Distopía transnacional

Protesta contra Lukashenko en Amsterdam.OLAF KRAAK / EFE
Protesta contra Lukashenko en Amsterdam.OLAF KRAAK / EFE

La sensación de seguridad es fácil de arrebatar. Es algo que sabe muy bien un autócrata como Aleksandr Lukashenko, que ha hecho de la intimidación y la represión una vía efectiva para aferrarse durante casi tres décadas al poder. El pasado domingo, al forzar con una falsa alerta de bomba el aterrizaje en Minsk de un Boeing de Ryanair que cubría la ruta Atenas-Vilna, cumplió dos objetivos: poner entre rejas al periodista de 26 años Román Protasevich (cuyo nombre habían incluido en la lista de terroristas al lado del Dáesh), junto con su compañera, la estudiante rusa Sofia Sapega, y enviar un mensaje a la disidencia y la diáspora bielorrusas propio de mafias y dictaduras: “Da lo mismo adónde vayáis, porque os atraparemos”. La asfixiante atmósfera que mantienen Lukashenko y el KGB lleva a recordar que fue en territorio de la actual Bielorrusia donde se concibió el panóptico, ese modelo arquitectónico al servicio de la vigilancia perfecta que Michel Foucault usó como metáfora del control social. Su diseñador, Samuel Bentham, observó en las iglesias ortodoxas la disposición central del icono de Cristo, que hacía que todos los feligreses sintieran su mirada. Lo principal, aun así, no era asegurar una supervisión permanente, sino inocular el miedo de estar siendo continuamente observado.

Las manifestaciones multitudinarias en Bielorrusia a causa del falseamiento de los resultados de las presidenciales vinieron precedidas de una inexistente gestión de la pandemia. El negacionismo de Lukashenko empujó a la sociedad civil a informarse por cuenta propia y a promover medidas. La ocultación de información oficial tenía un antecedente paradigmático: la catástrofe de Chernóbil. En tal contexto, la libertad de expresión sigue siendo hoy la última barrera defensiva; por eso, activistas y defensores de derechos humanos han aprendido del periodismo a ser más efectivos y convincentes. Sin sus canales de información independientes, alojados en plataformas digitales que eluden el control gubernamental, no sabríamos mucho de lo que ocurre a diario en Bielorrusia. Eso es lo que hizo Román Protasevich durante las protestas como editor del canal de telegram Nexta. Lo mismo que Alexéi Navalni, cuando destapó en YouTube casos de corrupción y de despilfarro en el círculo de Putin. Al primero le han enviado un caza para escoltarlo de regreso a Minsk, donde se enfrenta a penas de hasta 15 años, o quién sabe a cuál, en el único país europeo donde aún se aplica la pena de muerte; el segundo sobrevivió a un envenenamiento con Novichok en el que se intuyen los tentáculos del Kremlin.

En el siglo pasado se confirmó que las distopías pueden cumplirse, y hoy nos resulta más fácil creer en ellas que en las utopías. Fue precisamente hace cien años cuando el escritor ruso Yevgueni Zamiatin, ingeniero de formación, creó la primera distopía contemporánea. Su novela, Nosotros, inspiró a muchas posteriores, como 1984 de George Orwell. En ella, describió un mundo cercado por un gran Muro Verde, en el que los individuos habían perdido su libertad a cambio de una felicidad colectiva y “matemáticamente infalible”. Por supuesto, en la sociedad imaginada por Zamiatin no hay la menor libertad de expresión (solo órganos de propaganda) y a los disidentes que atrapan se los somete a torturas en la Campana de Gas. Cada cierto tiempo, se organizan elecciones, que siempre gana el denominado Gran Benefactor. La lucha entre el “Estado Unido” y el individuo que plasmó Zamiatin tiene hoy su eco en el país eslavo, uno de los más militarizados de Europa. En 1994, Lukashenko apeló a un nostálgico “nosotros” soviético para atraer la lealtad del electorado. Así, el autócrata, que ofrecía a cambio seguridad, estabilidad y paz, se erigió como Gran Benefactor. Pero ahora, una nueva generación anhela derribar el muro que los aísla de la democracia.

Si el principal error táctico de Lukashenko fue su convicción de que una mujer no podía convertirse en un serio contrincante para él en unos comicios, la Unión Europea cometería ahora otro igual de colosal si no encuentra la manera de atajar la represión del primero. El temor de los Veintisiete a que las sanciones lleven al país vecino a estrechar su alianza con Rusia no debería propiciar que la crisis política y humanitaria auspiciada por el Gobierno de Minsk se vuelva sistémica. Comenta Franak Viačorka, principal asesor de Svetlana Tijanóvskaia, que “si no se frena ahora a Lukashenko, Bielorrusia será una Corea del Norte en Europa”.

Marta Rebón es escritora y traductora.

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