Doblar la página

El obispo de Villarrica, monseñor Francisco Javier Stegmeier, cuyos nombres de pila son esencialmente católicos, y cuyo apellido permite pensar que desciende de los emigrantes alemanes que se instalaron en lo más profundo de la antigua Araucanía a mediados del siglo XIX, ha denunciado el reciente atentado incendiario contra el santuario de San Pircunche y la vecina casa de ejercicios, de la orden de los Capuchinos, como un ataque frontal a la libertad de culto en toda su región. Todos sabemos en Chile que el ataque no ha sido único, que no es un hecho aislado, sino que forma parte de una especie de estrategia general inquietante, amenazante, que podría tener largas e imprevisibles consecuencias. Un jefe de grupos rebeldes mapuches, Fidel Tranamil, declara que «la Iglesia ha demostrado ser un miembro más del Estado y no vamos a descansar hasta expulsarla del territorio mapuche».

El obispo Stegmeier nos habla de una situación de violencia y de terror en toda esa región, donde los incendios, seguidos muchas veces de muertes, los ataques de grupos de encapuchados armados, se repiten desde hace años y van en claro aumento. Ante la pregunta de si son efectivamente mapuches los autores de estos actos de violencia, el obispo nos habla de los numerosos hombres y mujeres mapuches que participan en todas las instancias de la vida de la Iglesia, en sus colegios y comunidades, de su fe profunda y su gran devoción a la Virgen María.

Doblar la páginaPasé parte de mi infancia en tierras de Chillán adentro, en la Rinconada de Cato, y me acuerdo como si fuera hoy de las Misiones de finales del verano. Desfilábamos en procesión y después bebíamos vino pipeño y bailábamos cueca como locos en homenaje a la Virgen, entre campesinos mapuches y mestizos, junto a nietos y sobrinos de los dueños del fundo. En la historia chilena, la relación con el mundo mapuche es mucho más compleja de lo que pretenden hacernos creer ahora. El gobernador Ambrosio O’Higgins, que había combatido en tierras de frontera, fue animador de importantes tratados de paz con las tribus indígenas, los llamados Parlamentos, que a veces duraban más de una semana, entre conversaciones y comilonas. El primer jefe del Estado independiente, José Miguel Carrera, celebró el primer año de independencia con una fiesta en palacio en que todas las señoras de Santiago acudieron vestidas de araucanas, con adornos auténticos de platería indígena. Son detalles, claro está, pero son reveladores de una atmósfera, de un sentimiento colectivo. Una pariente mía casada con un gran personaje francés, en sus años crepusculares, en la década de los treinta del siglo pasado, se paseaba por los jardines de su castillo vestida de araucana, de manta rojinegra y de trarilonco de plata mapuche en la frente. Detalles, sin duda, síntomas aislados, pero que indicaban una posibilidad de entendimiento entre universos radicalmente diferentes. A mi modo de ver, hay una deuda social de Chile con el pueblo mapuche, que ha sido casi siempre humillado y olvidado, pero el pago de esa deuda no consiste en someter a la antigua Araucanía a una política de tierras arrasadas. Veo en la prensa a los dos jóvenes chilenos que atentaron contra el Santuario del Pilar, en Zaragoza, y me pregunto qué ocurrirá adentro de esas cabezas confusas, despistadas, peligrosas. En los ataques de los últimos años en las regiones de Villarrica, de Temuco, de Loncoche y Osorno, pueden existir toda clase de infiltraciones extrañas, desviaciones, integrismos más o menos delirantes.

Si un personaje de gobierno puede llegar a decir que la nueva coalición oficial debe actuar como una «retroexcavadora», partiendo de cero, doblando las páginas de la historia del país, no es extraño que se produzcan focos de terrorismo en diferentes formas, con diferentes pretextos. Ahora, después de una primera etapa más ideologizada, tenemos un ministro de Hacienda y uno del Interior que hacen declaraciones razonables. Es necesaria una mayor armonía entre el capital y el trabajo, declara el de Hacienda a propósito de la reforma laboral, y el del Interior nos habla de la paz social y del Estado de Derecho, pero me pregunto si actúan en forma consecuente con esas afirmaciones. Siento, y pido disculpas por decirlo, que la tontería ambiental, difusa, insidiosa, más o menos enmascarada, es de bastante mal diagnóstico. Una autoridad cultural redacta un largo proyecto de fomento de la lectura: las páginas centrales de su mamotreto insisten en la importancia de las lenguas originarias. Me pregunto si su folleto se refiere a la lectura en mapudungun, de la que no tengo noticias, o a la lectura en la lengua de Miguel de Cervantes, de Andrés Bello y de todos nosotros. Algunos hombres de iglesia, precisamente, jesuitas españoles, misioneros de origen alemán, sacerdotes y estudiosos chilenos, redactaron gramáticas y estudiaron con afecto, con seriedad, nuestras diversas lenguas indígenas, y a todos nos parece que ese interés, ese amor por el mundo ajeno, son profundamente respetables. Pero lo demás, como ese folleto ministerial, es demagogia indigenista y no interesa nada.

Un senador de nombre esencialmente hispánico, miembro algo díscolo de la coalición oficial, nos anuncia con la mayor seriedad que propondrá una ley que ordene eliminar toda memoria de la dominación colonial española en Chile. La transformación urbana será importante: abajo estatuas de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, fuera nombres de calles como Francisco de Aguirre y un largo etcétera. Me pregunto, por ejemplo, si perdonará a don Alonso de Ercilla y Zúñiga, el poeta de La Araucana, de los héroes legendarios de la Guerra de Arauco. Y me hago preguntas todavía más difíciles: ¿se cambiará de nombre, redactará su proyecto en el idioma español de todos nosotros o buscará a algún escribidor mapuche, difícil de encontrar, para redactarlo en una de las lenguas originarias, aunque tenga que buscar un intérprete para explicarlo a sus colegas del Parlamento? Son cosas del Chile de ahora, y a veces me digo que habrá que aprender a pensar de nuevo entre nosotros.

Jorge Edwards, escritor.

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