Divorcio entre economía y política

Estamos en el umbral de una de esas etapas de la historia en que cambian las bases de la economía y las fuentes de la competitividad y el bienestar de los países. Sin embargo, como si de una intensa neblina se tratase, la crisis política que vivimos no nos deja ver la intensidad de ese cambio. Pero cuando dentro de una década miremos hacia atrás, veremos que en estos años se modificaron radicalmente los fundamentos económicos de nuestro bienestar.

Hay dos motores fundamentales que mueven esta transformación. Uno, la gran revolución basada en la digitalización y la robotización de la industria. Otro, la nueva revolución de la energía.

Hasta ahora asociamos la digitalización a servicios basados en las tecnologías de la información y las telecomunicaciones y a actividades de entretenimiento y ocio. Pero su impacto en la industria está siendo mucho más intenso y amplio. La utilización masiva de los robots inteligentes está cambiando las actividades manufactureras y comerciales. Y nuevas tecnologías como la impresión en 3D de todo tipo de materiales permiten fabricación de pequeñas series con costes unitarios bajos. Todo esto tiene un impacto enorme en la productividad y modifica las ventajas competitivas de los países.

El impacto de los robots va más allá de la economía. Modificará nuestro modo de vida. Los robots no se cansan, no se equivocan, trabajan 24 horas al día, no piden convenio colectivo ni conciliación familiar. Su impacto en el empleo va a ser intenso. La vieja revolución industrial del siglo XIX introdujo máquinas que aliviaron la fatiga y el sufrimiento de los trabajadores manuales. Pero la nueva revolución de los robots inteligentes sustituirá parte de los tareas intelectuales que hasta ahora desarrollan trabajadores altamente capacitados.

Como he dicho, las ganancias de productividad serán enormes. La cuestión está en cómo se distribuirán. De cómo se haga dependerá de que la desigualdad social hoy existente aumente o se reduzca en los próximos años. La respuesta está en quién será el dueño de los robots.

Por otro lado, la revolución de la energía, basada en la nueva tecnología del fracking que permite la extracción del gas que está dentro de las rocas, está cambiando las ventajas competitivas de los países y la geoeconomía mundial. El coste de la energía es ya un tercio menor en Estados Unidos que en Francia o España. Hasta ahora los salarios han sido un factor básico de la competitividad de las empresas y de los países. A partir de ahora esa ventaja estará en los costes energéticos.

Un efecto inesperado y positivo de estas dos transformaciones es el retorno de una parte de las actividades manufactureras a los países desarrollados. Actividades que en las décadas anteriores se habían deslocalizado están volviendo como consecuencia de la modificación de los costes relativos de producción y de transporte.

Para aprovechar este retorno de la industria hemos de estar preparados. Por un lado, necesitamos que nuestras empresas tengan la dimensión y la capacidad tecnológica adecuada. Por otro, necesitamos no perder las habilidades profesionales que aún existen pero que están en peligro de desaparecer por jubilación de los trabajadores que las conservan. Y recuperar otras que se han perdido. La formación profesional es esencial para aprovechar este retorno de la industria.

Esta nueva realidad me ha hecho recordar un ensayo de Robert L. Heilbroner, un economista muy influyente que enseñó en la New School for Social Research de Nueva York. En uno de sus trabajos, traducido al castellano como Visiones del futuro, Heilbroner señalaba que con la llegada de la época moderna, a partir de la Ilustración del siglo XVIII, las sociedades se acostumbraron a la idea de que el futuro puede ser mejor que el presente.

Las fuerzas que alimentan esa expectativa de mejora son la tecnología, el capitalismo y la democracia. Las dos primeras son fuerzas autónomas. Su efecto sobre el bienestar de las sociedades no es, sin embargo, mecánico. Depende de la tercera fuerza, la política democrática. Allí donde promueve el desarrollo de esas fuerzas y orienta sus efectos hacia el bienestar, la idea de que el futuro puede ser mejor que el presente se hace realidad.

¿Está nuestra política haciendo este papel de parturienta del progreso? Catalunya supo aprovechar la primera revolución industrial y la globalización de la segunda mitad del siglo XIX. Se convirtió en la fábrica de España y puso los fundamentos de un bienestar que ha llegado a nuestros días. Pero hoy la política catalana está ensimismada. Como en la novela de Juan Marsé, está encerrada con un solo juguete, ajena a estas transformaciones tecnológicas y económicas. Se repliega de forma temerosa y proteccionista sobre si misma. Política y economía están en camino de divorcio. Necesitamos evitarlo para proyectar una mirada esperanzadora sobre el futuro.

Antón Costas, catedrático de Política Económica (UB).

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