Doblar el cabo

Por Xavier Pericay, escritor (ABC, 03/11/05):

A nadie se le escapa que la palabra de Pasqual Maragall no es precisamente palabra de rey. A menudo, y por desgracia, ni siquiera lo es de presidente autonómico, como cabría esperar de su condición. Aún así, hay que reconocer que, entre la maleza de su discurso, uno alcanza a distinguir de vez en cuando algún claro. Ayer al mediodía, por ejemplo, tras la intervención de sus correligionarios en el Congreso de los Diputados, Maragall se dirigió a los medios de comunicación. Y les dijo que Cataluña era tal como se había expresado aquella misma mañana en el hemiciclo. Hasta se atrevió, quién sabe si para ahuyentar cualquier asomo de duda, con la copla futbolística: «Cataluña es así», remató. Pero, a renglón seguido, precisó que lo que ahora nos interesa a todos es el futuro. Que lo de antes, lo que los tres diputados catalanes habían expuesto ante el atento y respetuoso silencio de la Cámara, o sea, aquella Cataluña que a su juicio es así, correspondía al pasado. Y la verdad es que estaba en lo cierto. Porque los tres representantes del Parlamento catalán no habían hecho otra cosa que recurrir al pasado y a sus tópicos más inveterados, mientras denunciaban, eso sí, las puyas con que el centralismo más cerril les había castigado desde todos los frentes a lo largo del último mes.

El problema es que Artur Mas, Manuela de Madre y Josep Lluís Carod Rovira habían acudido a las Cortes a exponer las razones por las que la propuesta de nuevo texto estatutario merecía ser tomada en consideración. Es decir, las razones de su necesidad. O lo que es lo mismo: el porqué de tanto ajetreo. Y he aquí que, llegado el momento, y aparte de alguna alusión a la bolsa y la vida, ninguno de los tres había sido capaz de exhibir sino ropa vieja: la definición de la lengua catalana como un instrumento que moldea la personalidad de sus hablantes, en la más pura tradición romántica; el propio uso simbólico de esta lengua en cada una de las intervenciones; la confusión entre Cataluña, su clase política y sus ciudadanos -con la absorción de los dos últimos colectivos, y de los sujetos en ellos comprendidos, por el ente mayúsculo-; la referencia al antifranquismo y a sus lemas de la Transición, empezando por el famoso «Llibertat, amnistia i Estatut d´Autonomia»; los asideros culturales más sobados -de izquierdas, naturalmente: Serrat, Raimon, Martí i Pol-, y hasta la nítida separación entre los partidos que estuvieron en el combate democrático contra la dictadura, lo que les confiere toda la legitimidad para emprender cuantas reformas decidan emprender, y los que no estuvieron. Pero todo esto, según el presidente de la Generalitat, era agua pasada, cosas que había que dejar claras para poder adentrarse en el futuro.

Ni que decir tiene que el primero en pisar ese futuro fue el presidente del Gobierno. A él le correspondió abrir la tarde parlamentaria. Y el presidente del Gobierno, sorprendentemente, no dijo nada. Lo que no significa que no hablara, por supuesto. Lo hizo durante casi tres cuartos de hora. Pero no dijo nada. Recurrió a ese verbalismo huero, más o menos lustroso, que tanto efecto surte ante determinados auditorios y que hasta la fecha le ha permitido salir airoso de no pocos envites. Sólo que ayer encima de la mesa tenía un tema complejo: el proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña. Complejo por su extensión, por su redacción, por su contenido, y también por su génesis, de la que José Luis Rodríguez Zapatero es copartícipe, lo que le ha convertido en garante del proceso y de su desenlace. De ahí que ayer no le bastara con afirmar que el Gobierno que él preside y el grupo parlamentario que le apoya eran partidarios de la toma en consideración del proyecto. De ahí que tuviera que pronunciarse sobre lo que harán el Gobierno y el partido socialista en cuantas cuestiones -y todo indica que son legión- la propuesta estatutaria choca de plano con la Constitución. Y no dijo nada. Nada que permitiera atisbar hasta qué punto estaba dispuesto a meter baza. Su discurso fue un continuo «sí, pero no», surcado de buenas palabras y de llamadas al respeto hacia los demás.

Si bien se mira, el discurso de Rodríguez Zapatero podría calificarse con las propias palabras que Mariano Rajoy, en su turno de intervención, utilizó para calificar la nueva propuesta estatutaria: algo elástico, impreciso, ambiguo. O, si lo prefieren, la viva encarnación del relativismo. Y así como el presidente del Gobierno nada aportó en su parlamento, el presidente del Partido Popular, en cambio, realizó tal vez el mejor discurso de su vida política. Justificó la posición de su partido, destacó la importancia de los procedimientos, ofreció alternativas a la situación creada, separó nítidamente a los ciudadanos de Cataluña de los nacionalistas catalanes, apeló a la razón, se negó a hablar de sensibilidades en lugar de leyes, y, sobre todo, puso el acento en lo que constituye sin duda la mayor aberración del texto sometido ayer a debate: a saber, su olor a rancio, su carácter caduco, retrógrado, premoderno. Un texto que legitima lo que el propio Rajoy llamó «las prebendas del Antiguo Régimen», en la medida en que establece la existencia de unos derechos colectivos superiores a los de cada uno de los ciudadanos que libre y conscientemente integran y conforman la Nación española.

En la rueda de prensa del mediodía, Maragall no sólo había tratado de excusar la deriva histórica de sus compañeros de Parlamento. También había dicho que él era un hombre feliz. Que estaba viviendo un instante de felicidad parecido al del día de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, que entonces como ayer había tenido la sensación de doblar, por fin, el cabo. Los Juegos de Barcelona salieron bien, en efecto. Por desgracia, no parece que este vaya a ser el caso del proceso que ayer se inició en las Cortes. Al contrario. Y ello, con independencia del desenlace final. En realidad, y ya que andamos a vueltas con el pasado, quizá no esté de más recordar ahora, a modo de conclusión, unas palabras de Josep Pla. Las escribió en Madrid, el 18 de mayo de 1932: «Tan importante como la cuestión de la autonomía en sí, es el problema político planteado con motivo del paso del Estatuto por la Cámara. La cuestión de la autonomía ha dividido profundamente a la opinión, en la calle. Las reacciones de la opinión no han hecho ningún bien al Gobierno, pero una cosa es indiscutible y es que las reacciones políticas inmediatas del estado de espíritu de la opinión no serán visibles de una manera inmediata. Se verán quizás en las próximas elecciones. Si el problema catalán continúa en el estado de nerviosidad en que se ha mantenido durante las últimas semanas, las elecciones próximas se realizarán a base de esta plataforma y podría ser que las primeras Cortes ordinarias del nuevo régimen fueran tan constituyentes como las anteriores. El problema es de fondo, y si no se tiene suficiente habilidad para tratarlo podría producir los efectos más insospechados».

Quizá puedan ayudar a doblar el cabo.