Disparar a Trump para rematar a Biden

 Simpatizantes de Donald Trump muestran una camiseta de apoyo al candidato republicano. EFE
Simpatizantes de Donald Trump muestran una camiseta de apoyo al candidato republicano. EFE

Un lobo solitario, dirían los especialistas en atentados terroristas. En este caso, no se trata de eso, sino de un muchacho recién estrenada la veintena que seguramente haya pasado meses imaginando en su mente cómo sería matar a Donald Trump. Es lo común en este tipo de violencias. El perpetrador no suele actuar por un impulso inmediato, sino por una realidad que recrea una y otra vez, durante tiempo previo al atentado, al cerrar los ojos y verse de protagonista, tal vez «cambiando el mundo». Con seguridad, meses antes habría practicado el tiro al blanco, simulando tener delante a Trump, ese muchacho de Pensilvania, residente en la vecindad del mitin donde el candidato a renovar presidencia estadounidense ha estado a punto de morir por una bala disparada desde un fusil de asalto, un arma de guerra. Sin antecedentes penales y sin declararse, por ahora, la explicación para su atentado, el asesino sí fulminó de un disparo la vida de un asistente cualquiera al acto político, un bombero en la cincuentena, acérrimo seguidor de Trump, que acudía a la arenga junto a mujer e hija, a quienes protegió con su cuerpo antes de resultar muerto por un disparo errático probablemente fruto de la impericia del tirador.

Atentado frustrado poco antes de que la Convención Nacional Republicana nomine a Donald Trump como candidato indiscutido del partido a las elecciones presidenciales estadounidenses del próximo 5 de noviembre. Si el intento de asesinato se hubiera producido contra el otro aspirante presidencial, Joe Biden, cabrían pocas dudas de que la Convención Nacional Demócrata, que tendrá lugar el mes próximo en Chicago, lo aclamaría para ganarle la presidencia a Trump. Un Biden cuestionado por sus evidentes traspiés cognitivos que ponen, al menos, en duda el desempeño mental que se supone requerido a las exigencias de una presidencia estadounidense.

Si hubieran disparado a Joe Biden, con la bendita providencia de sobrevivir, el clima de controversia, de duda, de derrota, que actualmente se vive en el Partido Demócrata, y en sus aledaños de donantes y apoyos públicos, respecto a la aptitud y a la actitud (de resistir a toda costa) de su candidato a la reelección se habrían trasmutado, de inmediato, en euforia por los réditos electorales que un atentado aporta a un aspirante que no muere en el intento. Por mucho que repugne, tal que así es la ecuación de utilidad. Desde el principio ha sido, y continúa siendo, un atentado contra Trump, y no el asesinato de un bombero que acudía con su familia a un mitin de su ciudad, ni las heridas de gravedad infligidas a otro simpatizante del común que también había ido a escuchar a su candidato.

Tampoco dedicará Trump en sus próximas alocuciones un llamamiento a reformular el control de armas en Estados Unidos. Es casi un pronóstico que Biden orillará igualmente la cuestión. El debate sobre el derecho a portar armas en el país del joven asesino de Pensilvania, muerto en su acción de magnicidio por la evidentemente tardía reacción de las fuerzas de seguridad en la protección a Trump, está congelado. Y si lo está, si no es de interés, es porque no proporciona réditos electorales, como sí parece hacerlo la utilización de un arma de guerra por un posadolescente de nombre Thomas Matthew Crooks para matar a un expresidente y futuro mandatario.

Por ahora se ignora la motivación del fallecido joven homicida para encaramarse a un tejado, a la vista pública sorteando fallos del Servicio Secreto y de las policías, con un fusil de asalto en la mano, y disparar en ocho ocasiones con la presunta intención de matar a Trump. No esperemos grandes relatos épicos. A la luz de la historia estadounidense de violencia contra sus presidentes, lo más triste será constatar que el atentado no tenía demasiada justificación elaborada, más allá de una fantaseada épica, cuando no ideación delirante, de hacerse un hueco entre los fotogramas de la continua filmación que parece ser la vida estadounidense, magnificada contemporáneamente esa sensación por la sobreexposición garantizada por las redes sociales. Lo que parece presumible es que Thomas Matthew Crooks no estaría pensando en acabar con las pocas opciones que le quedaban a Biden de equilibrar sus posibilidades ante Trump en la carrera presidencial.

No es descartable, en ese espejismo lunático que le presuponemos al asesino, que su pulsión fuera despejarle el camino a Biden eliminando, físicamente, a Trump. De la cabeza de un adultescente armado con un fusil tipo AR-15 y con la mente inundada de realidades paralelas, cualquier sorpresa puede esperarse. En cambio, el efecto logrado por el homicida, a costa de la vida de una persona y del trauma lesivo de otra, servidos ambos, muerte y trauma, para exaltación de una nación que celebra en intención de voto exultante el halo milagroso de un Trump que emerge triunfante del bajo vientre de su atril mascullando entre sangres un «fuck», es que Biden sea ya un zombi electoral, sin opción siquiera a un sustituto kamikaze de última hora.

Andrés Montero Gómez, expresidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia.

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