Disney era trumpista, Hulio

El libro de la selva (Disney, 1967).
El libro de la selva (Disney, 1967).

Corren malos tiempos para la lírica. Para las dos o tres dimensiones. Para los animales que hablan y para todos aquellos que crecimos inspirados por el Disney más canalla. Porque hay un Disney de princesitas y de ciervos maniqueos y pusilánimes, y hay otro Disney del Rey Louie, de Thomas O'Malley, del oso perezoso Baloo (un liberado sindical de la jungla) y de los cuervos nihilistas y cachondos que Kipling ni se imaginó. Ese es quizá el Disney que más nos interesa; Mickey Mouse es un populista cayetano de primera en tanto que el Pato Donald, bipolar y atrabiliario, diría que sí, que sí nos representa.

Toda esta panoplia de criaturas animadas que saco, y que llevamos grabadas en el hipotálamo, viene a a cuenta de que la compañía ha decidido censurar Dumbo, Peter Pan y Los Aristogatos a los menores de siete años. A los infantes a los que se les quiere tener engañados con cuentos de hadas y con algo así como la idea/fuerza de que la vida es un cartel de Benetton. Que hay que arrodillarse por los pecados de los maderos nazis, y que en realidad en el gueto se está muy bien con la gorra hacia atrás y que Joe Biden (un hombre con ojos vivos y cansado como de actor británico del propio Disney) traerá una prosperidad del copón en esta era de Acuario o de la pandemia con nuevos aplausitos.

Lo sustancial aquí es que los pedagogos y Progrewood entero han decidido que las películas de Disney, con sus lecturas varias, son algo así como un catálogo de tics racistas e inapropiados. Entonces es cuando uno se pone con más afán a fijarse en los detalles de las películas: los cuervos en una tormenta en El libro de la selva con los acentos del español más rasgado, del argentino al andaluz; o el flirteo de ese Pijoaparte gatuno (personaje de novela del XIX) que es el gato arrabalero de Los aristogatos que va a una buhardilla parisina a escuchar jazz en una escena memorable, de esas por las que merece la pena aspirar a una novia formal. Se trata de ir creando una colección de enanos mentales desde la más tierna infancia, y ya vamos viendo que ponerle a un bambino ciertas películas es ir a contracorriente y hacer guerra cultural.

Que nadie se engañe, Simón es el ejemplo paradigmático del Disney que nos quieren imponer a los niños. Y en esto, como en todo, la civilización occidental se retrae a un grado sumo de gilipollez compartida. Lo cual que uno se imagina a los antiguos guionistas de Disney, del Disney doblado por Tin Tan (un excelente crooner mexicano), pasados de láudano y haciendo escenas memorables y se piensa, también, en los storyboards de hoy mismo, acongojados de lo que puedan decir en el New York Times o en Hollywood de tal o cual escena que no pase el filtro mental de las arrugas mentales y los trajes caros de Nancy Pelosi.

La realidad es que Disney, congelado, debe estar contento con la interpretación siglo XXI de su tinglado. La cosa es que el bueno de Walt era un sudista de narices, un trumpista anacrónico y Disneylandia, Auschwitz.

Y nosotros sin saberlo, Hulio.

Jesús Nieto Jurado

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