Disfrutar no es pecado

La próxima apertura del Vatican Mall, un centro comercial cercano a la plaza de San Pedro de Roma, ha suscitado un comprensible malestar en la Santa Sede. No solo se asocia una marca al aura de un espacio religioso milenario que, como reza su lema comercial, está situado “En el centro del mundo”. Cabría añadir del mundo cristiano o católico, ¿no? Bien, pues quizá no, pues desde los años 80 del siglo XX, el ecumenismo de las naciones está muy vinculado al consumo, en clara rivalidad con los valores éticos y políticos que vertebraron el siglo XX. ¿Y si el centro del mundo actual fuera una utopía fashion transnacional y los logos el esperanto de la nueva Internacional Consumista? El consumo ofrece pautas para generar una identidad visual y un marco de conexión intercultural de ideología capitalista de gran importancia económica y sociológica, y con un gran potencial para la banalización.

Disfrutar no es pecadoEn una memorable secuencia de la película Roma, Fellini esceni­fica un desfile de indumentaria religiosa que invierte irónicamente la apropiación de la retórica y la iconografía religiosa que realizan las industrias de la moda, la belleza y el lujo. La afinidad electiva entre religión y sistema económico que estableció Max Weber al vincular la doctrina de la justificación del protestantismo con el nacimiento del capitalismo, la llevó Walter Benjamin un paso más allá al caracterizar el capitalismo como un culto religioso puro, en tanto trata de cumplir con algunos de los objetivos de lo que denominamos religión: dar respuesta a la angustia y a la inquie­tud dotando de sentido al mundo y a nuestra existencia.

Así, los diseñadores se presentan como médiums del zeitgeist de los tiempos cuyo significado se encarna en las identidades ideales de las modelos, cuerpos técnicos de una estética —entendida como ordenación sensual e identitaria— al servicio de la liturgia de mercancías fetichizadas. El objeto adquiere una función sacramental que religa al comprador con la comunidad de elegidos. Términos como ritual, adoración, sabiduría, iluminación, eternidad, magia, sagrado, milagro, purificación, iniciación, salvación, armonía, visión, perfección, equilibrio, misticismo, amor, bondad y luz, son habituales en el marketing de productos de belleza y perfumes, amén de imágenes provenientes de la iconografía de diversas religiones. Asimismo, las connotaciones morales con las que se promueve la observancia fiel a las dietas y otras reglas estéticas premian el autocontrol del “templo del cuerpo” como substitución de la auténtica búsqueda del sentido de la vida.

La palabra glamur devino de la corrupción de grammarye, del inglés antiguo, y significaba magia, encantamiento, hechizo o conjuro, pues el alfabetismo de los letrados les confería un brillo sobrenatural de poder y autoridad que les distinguía del pueblo desposeído y analfabeto. Del prodigio del poder real al glamur de un puñado de modelos e influencers hay un abismo de ficción basada en el narcisismo y el dinero o, mejor dicho, en su falta. Las astronómicas retribuciones de “diosas” fashion (o deportistas de élite) y su estilo de vida seducen principalmente a aquellas capas de población que distan mucho de poseerlas. En la era de la comunicación visual, se idolatra la riqueza buscando una orientación existencial que nunca será saciada.

Son muchos los esfuerzos para “limpiar los altares”: marcas que ensayan una producción ética y sostenible de productos, llamadas a la responsabilidad del consumidor, recuperación de técnicas artesanas slow, activismo estético. Se está logrando concienciar y modificar nuestro inconsciente óptico y avanzar cierta consciencia ética y medioambiental. No es poco, pero hay más. Hace unas semanas, en estas páginas, Daniel Innerarity llamaba a la izquierda a reformular el placer y la propiedad, distanciarlo de su visión individualista y burguesa y resignificarlo como gozo compartido en sociedades justas e igualitarias. A mi entender, forma parte de ese reto desligar el placer del marco consumista sin caer en la condena puritana. Disfrutar de unos buenos zapatos, un perfume o un vestidazo, no es pecado.

En el Paseo de Gracia de Barcelona, me conmovió oír a un niño de unos diez años decir: “Mamá, ¿podemos entrar en el palacio de H&M?” Desde entonces me pregunto qué le ofrece mi sociedad a este niño, más allá de las lentejuelas rosas y el Porsche (sin despreciar ninguno de los dos). Para desligar goce de consumo, propondría varios pasos. A pesar de la dificultad para cubrir necesidades materiales básicas y de la ubicua fetichización de los objetos, no solo se vive de pan. A los sueños hay que alimentarlos. Sin embargo, consumimos alimentos culturales distópicos que, más allá de alertar sobre peligros reales, operan como un outlet para el miedo, desactivándolo sin ofrecer alternativas nutricionales al despreocupado “cielo” de Vogue. Imaginar utopías genera esperanza en el futuro y ganas de vivirlo.

Continuar analizando críticamente el consumo como vector de construcción identitaria, dado que en nuestra cultura visual —heredera de la Grecia clásica— la presentación social del cuerpo es fundamental para definir la identidad. La sociología del cuerpo se topa con dos prejuicios relacionados: por una parte, el rechazo de ciertos sectores del feminismo clásico hacia el consumo y la moda, con la consiguiente simplificación y pérdida de capacidad analítica y reactiva ante un vector normativo de primer orden; por la otra, la persistencia entre la intelectualidad de la división jerárquica mente/cuerpo —también herencia clásica— conforma una mentalidad que desprecia lo simbólicamente asociado con la corporalidad (y la feminidad) por considerarlo irracional e irrelevante, cuando no maligno y engañoso.

Dar más valor social y mediático al conocimiento que a la moda y el espectáculo mediante formatos interdisciplinarios e innovadores, conceptual y visualmente que fidelicen al público habitual y, muy importante, seduzcan a nuevos públicos alienados por una visión elitista, anticuada y soberbia de la cultura. Herencia y contracultura: re-visiones críticas a debate. Un vector de innovación: cumplir de una vez por todas con la Ley de Igualdad de género del 2007 aseguraría la paridad y, junto a la adopción de la perspectiva interseccional de género, garantizaría los derechos culturales de más de la mitad de la población, pues no solo protegen el acceso a la cultura, sino también la participación y la contribución.

Para desactivar la relación entre consumo y ciudadanía, propongo conocer, valorar, agradecer y celebrar los derechos humanos conquistados durante generaciones en un contexto mundial en el que las posibles comparaciones desfavorables son demasiadas: la represión de las mujeres en países como Afganistán o Irán, o el sufrimiento de poblaciones que viven en el caos, el exilio y la guerra son solo un par de ejemplos. No hay más que ver el dolor impotente ante las pérdidas humanas en el Mediterráneo o las emocionadas reacciones ante la rebelión de las mujeres iraníes para captar la inmensa necesidad pública de reconocer causas globales y unirse a ellas. La alegría colectiva por la libertad de la que sí gozamos no es solo fuente de mesura y poderoso motor político, es también fundamento para erigirle un verdadero palacio al niño.

Para finalizar, sugeriría un poco de compasión con las personas que confunden el becerro de oro con la divinidad. Quizá su única esperanza resida en hallar un diamante en el barro. Quizá nuestro trabajo sea limpiar el barro sin denostar ni el diamante ni su búsqueda. Ya saben, quien esté libre de culpa…

Patrícia Soley-Beltran es doctora en Sociología, gestora cultural, consultora y autora de ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras (Premio Anagrama de Ensayo 2015).

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