Divergencias y desigualdades

Edward Gibbon, uno de los primeros historiadores en preguntarse por el auge y caída de los imperios, nos advirtió a todos: la historia, escribió, es poca cosa más que el registro de los crímenes, locuras y desgracias de la humanidad. En la segunda mitad del siglo XVIII y durante todo el XIX, Angloamérica y Europa continental se distanciaron tecnológica y económicamente del resto del mundo y lo sojuzgaron. Esta fue “La gran divergencia”, sobre cuyas causas un debate antiguo divide a los historiadores en dos campos. Para unos, que arrancan de Max Weber, las ideas y las instituciones cuentan y las causas de la divergencia habrían sido culturales: la reforma protestante, la invención de la libertad y de la propiedad, la del Estado centralizado y administrado neutralmente por funcionarios meritorios y probos, la del imperio de la ley en lugar del gobierno de los hombres. Para otros, en cambio, la rapacidad colonial de los europeos desde el descubrimiento de América habría cimentado su hegemonía posterior. La verdad andará por algún punto intermedio. La primera tesis ignora que las colonias fueron un gran negocio, pero la segunda no explica por qué los europeos prevalecieron en primer lugar, ni por qué Japón, ya en la segunda mitad del siglo XIX, supo atrapar a Europa en dos generaciones. Y lo propio están haciendo ahora China o India o, ya, hasta Indonesia, una cultura musulmana, por cierto.

En los últimos 30 años se ha producido, llámenlo como quieran, una segunda gran divergencia, una segunda globalización, una segunda edad de las máquinas (Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, The Second Machine Age): la aplicación masiva de las tecnologías digitales ha abaratado sucesivamente los costes de la información, de las cosas y de los servicios. También ha abierto una segunda brecha de desigualdades en el seno de las sociedades desarrolladas, y no, como hace 200 años, entre la metrópoli y sus colonias. Esta nueva divergencia desbarata los circuitos tradicionales de distribución y elimina casi todos los trabajos rutinarios. Disloca el tejido social y desiguala a la mayor parte de la gente, distanciándola de un 10% de profesionales y de un uno por 10.000 de privilegiados fabulosamente ricos. ¿Qué hacer?

Legalmente, la tentación de prohibir innovaciones o de asfixiarlas con regulaciones restrictivas es suicida. En principio, toda innovación útil que no mate o hiera a seres vivos y que no destruya o dañe a cosas inanimadas ha de ser permitida. Pero en Europa predomina hoy el criterio distinto de que nada puede ser alegal, es decir, ni regulado ni prohibido. No es así: en la cultura civil, la más vieja del mundo, la regla de defecto es permisiva con tal que no haya daños físicos o materiales a terceros. En particular, la objeción consistente en que hay que prohibir toda innovación que cause daños exclusivamente económicos, esto es, que amenace con amortizar mi empleo, reducir mis rentas o disipar mis ganancias, ha de ser evaluada con el recelo propio de quien se enfrenta con intereses creados y el statu quo, con la prohibición de inventar y de poner en práctica la innovación.

La brecha es profunda y da miedo, pero en lugar de alzar vallas en torno a ella, hay que educar, flexibilizar y gravar.

Primero habrá que invertir en la educación de los niños y en reciclar a las personas que sufren las disrupciones de la innovación. Segundo o, mejor dicho, al mismo tiempo, urge flexibilizarlo casi todo: pongo un ejemplo que me afecta: la permanencia vitalicia —hasta los 70 años— en mi plaza de funcionario, haga lo que haga, no tiene sentido. Y en la universidad pública española habría que desvincular su financiación del número de estudiantes, deberíamos permitir que estos eligieran su currículum mucho más que en la actualidad, quebrantando así la rigidez de unos planes de estudio sesgados en favor de aquello que los profesores estamos acostumbrados a contar en clase.

De entre quienes han escrito sobre los Estados que tienen éxito, siempre han llamado mi atención quienes ponen el acento en que en sus ejércitos, núcleo duro y originario de su poder, no suele haber generales vitalicios —a veces se olvida que el principio de mérito y capacidad debe bastante a su origen militar—. Y en los mercados, habría que deshacer la madeja de regulaciones que enredan la constitución o buena marcha de las empresas, sobre todo cuando empiezan a crecer.

En tercer lugar, todo esto habrá que pagarlo, es decir, habrá que gravar con impuestos a los innovadores y a los ganadores de cada innovación: el dueño de una casa bien situada en una de las 100 mejores ciudades del mundo puede ganar mucho gracias a Airbnb, pero el impuesto inmobiliario habrá de subir. En general, a todo aquel a quien el nuevo entorno digital ha multiplicado sus ganancias, las estrellas globales, probablemente habrían de pagar más. A cambio, el impuesto de la renta debería ser negativo para los desposeídos por la innovación. Pero únicamente deberían cobrar una renta de ciudadanía quienes, por edad o invalidez, no pueden ser educados para trabajar del lado innovador de la brecha. Desengáñense: divergencias las habrá siempre. Pero las desigualdades pueden reducirse.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universitat Pompeu Fabra.

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