Dispersión espacial

Las hipótesis o previsiones sobre cómo será el mundo del mañana -el posterior a la pandemia del Covid-19 que estamos padeciendo- recuerdan las utopías protosocialistas del siglo XIX, la distopía de Georges Orwell, los múltiples estudios de prospectiva -las megatendencias, por utilizar la terminología de la época- del último tercio del siglo XX o el todo seguirá igual con algún cambio -fusiones, reconversiones e innovación- del capitalismo liberal. Nada nuevo. Hoy como ayer, a los futurólogos no les preocupa adónde vamos, sino adónde nos quieren llevar.

En cualquier caso -más allá de la prospectiva y sus pesquisas-, existe un ámbito en que ya se percibe, con cierta nitidez, el futuro que nos aguarda. La ciudad. Un futuro que ya se advertía antes de la pandemia y que la aparición del coronavirus no ha hecho sino acelerar. Esa ciudad -conviene definir el concepto para evitar cualquier confusión al respecto- que Aristóteles entiende como una comunidad de individuos cuya finalidad es el establecimiento de una relación recíproca que conduce a la vida buena. Aristóteles en la ‘Política’: «La comunidad perfecta conformada a partir de varias aldeas es la ciudad, de la cual puede decirse que llega al límite de la autosuficiencia completa, en la medida en que surgió para la vida, pero existe para la vida buena». La pandemia del Covid-19 está propiciando y facilitando -con la colaboración necesaria de la demografía, la tecnología digital y la movilidad- la realización efectiva de la idea aristotélica de ciudad.

Vale decir que la ciudad aristotélica -un conjunto de aldeas considerado como una cosa natural o un ser vivo-, caracterizada como ‘autosuficiencia completa’, incluye un territorio limitado y compartido, una asociación de personas que deciden gobernarse a sí mismas mediante una legislación que garantice la convivencia, un acuerdo para la defensa mutua, y un espacio en donde realizar las transacciones económicas. Por decirlo a la manera de Max Weber, la ciudad es «autogobierno político y mercado». Y algo más, añadiría Aristóteles: la preocupación por los otros y la colaboración con los otros. La virtud, diría nuestro filósofo. Cosa que propicia oportunidades de vida y facilita una vida privada y pública en un marco de convivencia. El modelo aristotélico de ciudad -dejando a un lado las diversas ciudades felices dibujadas sobre el papel durante los últimos dieciocho siglos- permaneció en estado de letargo hasta las primeras décadas del siglo XX.

El Plan Voisin (1925) y la Cité Radieuse (1933), diseñados ambos por Le Corbusier, así como las recomendaciones de la Carta de Atenas (1933), redactada por el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, promovían una ciudad de aire aristotélico que pretendía mejorar la calidad de vida de los ciudadanos en un determinado espacio. Si Le Corbusier afirmaba que la ciudad debía tener «cielo, espacio, árboles, acero y cemento», la Carta de Atenas sostenía que la planificación urbanística moderna debía satisfacer «cuatro funciones: vivienda, trabajo, ocio y transporte». Se trataría, parafraseando a Aristóteles, de alcanzar un ideal de ciudad contemporánea que favoreciera el acceso a la vida buena.

El proyecto de Le Corbusier no se plasmó en la realidad -aunque, sí inspiró muchos planes urbanísticos- y las recomendaciones de la Carta de Atenas han ido tomando cuerpo en formas diversas. El resultado, para bien y para mal, como señala Ricky Burdett en ‘Shaping Cities in an Urban Age’ (2018), ha sido la aparición de unas megalópolis compartimentadas en diversos lugares del planeta como Corea del Sur, India, Ruanda, México, Brasil, Turquía, China, Indonesia o Malasia. Vale decir que Europa va a la zaga. La consecuencia o efecto, en palabras del arquitecto y urbanista británico: «Separación funcional, enclavamientos, sistemas urbanos cerrados, edificaciones inflexibles limitadas por espacios públicos sin vida, erosión del ámbito público, reducción de las transacciones cotidianas y de los encuentros no planificados». Esto es, «la eliminación de la esencia de la vida de la ciudad, la debilitación de la experiencia urbana cotidiana, la negación del sentido de la urbanidad y del potencial de la condición de la ciudad». En definitiva, la megalópolis -densidad de población extrema, fragmentación funcional del espacio urbano e incomunicación humana- está transformando la ciudad en una realidad viscosa en la que puede desaparecer, incluso, el sentido de comunidad. Una ciudad -una megalópolis- en que, a lo sumo, sacando a colación a Emmanuel Lévinas, se percibe «la vecindad de los extraños». De la vida buena aristotélica a la mala vida de la megalópolis. Detengámonos en ello. La alternativa, al final.

En el recuento demográfico del United Census Bureau, la población mundial, a mediados de julio de 2021, llegaba a los 7.775. 478 292 millones de habitantes. Por su parte, la ONU señala que, en 2020, la población urbana del mundo alcanzaba el 56,15 por ciento y que en 2050 el 68 por ciento de los habitantes vivirán en la ciudad. ¿Cómo gestionar -gobernabilidad, administración, finanzas, comunicaciones, conectividad digital, ciudad inteligente, transporte, tráfico movilidad, aprovisionamiento, servicios, trabajo, desocupación, pobreza, vivienda, sanidad, migraciones, educación seguridad, cultura, ocio, ruido, contaminación o residuos- las ciudades superpobladas? ¿Cómo administrar unas ciudades superpobladas que han de hacer frente a procesos de desintegración social e identitaria -añadan, la anomia- de consecuencias imprevisibles entre las cuales se encuentran el miedo, la frustración, el resentimiento, el odio, la exclusión, la xenofobia, el racismo o la violencia? ¿Quizá las megalópolis no generan hoy, o pueden generar mañana, como respuesta a los problemas que engendran, movimientos populistas o disruptivos que no anuncian nada nuevo? ¿Quizá son sostenibles -políticamente, socialmente, y económicamente- las grandes aglomeraciones concentradas en la ciudad?

A lo dicho, hay que añadir las lecciones de una historia que nos enseña que la mejor manera de protegerse de cualquier epidemia -además del uso de la vacuna- es el ensanche de la ciudad con el objeto de disminuir una densidad de población -la distancia de seguridad, se dice en nuestros días- que deviene uno de los vectores más eficaces en el proceso de transmisión del virus. Si hace siglos la respuesta al virus era el derribo de las murallas de la ciudad; hoy, una parte de la solución, pasa por la dispersión y los asentamientos extramuros de la ciudad. Cosa que ya ocurre -fenómeno en auge- en varios países europeos y americanos.

Así las cosas, ¿por qué no recuperar el modelo aristotélico de ciudad? ¿Y si en el futuro la ciudad no fuera sino un conjunto de aldeas relacionadas entre sí -lazos comunitarios, amistad, convivencia, virtud y gobernabilidad, diría el filósofo- con una administración compartida que implementase una suerte de ‘synoikismós’ o cohabitación ciudadana capaz de generar síntesis y sinergias? Ese parece ser ya el camino.

La pandemia del Covid-19 acelera el tránsito de la ciudad a la aldea. Unas aldeas/ciudades competitivas gracias a las nuevas tecnologías y la movilidad de personas, datos y mercancías. A la época de la deslocalización económica y la protección frente a la enfermedad quizá le corresponda la deslocalización residencial y el urbanismo discontinuo. La combinación de dispersión espacial e integración global, diría Saskia Sassen.

Miquel Porta Perales es articulista y escritor.

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