Dogmas contra el Estado autonómico

Convengamos que esta crisis quiere convertir en verdades irrefutables lo que antes se podía cuestionar en el debate político. Los dogmas se extienden hacia el asentamiento de posiciones ultraconservadoras: una apisonadora contra cualquier iniciativa progresista.

Le ha llegado el turno al Estado autonómico en una extraña pinza desde la derecha ultramontana y los nacionalismos periféricos. Claro, con argumentos contrapuestos. El grito es que el actual sistema de organización de España no da más de sí. Unos lo atribuyen perversamente al despilfarro, a la desorganización de las competencias y a la superposición de administraciones. Y otros, los nacionalistas periféricos, a la estrechez de los márgenes para proceder a una expansión de su universo reivindicativo que tiene como límite la independencia, aunque no siempre se formule con honestidad y claridad. En el origen de este enfoque actualizado estaría la oposición a la sentencia del Tribunal Constitucional. Los nacionalistas no pueden aceptar compromisos estables con el Estado porque su esencia es la inconformidad. Si no tienen reivindicaciones pendientes, dejan de ser nacionalistas. Así de sencillo.

Y los partidarios de la España irredenta nunca actuarán de buena fe en lo que para ellos son concesiones indeseables a quienes pretenden acabar con «la unidad de España». En medio, en una posición basculante que les ha llevado a la tragedia en Galicia y Catalunya, el PSOE y sus fiducias territoriales que no tienen criterio propio, sobre todo desde que el utilitarismo político de Zapatero les permite decir una cosa y la contraria sin que se les sonrojen los carrillos. Si no han tenido un proyecto general, ¿por qué la concepción autonómica tendría que ser una excepción?

La izquierda española ha sido muy cobarde en sus planteamientos intelectuales sobre la conceptualización de España y de sus símbolos. Ha tenido miedo de que el entusiasmo por la autodeterminación para todos, que formaba parte del paquete irreflexivo del antifranquismo emocional, se volviera contra ella si lo matizaba. No defendió la compatibilidad de una España autonómica con una organización fuerte del Estado para competir en un mundo globalizado. Toda nación, sus ciudadanos, necesita una dosis de orgullo y de identidad. Y si la simbolización de la patria -constitucional, por supuesto- no es universalmente admitida, ¿cómo puede conceptualizarse un país, una nación, teniendo que justificar que ese patriotismo, basado en valores de la Constitución, no lo arroja al cesto de la derecha española reaccionaria?

El Estado autonómico no ha fracasado: ha estado mal gestionado. Y quien crea que es reversible, desconoce la ley de la gravedad de Newton aplicada a los fenómenos políticos. Demasiada densidad para que a la tortilla autonómica pueda dársele la vuelta. Nunca podremos volver al centralismo.

El tema es más sencillo de lo que parece. Las autonomías no están cuestionadas por los españoles. Pero tampoco su extensión. La viabilidad del Estado autonómico ha estado fuera de la agenda electoral, salvo en la sutileza de que algunos partidos nacionalistas, sin pronunciarse nunca ni comprometerse con el futuro, lo siguen utilizando como un señuelo de quita y pon. Los nacionalismos radicales pierden espacio, los nacionalismos impostados son aplastados por un electorado que no los entiende y los llamados españolistas tratan de mimetizarse con el terreno. Y ahora Aznar lanza la unidad indisoluble de España para colarlo en los nuevos dogmas neoliberales. El expresidente más centralista y conservador que ha tenido España ya no encuentra utilidad a la concepción autonómica del Estado.

Habría que exigir coherencia, que es una cualidad poco mediterránea, en un universo, el español, en el que el oportunismo y la falta de principios sólidos son la causa de la inmensa desafección hacia la política. Tratar de aprovechar la crisis económica y la pérdida de derechos ciudadanos para cambiar el modelo autonómico sería una locura. Demasiada presión para una olla al límite sin válvula de escape.

Hay algunas sugerencias. Primera, simplifiquemos la parafernalia de la liturgia de las presidencias autonómicas. Menos parques móviles ministeriales, menos asesores. Una vida más sencilla: ¿por qué no jugamos a ser nórdicos en los símbolos del poder? Segundo, simplificar las administraciones haciendo una limpieza profunda de las duplicidades. Abaratemos el coste del sistema adelgazando todas las administraciones. No se trata de disminuir la calidad de la democracia autonómica, sino de una utilización racional de los medios.

Parece indispensable fortalecer la idea de que la diferencia basada en las peculiaridades identitarias y culturales no tiene que afectar a la solidaridad y a la eficacia del Estado ahora que los mercados hacen más vulnerables los derechos ciudadanos. Y esa es la prioridad ahora: defender el Estado del bienestar y proteger a los más débiles. Reivindiquemos la autonomía como una progresión de la democracia que no nos puedan arrebatar con los nuevos dogmas del neoliberalismo rampante.

Por Carlos Carnicero, periodista.

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