Divide y perderás

Todo indica Aque el Parlamento salido de las elecciones de noviembre celebrará próximamente una sesión de investidura de la que puede salir el primer gobierno de coalición de nuestra democracia. Hay, claro, un matiz: PSOE y Podemos no alcanzan la mayoría necesaria para votarse a sí mismos ni gozarán tampoco de la capacidad para legislar por sí solos. Su acuerdo con las fuerzas independentistas introduce por ello una incógnita acerca de la estabilidad del futuro ejecutivo, llamando de nuevo la atención sobre la peculiar composición del congreso de los diputados. Viene a la memoria la predicción que formulase Carl Schmitt durante el régimen de Weimar: las democracias liberales se consumirán en el esfuerzo por dar forma a una voluntad general. Se diría que hablaba para los españoles del futuro.

Recordemos que las últimas elecciones han confirmado la progresiva centrifugación del sistema político: mientras seis partidos de ámbito nacional representan a los ciudadanos españoles con independencia de su origen, hasta 11 partidos de base territorial defienden los intereses de una comunidad autónoma (y a menudo solo de su parte nacionalista) o incluso una provincia. Siguiendo el ejemplo de los partidos nacionalistas y regionalistas, Teruel Existe ha hecho su debut en el Congreso: una plataforma ciudadana en defensa de los intereses de la provincia aragonesa cuyo escaño viene sostenido por 20.000 votos. En conjunto, los partidos de ámbito territorial son legión y acumulan algo más del 10% de los escaños. Se trata de una proporción inédita en el panorama occidental, que además constituye una tendencia: Ignacio Varela ha observado que el millón y medio de votos perdidos por los partidos de izquierda desde diciembre de 2015 ha ido a parar, en su mayor parte, a unos partidos territoriales –sobre todo nacionalistas– que pasan del 7% al 12% en ese tiempo.

Divide y perderásEs verdad que, como nuestros politólogos no se cansan de repetir, los partidos nacionalistas no están electoralmente sobrerrepresentados. Al concentrar sus apoyos en las pocas circunscripciones en las que se presentan, maximizan sus votos sin que el sistema les premie o castigue, mientras que partidos como Pacma o la última versión de Cs ven desperdiciarse cientos de miles de votos dispersos por el territorio nacional. Sin embargo, eso no significa que esos mismos partidos nacionalistas no se encuentren políticamente sobrerrepresentados y que lo estén por distintas razones. Algunas tienen que ver, pese a todo, con rasgos del sistema electoral: la ausencia de barreras electorales de exclusión en el nivel nacional facilita el protagonismo de los partidos territoriales en la cámara de representación nacional. Súmense a ello una cultura política que dificulta los acuerdos de gobernabilidad por el centro y el efecto sobre el votante autonómico de los procesos de nacionalización desarrollados por las élites nacionalistas. En ausencia de mayorías absolutas, la gobernabilidad española ha dependido de la subasta de competencias o inversiones en favor de las autonomías que enviaban escaños nacionalistas al congreso. Era cuestión de tiempo que otras regiones o provincias tomasen nota e imitasen el modelo: la atomización centrífuga es una estrategia de adaptación al entorno. Así que no le faltaba razón al alcalde de León cuando dice que a su provincia le sobra historia para constituirse en comunidad autónoma y no me sorprendería que en Almería o Cáceres surjan movimientos ciudadanos que apelen al déficit en la inversión pública para presentarse como defensores de los left behind. Más que perdedores de la globalización, pues, la democracia española tiene perdedores de la centrifugación.

Ni que decir tiene que la influencia de los intereses particulares en la formulación del interés general se ve agravada últimamente por un proceso paralelo de fragmentación que limita, si cabe, el margen de maniobra de los partidos «sistémicos». Me refiero a una fuga del centro que no posee carácter territorial, sino ideológica: el auge de los extremismos de izquierda y derecha, que empieza con Podemos y culmina con Vox, ha reducido el número de escaños de los partidos moderados. La suma de PSOE, PP y Cs representa ahora poco más del 60% de los escaños del congreso, mientras que Podemos y Vox alcanzan el 25% y las fuerzas que con más claridad rechazan el régimen constitucional (ERC, JxCat, CUP, Bildu) han pasado de 19 a 28 diputados en cuatro años. Habida cuenta de que Podemos y Vox han mostrado en distintos momentos desapego hacia el modelo del 78, la amenaza para la estabilidad de nuestra democracia se hace evidente. Salvo que se contemple este proceso como una oportunidad: la impugnación de la monarquía constitucional nunca disfrutó de una constelación tan favorable.

Hay que recordar que en el Congreso desemboca el circuito representativo que contempla a los ciudadanos como nacionales españoles en pie de igualdad, mientras que el Senado es la cámara de representación territorial que se abre a las diferencias interiores. Eso dice la teoría: en la práctica, el Congreso se parece cada vez más a lo que debería ser el Senado. Y aunque el Senado funciona en casi todas partes como una cámara partidista y no territorial, la medievalización del Congreso español carece de parangón política comparada. Lo que está en juego es la gobernabilidad de la sociedad compleja: si la representación parlamentaria no reduce la heterogeneidad a términos manejables ni los actores políticos contribuyen a atenuar el disenso que se deriva de la atomización, la incapacidad del sistema para articular los intereses colectivos de manera eficaz restará legitimidad a la democracia. Los partidos centrífugos, en sus distintas variantes, carecen de incentivos para la búsqueda de consensos.

Para los partidos separatistas, el incentivo es patente. En su clásico estudio sobre la representación política, Hanna Pitkin vino a definirla como una actuación en interés de los representados que es responsable ante éstos (mayormente por vía electoral). Lo que el nacionalismo ha conseguido es difundir la idea de que el interés de los representados se define territorialmente, lo que conviene especialmente a su concepción de España como mero contenedor administrativo de «pueblos» no ya preconstitucionales sino milenarios. De aquí se deriva también un soterrado deslizamiento hacia la concepción descriptiva de la representación, de acuerdo con la cual el representante debe parecerse al representado. Al catalán debe representarlo el catalán, aunque del murciano no sepamos nada.

No se trata de un problema nuevo, pues la relación entre representación y territorio es ya objeto de discusión en los momentos fundacionales de la democracia liberal. Si nos asomamos al debate constitucional norteamericano, comprobamos que una de las razones para multiplicar los distritos, separar poderes y aislar el senado y la presidencia del control popular directo era capacitar a las instituciones para que representasen el interés público más amplio en lugar de la suma de los intereses locales y sectoriales. Es James Madison, en el número 10 de El Federalista, quien más atención presta al problema del faccionalismo. Por facción entiende el político norteamericano «un grupo de ciudadanos, sea una mayoría o una minoría de ellos, que actúan de consuno movidos por un impulso común de pasión o interés contrario a los derechos de otros ciudadanos, o a los intereses permanentes y agregados de la entera comunidad». Y razona que las facciones no pueden frenarse en una democracia pura, mientras que el gobierno representativo alcanza una escala que hace posible su contención debido a la naturaleza delegada del gobierno. Pero advierte que si ampliamos demasiado el número de votantes, el representante puede alejarse en exceso de las circunstancias locales y los intereses particulares; si lo reducimos demasiado, en cambio, se sujetará a los intereses locales. Su solución nos es familiar: «La Constitución federal presenta una feliz combinación de ambas cosas, pues remite los grandes intereses agregados al ámbito nacional, mientras lo local y lo particular se encomienda a los legislativos de los estados». ¡Federalismo! O autonomismo. Y de ahí la separación funcional de congreso y senado.

Todo, en fin, está inventado. Nuestro problema es de diseño constitucional y lealtad democrática: si uno escucha a los partidos de base territorial, se diría que los gobiernos autonómicos no existen y el gobierno central tiene por función relacionarse directamente con los territorios. Sabido es también que las comunidades autónomas han sido fértiles en la creación de identidades esencialistas y redes clientelares, pero estériles en la generación de pluralismo interno o mecanismos de rendición de cuentas. No es así de extrañar que la predicción de Schmitt nos toque tan directamente, ni que la mejor respuesta a la centrifugación sea un acuerdo centrista entre los grandes partidos constitucionales. O sea: justamente aquello que no vamos a tener, para alegría de quienes vencen dividendo mientras perdemos los demás.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es (Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI (Anagrama, 2019).

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