Doce hombres con piedad

Desde que Platón la planteara en La República, la pregunta clave de todo sistema de gobierno es quién vigila a los vigilantes, quién controla a quienes nos controlan, quién nos guarda de nuestros guardianes, quién nos protege de nuestros protectores. En el latín de las Sátiras de Juvenal todavía suena mejor: Quis custodiet ipsos custodes?

La respuesta, en boca de Sócrates, no puede dejar de producir zozobra en cualquier sincero demócrata: sólo los propios «ángeles» custodios nos custodiarán frente a sí mismos, pues ellos constituyen la «clase» que ejerce el poder. A tales efectos el resto de los ciudadanos debe fomentar la «noble mentira» de que quienes desempeñan esos cargos públicos o magistraturas son mejores que los demás, estimulando así su sentido de la responsabilidad y su rectitud en el cumplimiento del deber.

Frente a esta concepción del gobierno aristocrático que inevitablemente degenera -en el momento en que la «noble mentira» se convierte en verdad oficial- bien en la monarquía de derecho divino, bien en la dictadura, el racionalismo impone el principio constitucional de la separación de poderes. Los famosos checks and balances que teóricamente garantizan el control parlamentario de los actos del Ejecutivo -alcantarillas y bajos fondos incluidos- y la independencia del poder judicial.

Pero digo teóricamente porque la práctica política en la era de los medios de comunicación de masas ha neutralizado buena parte de esos mecanismos de equilibrio y contrapeso al servicio de lo que Arthur Schlesinger bautizó como «la presidencia imperial». Incluso en los sistemas parlamentarios -y España es un típico ejemplo- en los que no se elige directamente al primer mandatario, la fuerza determinante del liderazgo gubernamental es tal que todos los partidos quedan estructurados desde arriba, mientras la ley electoral convierte a los diputados en meros peones de brega de unos aparatos -esta es la palabra definitiva- integrados por dóciles funcionarios que defienden su puesto de trabajo. En cuanto al poder judicial, los mecanismos para fomentar su sintonía con el poder ejecutivo terminan constituyendo la clave del arco que sustenta el conjunto de la bóveda de la partitocracia y la nefasta reforma de su Ley Orgánica, promovida en 1985 por Alfonso Guerra invocando la muerte de Montesquieu, supuso en nuestro caso el golpe de gracia a todo idealismo democrático.

Este final de la inocencia nos devuelve paradójicamente al punto de partida de Platón y Sócrates: tal es la elasticidad de las leyes que, al cabo del día, su recta aplicación, es decir la primacía del genuino interés público por encima de la conveniencia de partido o la propia razón de Estado, depende de la integridad moral y de la conciencia individual de quienes desempeñan sus funciones en un departamento ministerial, una comisaría de policía o un tribunal de Justicia. Y es la suma de todas esas decisiones jurisdiccionales la que, en definitiva, determina el grado de salud o enfermedad de una sociedad como la nuestra.

¿Pero cuáles son los baremos para medir si estamos sanos o infectados? El hecho de que, por fortuna, cada vez haya más ciudadanos con la formación e información necesarias para considerarse capaces de mantener un criterio autorizado sobre casi cualquier asunto potencia extraordinariamente el valor del sentido común -lo que los británicos llaman el conventional wisdom- y convierte de forma casi automática en sospechosas aquellas conductas de los servidores del Estado que o bien se hurtan al escrutinio público o bien resultan difíciles de explicar y entender en términos coloquiales.

Un ejemplo palmario lo hemos tenido en la instrucción del sumario del 11-M. Durante meses y meses hemos estado preguntando en vano al Gobierno dónde estaban y qué decían los análisis realizados el mismo día de la masacre a partir de los restos de los explosivos colocados en los focos de los trenes. Hemos tenido que averiguarlo nosotros mismos, horadando el túnel de la opacidad hasta llegar a la pieza separada donde el juez Del Olmo tenía escondida la inaudita declaración del comisario Sánchez Manzano. Resulta que, según su propia versión, este alto mando policial en quien recayó la recogida, custodia e investigación de esos restos se comportó como el perro del hortelano del complejo de Canillas: ni hizo ningún análisis con valor pericial porque no tenía medios para ello, ni los dejó hacer a la instancia correspondiente -la Policía Científica- sencillamente porque no le remitió las muestras.

El rictus de estupor que el conocimiento de todo esto suscita en el rostro del ciudadano medio ha quedado corroborado por la decisión del tribunal de encargar ahora esos análisis, cuando al cabo de tres años parte de los elementos químicos han podido volatilizarse y sus mecanismos de custodia -dependientes del propio Sánchez Manzano y del procesado Santano- no ofrecen ninguna garantía de fiabilidad. Pero lo inaudito de verdad es que ni el ex jefe de los Tedax ni el propio juez Del Olmo tengan sendos expedientes abiertos por lo que como mínimo son flagrantes ejemplos de negligencia profesional.

En el caso del instructor estos pecados por omisión -ni siquiera le preguntó al policía por qué incumplió los más elementales protocolos del cuerpo- se agregan además a su sádico ensañamiento con los policías a los que encarceló e impuso fianzas astronómicas por hablar con EL MUNDO, aun a sabiendas de la levedad del imaginario delito y de que no era competente para ello. Sólo el altruismo de un ciudadano tan ejemplar como anónimo permitió que sus víctimas pasaran la Nochebuena en familia, pero nada indica que el juez vaya a tener que responder de su patente abuso de autoridad. Y tres cuartos de lo mismo puede decirse de Garzón en relación con la imputación de los peritos que relacionaron a ETA con el 11-M: tres instancias judiciales diferentes -la Audiencia Nacional, la juez natural de plaza de Castilla y la Audiencia Provincial de Madrid- le han desautorizado expresamente y la tercera de ellas ha llegado a decir por escrito que su conducta fue «incomprensible».

Sobre todo después de verle desdoblarse en solícito entrevistador del presidente del Gobierno, augurando que tal vez su futuro esté en el talk show, somos ya multitud los que comprendemos mucho mejor por qué Garzón -conchabado con el fiscal Zaragoza y muy probablemente con el Ministerio del Interior- hizo lo que hizo que por qué no le va a ocurrir nada por hacerlo. Y es que al corporativismo de los jueces le llaman en el CGPJ «respeto a la función jurisdiccional».

Pues bien, el que haya tenido lugar en un contexto tan viciado como éste hace doblemente valiosa la reacción moral de esa docena de magistrados de la Audiencia Nacional que el jueves abortaron la bochornosa pretensión de la Fiscalía de ceder ante el chantaje de un terrorista sanguinario que, enarbolando una vez más su desafiante puño en alto desde la cama del hospital, ya esbozaba la «carcajada» anunciada hace nueve años cuando dejó constancia escrita de la satisfacción que le producía contemplar las lágrimas de unos pobres huérfanos.

El procedimiento seguido podrá no ser muy habitual, pero la iniciativa del juez Alfonso Guevara, recabando las firmas de sus compañeros para abocar la decisión sobre De Juana al pleno de la Sala de lo Penal, implica un compromiso ético con su función como magistrado que no quiero dejar de destacar en esta página, en la medida en que en mi caso sirve, además, para disipar las prevenciones y recelos fruto de un antiguo encontronazo cuyo recuerdo se remonta ya casi 23 años -¡cómo va pasando la vida, Su Señoría!- en la noche de los tiempos.

Cabe alegar que lo estrictamente correcto tal vez hubiera sido dejar que los tres miembros de la Sección Primera que estaban lamentablemente dispuestos a excarcelar al etarra hubieran adoptado la resolución sobre la que ya habían empezado a deliberar, que la AVT hubiera interpuesto a continuación un recurso con carácter suspensivo y que entonces se hubiera pronunciado el pleno. Pero por un camino distinto se habría llegado a la misma Roma porque lo esencial es que las tres cuartas partes de los jueces que participaron en la decisión tenían fijado el criterio de atornillarse en la defensa del Estado de Derecho.

Puesto que la ortodoxia de su decisión en términos técnicos está fuera de toda cuestión -ningún reo debe poder influir en los actos de los tribunales por otra vía que no sean los recursos tasados por la ley- yo quiero reivindicar también su humanidad. Cualquiera que haya podido escuchar estos días la voz serenamente dolorida de Teresa Jiménez Becerril tendrá que admitir que lo verdaderamente inhumano no habría sido dejar en manos de los médicos la suerte de quien, después de haber asesinado a tantos, se empeña en asesinarse ahora a sí mismo, sino permitir obtener a tal individuo una siniestra victoria final a costa de la memoria de sus víctimas.

Sí, ya sé que De Juana está ahora en prisión por un motivo más incruento. Pero, si nos aferramos al principio de legalidad, no sería de recibo amortizar a beneficio de inventario que nuestra sociedad ha aceptado sin pestañear que cada asesinato haya podido salirle por poco más de nueve meses de cárcel y rasgarse a la vez las vestiduras porque sus amenazas terroristas por escrito le hayan hecho acreedor a una nueva condena a 12 años. Y si damos el salto al plano de los sentimientos, entonces es imposible compartimentar el dolor y ansia de justicia de sus víctimas, pues sólo un rotundo acto de contrición -que en el caso de este miserable ha brillado por su ausencia- podría permitir alegar que el nada sutil amenazador de hace unos meses era ya una persona distinta al contumaz asesino de hace dos décadas.

Los honorables magistrados que han asumido con coraje y decencia su responsabilidad son, en realidad, el reverso de aquellos Doce hombres sin piedad del jurado que encabezaba Henry Fonda en la gran película de Sydney Lumet. En primer lugar porque no han abandonado a su suerte a De Juana Chaos, sino que han instado al hospital a que mantenga y, si es necesario, intensifique su régimen de alimentación intravenosa (si la cuestión esencial es el deterioro de su estado de salud, ¿dónde va a estar mejor un enfermo sino en un centro sanitario de primera y rodeado de médicos?). Y, en segundo lugar, porque han sabido orientar esa compasión, esa piedad, ese impulso generoso y solidario que debe impregnar la conducta de todo servidor público hacia quienes más lo merecen y necesitan: las personas que siguen sufriendo las secuelas de unos ataques terroristas contra los que un Estado vulnerable e insuficiente no fue capaz de protegerlas con eficacia.

Es cierto que su decisión coincide con la martilleante insistencia de ETA en acusar al Gobierno del incumplimiento de los supuestos compromisos adquiridos durante el alto el fuego -cosa que Zapatero niega en público y en privado- y que todo ello no augura nada bueno. Podemos estar, como macabramente ha insinuado Askatasuna, «en el tiempo de descuento» que preceda a una nueva escalada de atentados, asesinatos y secuestros pero siempre será mejor afrontar todos estos riesgos que ver deslizarse nuestra dignidad nacional por el tobogán de la condescendencia con la coacción, hacia el que nos empujaba esta semana un fiscal general más zapaterista que Zapatero.

Ante este eventual escenario el presidente debe redoblar sus esfuerzos para recomponer el Pacto Antiterrorista con el PP, potenciar al máximo la capacidad de respuesta policial y -aunque no sea santa de su especial devoción- recordar la forma en que reaccionó Margaret Thatcher cuando tras los fallecimientos de Bobby Sands y nueve presos más, a resultas de su huelga de hambre, el IRA lanzó su siguiente zarpazo. A cambio de unas últimas referencias que me ha hecho llegar sobre Pettit, ahí va el párrafo clave del relato incluido en Los años de Downing Street:

«Pusieron una bomba a un autocar que transportaba guardias irlandeses, matando a un transeúnte e hiriendo a varios soldados. La bomba contenía clavos de seis pulgadas para tratar de causar el mayor daño y sufrimiento posibles. Me apresuré a presentarme en la escena del atentado y, con gran espanto, extraje uno de los clavos de un lateral del autocar. Decir que alguien capaz de eso es un animal, sería equivocado: ningún animal haría tal cosa. Fui a visitar a los heridos a los tres hospitales de Londres a los que habían sido trasladados. Salí más decidida que nunca a que se aislara, se privara de ayuda y se venciera a los terroristas».

Le esperaba un camino largo, duro y difícil.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.