Doce de octubre: psiquiatría y pseudohistoria

Hace algunos años, no muchos, compré una pequeña partida de azulejos artesanales mexicanos de Puebla que, por cierto, son mejores y más baratos que los españoles. El pago fue un Calvario: en mi banco madrileño habitual, propiedad del Santander, desconocían la existencia del banco mexicano (BITAL) a donde debía remitir el dinero y que —para mayor ridículo— también pertenecía a la entidad cántabra. Por ende, la transacción hubo de hacerse a través de Nueva York, con lo cual, amén de pagar comisión a un banco yanqui, aquella mínima operación comercial entre España y México estaba controlada por Estados Unidos. Como tantas otras. La guinda final la pusieron en Barajas con el arancel aduanero, que costó el doble que los azulejos mismos.

Pido disculpas a los lectores por referir una anécdota personal, pero creo que, pese a su microscópica trascendencia, expresa bien la realidad en las relaciones entre España e Iberoamérica, en el plano de la vida cotidiana, el que vivimos los ciudadanos y fomenta —o no— los contactos verdaderos (los de las personas) entre las dos orillas del Atlántico. Mañana toca conmemorar de nuevo el Descubrimiento y eso está muy bien. Y si la retórica hueca de uno y otro lado no desvirtuara la efeméride estaría mucho mejor: mientras en España se exhibe una palabrería hace tiempo gastada, en diversos puntos del continente americano, en vez de festejar, utilizan la fecha para generalizar la bronca antiespañola en la medida que pueden.

Los hechos, en la calle y hasta en la política concreta de los gobiernos, marchan por derroteros muy distintos de las declaraciones oficiales: cuando ocurrió la crisis del fletán entre Canadá y España, todos los países anglosajones —aun sin saber ni importarles qué cosa era ese pez— se pusieron de parte de nuestros oponentes y… los hispanos involucrados en el asunto, también, caso de Cuba, donde tanto nos quieren (y lo digo sin sorna); más grave es la dificultad para extraditar terroristas desde México, o el amparo y refugio que reciben en otros lugares (Venezuela, Uruguay, Chile, Argentina, la misma Cuba, etcétera) agarrándose a cualquier argucia leguleya, lo cual prueba la falta de voluntad favorable hacia España y sus problemas; también los descuelgues de presidentes de las Cumbres Iberoamericanas demuestran el desinterés que, a la larga, la iniciativa ha provocado por escasa sustancia concreta y práctica.

Pero hay más: el minúsculo caso de los azulejos sólo forma parte del maremágnum de trabas administrativas y aduaneras a la importación-exportación en ambos sentidos. Y aun son peores (porque se trata de personas, no de mercancías) las dificultades que sufren para entrar en España los ciudadanos de muchos países americanos (ahora ya, también, mexicanos y brasileños: vergüenza para nosotros). Y no se argumente con el tratado de Schengen: otros países (Alemania, Francia) lo burlan tranquilamente cuando lo estiman conveniente. La actitud española ante América oscila entre la ignorancia (y el desinterés) y la animadversión hacia aquella parte de nuestra historia y de nuestra proyección universal. Es cierto que F. González (en plan más folclórico: del horrendo V Centenario más vale no acordarse) y, más en serio, J. Mª Aznar (por ejemplo Fundación Carolina) promovieron las inversiones españolas en América —política loable—, pero a veces tales penetraciones terminaron como el Rosario de la Aurora (aerolíneas argentinas o venezolanas, bancos expropiados por Chávez, etcétera), aparte de generar odio y rechazo en las poblaciones afectadas, bien por ser enviscadas por terceros, a causa del facineroso carácter de sindicatos locales, o de la torpeza y tosquedad españolas en las formas. A elegir.

El desistimiento de España en América es antiguo: cuando Riego —tan jaleado por otros motivos— impide la salida del ejército hacia América, al sublevarse, hace un flaco servicio a España, aunque grande a Inglaterra, en un momento en que, todavía, las independencias estaban en veremos; y desanimando a las fuerzas realistas-conservadoras de allá (sobre todo en México). Pero todo respondía a un estado de ánimo general: poca preocupación por el desastre. Y aunque las afinidades de fondo subsistían —y todavía subsisten—, también perduraban los desencuentros. La literatura de viajes, los textos administrativos, las cartas de la época denuncian, o reflejan, las rivalidades y fobias entre criollos y peninsulares y que tan mal final habían de tener. Transcurridos dos siglos desde la ruptura política, el desenganche cultural y afectivo es cada vez mayor, en ocasiones mostrando graves rasgos de inconsistencia y alienación de nuestra parte, mediatizados por terceros: casi toda la maravillosa música «de por allá» (desde chachachás a zambas argentinas, polcas paraguayas, corridos mexicanos...) que poblaba y alegraba nuestras radios en los cincuenta y sesenta, desapareció sin dejar rastro, como antiguallas risibles. La entrada y difusión de la llamada salsavino —como mis cuartos fueron a México— por vía de Estados Unidos y sus empresas discográficas. Y menos mal.

Y minucias lingüísticas: aparte del bobo complejo de que «nosotros» (¿quiénes?) hablamos bien y ellos mal (ya me gustaría, si nos ponemos puristas, que en Madrid el común de la gente hablase como en Bogotá), ¿se enseñará alguna vez en las escuelas españolas que los mexicanos escriben «México» por tradición ortográfica requeteespañola y dejaremos de oír «Mécsico» (sic) a ignorantes de toda laya? ¿Se comprenderá, al menos, que el término «barbacoa» lo hemos tomado —como otros— del inglés barbecuey no directamente de la voz antillana taíno-arahuaca y que significa «armazón» o «andamio», aunque en México también valga por asador o parrilla y desde el tiempo de la Conquista (Gutiérrez de Sta. Clara, v.g.)?

Sin embargo, el capítulo más bochornoso en nuestra actitud hacia América lo constituye el entusiasmo con que demasiados españoles se suman al descrédito de nuestro país, escupiendo sobre el pasado de España, simplemente porque conocen la rentabilidad del negocio. Y no entre exaltados indigenistas de Oaxaca u Oruro, sino en las filas, mal informadas y peor dispuestas de la progresía madrileña. En Francia (donde todos los años se publican docenas de libros sobre Napoleón y su grandeur) o en Inglaterra (que conserva con amor el navío de Nelson) es difícil concebir un libro equivalente al «Esas Yndias equivocadas y malditas» de S. Ferlosio, que obtuvo en 1994 del Ministerio de Cultura (Gobierno socialista) el Premio Nacional de Ensayo, pese a ser un bodrio ilegible y a presentar como base argumental, nada menos, el enésimo redescubrimiento del Padre Las Casas, cuya Destruyçion de las Indiasel autor simula tomarse en serio. Gran desparpajo, suyo y de quienes le regalaron el premio.

Un ejemplo más reciente, basándose en las primeras andanzas misioneras del mismo fray Bartolomé y de fray Antonio Montesinos, lo constituye la película «También la lluvia», que mezcla cronologías sin ningún pudor (Colón en La Española en 1511, cuando llevaba cinco años muerto, por ejemplo) y acontecimientos históricos (la ejecución del indio Hatuey, que no era una hermana de la caridad precisamente), con otros de la actualidad inmediata para establecer un paralelismo entre las antiguas y las nuevas violencias, lo cual en líneas generales, se adentra en los saberes de Pero Grullo, bien imbuido el guión de victimismo, en palabras de la directora «Es un viaje personal que nos trae el pasado al presente». Con esa original carta de presentación sólo podía recibir de la autotitulada Academia de Cine la propuesta para no sé cuántos premios y menciones.

Hay muchos más casos, pero lo sorprendente para un observador foráneo no es que los autores desfoguen su odio contra el propio país (cosa ya notable), sino la aceptación y entusiasmo que despiertan en un sector numeroso de los llamados intelectuales, so color de autocrítica, justicia retrospectiva o progresismo exacerbado. Aunque estos fabricantes de odio y hemiplejía histórica (ellos siempre están en el lado de los «buenos») nunca piensan que, sin conquista española del Continente, ellos carecerían de pastizales donde vender sus filmes, canciones, libros, ocurrencias varias. Denostar el pasado y explotar sus consecuencias es el truquito, porque saben que hay un público español por entero alienado que ha asumido la versión anglosajona de nuestra historia y, en vez de tirarles tomates (metafóricamente), se regodea comprando insultos contra su país, fenómeno más próximo a la psiquiatría —y a la necesidad de extender la lectura— que a la autocrítica o la historia de las sociedades humanas.

Serafín Fanjul, catedrático de Estudios Árabes.

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