe premiar a Galbraith por su originalidad e iconoclasia. El llamado pensamiento progresista ha asegurado que es digno de aplauso por haber fomentado la «humanización de la economía», pero es recomendable eludir las etiquetas, sobre todo dada la habitual propensión de los recelosos de la libertad a apropiarse de la ética. Galbraith atacó el mercado, el capitalismo, las empresas, y el individualismo. Podríamos llenar varias Terceras sólo con nombres de celebridades que compartieron con él estos ideales, como (lo siento, progresistas) Stalin o Hitler o Castro, pero no podríamos fácilmente y sin violar la lógica concluir que la humanización es su característica sobresaliente.
En cuanto a la crítica a la economía libre a partir de El crac del 29, otro de sus libros, abunda en la dudosa hipótesis sobre la culpabilidad del mercado, como si el sistema bancario y la política de la Reserva Federal carecieran de responsabilidad, y como si el idolatrado Roosevelt hubiera resuelto la crisis, en vez de prolongarla. Con La sociedad opulenta apoyó otro estímulo para el intervencionismo: la absurda idea de que los Estados son débiles y los individuos títeres consumistas de la manipulación empresarial; con análogamente endeble fundamento el pensamiento único nunca celebra el consumo como manifestación de riqueza sino que lo condena por egoísta, irracional y depredador. No fue original en su obra más famosa, El nuevo Estado industrial: la separación entre propiedad y control de las empresas ya había sido planteada mucho antes por Berle y Means -y popularizada por Burnham- y cuyo borrado de fronteras entre lo público y lo privado merced a la «tecnoestructura» es no sólo cuestionable sino justo lo que necesita el primero para crecer a expensas de lo segundo.
Su crítica a la ciencia económica puramente asignativa y matemática, bien planteada, es provocadora y en gran medida correcta, pero casi arremete contra cadáveres. Si algo probó el siglo XX es la diversificación de dicha ciencia y su gradual alejamiento de las rigideces neoclásicas. Mostró Galbraith la esterilidad del institucionalismo, que de hecho se agotó con él, y dio lugar al nuevo y fértil (y, lo siento, progresistas, más liberal) neoinstitucionalismo que parte de Coase -por cierto, otro nonagenario, pero de fama injustamente pálida comparada con la de Galbraith. Ha sido saludado como inventor de la imbricación política de la economía, como si a Buchanan le hubieran concedido el Nobel porque pasaba por ahí.
Curiosamente, no he visto señalado por nadie, y desde luego menos por Galbraith, el hecho interesante, aunque quizá incómodo, de que su análisis sobre catástrofes monetarias, en Breve historia de la euforia financiera y otros trabajos, tiene un inequívoco aroma de la más liberal de las escuelas económicas, la austriaca, que él denostó pero que precisamente ha enfatizado en el sistema bancario de reserva fraccionaria como la fuente de ciclos y crisis, reserva que brota del privilegio y no tiene nada que ver con el mercado libre.
Una última prueba del respaldo de que gozó este supuesto rebelde es la entrada que sobre él escribió Lester C. Thurow en el New Palgrave a finales de los ochenta, y que resulta tan cariñosa como desopilante. Recuérdese el momento y matícese el presunto carácter científico de los economistas. Apoya Thurow los tópicos sobre lo malo que es el mercado para los pobres, y la tendencia, completamente ficticia, a que los Estados reduzcan apreciablemente su peso en la economía y la sociedad. Pero añade que como los libros de Galbraith se vendieron en Japón incluso mejor que en Estados Unidos, ello se debe al mayor intervencionismo japonés ¡y a que dicho sistema funciona mejor! Una década después sus líneas resultan irrisorias, pero conviene recordarlas porque integran un diccionario sumamente prestigioso: «La más planificada economía japonesa supera a la menos planificada economía americana».
Galbraith fue un avezado publicista, claro en sus explicaciones, y una persona encantadora, culta y educada. Ningún otro economista fue más querido por políticos, intelectuales y periodistas, que secundaron entusiastamente su rabiosa oposición -con Reagan tanto como con Bush Jr.- contra la reducción de impuestos, medida que fomenta la prosperidad de todos pero que según él y la multitud progresista es perversa porque sólo favorece a (¿no lo adivina usted?) «los ricos».
Fue, como apuntó Blaug, el economista más alto y el que más libros vendió. Pero a estos últimos cabe aplicarles en parte lo que su admirado Keynes escribió sobre otro economista antiliberal: «Uno se acerca a un nuevo libro del señor Hobson con sentimientos ambivalentes, en espera de ideas estimulantes y de una fructífera crítica de la ortodoxia desde una perspectiva personal e independiente, pero aguardando también mucha sofistería, confusión y pensamiento petulante».