‘Dolce far niente’

Hace tiempo que el debate sobre el estado de la nación, que anualmente se celebra en el Congreso de los Diputados, perdió cualquier tipo de interés. La ciudadanía asiste entre impávida y ofendida a una jornada parlamentaria que fundamentalmente consiste en que Gobierno y oposición se tiren durante unas horas los trastos a la cabeza entre los aplausos o las protestas de los afectos de cada bando. Este año no ha sido diferente. La compulsiva pasión de Celia Villalobos, en funciones de presidenta del Congreso, por pulverizar caramelos virtuales mientras hablaba el presidente del Gobierno es seguramente la imagen más gráfica de la jornada. Ni tan siquiera la seria amenaza demoscópica sobre el hartazgo ciudadano respecto a los dos grandes partidos, que en caso de prosperar abrirá en canal el sistema político de la transición, ha sido suficiente argumento para alterar el guión preestablecido. Por no ser, el debate no ha sido ni original. Casi es un calco del que se vivió en junio del 2003 con José María Aznar de presidente del Gobierno y mayoría absoluta en las Cortes y José Luis Rodríguez Zapatero como jefe de la oposición. Proclamaba Aznar desde el atril que Zapatero estaba descalificado por su falta de liderazgo y le contestaba el aún inexperto líder socialista que el presidente usaba la mentira para hacer política y que estaba deteriorando los servicios públicos y recortando el gasto de salud. ¿Les suena?

¡Claro que el enfado ciudadano tiene su explicación! Ninguno de los problemas que acucian en la calle ha merecido una respuesta adecuada en el hemiciclo. Los parados no quedan satisfechos, los autónomos tampoco, las empobrecidas clases medias otro tanto y temas tan reales como la insoportable presión fiscal o el escándalo de Bankia ni se habla. Tampoco de Catalunya y de esa mayoría que reclama el derecho a decidir. Bueno, de este tema hablan los jueces, los fiscales o los magistrados del Tribunal Constitucional, reconvertidos en una tercera cámara ante la renuncia de la primera. Allí, en la carrera de San Jerónimo y en el palacio de la Moncloa hace tiempo que en esta trascendental cuestión incomprensiblemente se ha renunciado a hacer política con la equivocada idea de que el soberanismo morirá por una suma de sobreexposición de sus actores y cansancio de sus seguidores. Este análisis parte de un error que no por reiterado ofrece ahora un resultado diferente al del pasado: la mayoría o la minoría más numerosa dispuesta a movilizarse sigue siendo la independentista que en sus asambleas territoriales ya prepara las nuevas y previsiblemente multitudinarias manifestaciones de los próximos meses.

El balance final del debate del estado de la nación en el que por primera vez carece de importancia si ganó el presidente del Gobierno o el jefe de la oposición tiene algo de desolador, de trágico: el share de las televisiones que ofrecían el pleno del Congreso, muy esporádicamente superó el listón del 2%, las radios desplazaron tan pronto como pudieron a los parlamentarios de sus principales asuntos de apertura y la prensa manejó el tema con un resignado aburrimiento. Victoria de los ausentes (Pablo Iglesias y Albert Rivera), derrota de los presentes (Mariano Rajoy y Pedro Sánchez).

La asombrosa carencia de ideas observada durante el debate no deja de ser una invitación a las fuerzas políticas emergentes para que sigan impulsando con decisión el proceso de cambio que se vislumbra. El extenuado sistema del bipartidismo español camina de una manera acelerada hacia una fórmula nueva para la próxima legislatura en que los tradicionales puntos de anclaje en ausencia de mayoría absoluta para PP o PSOE ya no serán los partidos nacionalistas (CiU, ERC o PNV) sino otros partidos de corte español, como es el caso de Podemos (que aspira a ganar) o Ciutadans (que, de momento, se conforma con ser bisagra). No será suficiente un cambio político de la dimensión que la sociedad quiera sin una nueva ley electoral que acabe con las listas cerradas y permita recuperar o más bien crear una relación entre elegido y elector que pase por encima de la burocracia de los partidos y de las inquebrantables lealtades que han convertido las organizaciones políticas en centros de poder más que en núcleos de debate.

Recomiendan en París que si uno busca inspiración, recogimiento y romper con el barullo de los recorridos más turísticos, un buen sitio para encontrarla son los cementerios. Es fascinante el culto a los muertos que comparte la capital francesa con ciudades o países de otras latitudes como las pirámides de Egipto que no son otra cosa que los mausoleos más grandes del planeta o Washington, capital del mundo, que tiene en el cementerio de Arlington uno de sus iconos. De los varios cementerios que posee París, ninguno iguala al de Père-Lachaise, conocido por el cementerio de los famosos y que tiene unas 70.000 tumbas. Es necesario un plano para moverse e ir situando a los diferentes artistas enterrados aunque uno puede limitarse a pasear durante horas por sus enormes avenidas de árboles desnudos que ofrecen un aspecto en invierno entre desangelado e inhóspito.

No muy lejos de allí, caminando en dirección hacia el sur de la capital, si a uno le han quedado ganas de proseguir la visita a otro camposanto, se encuentra el único cementerio privado de París, el de Picpus, que puede ser visitado por la tarde. Está muy cerca de la Place de la Nation y más o menos donde hoy hay una escultura estuvo la guillotina. Allí fueron enterradas en fosas comunes muchas de las víctimas de aquellos once meses del régimen del Terror instaurado por Robespierre a finales del XVIII, tras la caída de la monarquía, y fue esta circunstancia la que hizo que los familiares más pudientes de los asesinados compraran el cementerio y así poder ser enterrados junto a sus parientes.

En una de las fosas comunes del cementerio de Picpus reposan dieciséis monjas carmelitas de Compiègne, al norte de París, cuyo trágico destino inspiró al polémico escritor francés Georges Bernanos su obra Diálogos de carmelitas. Estas religiosas murieron en la guillotina y se dirigieron a su encuentro con la muerte entonando cánticos y obviando cualquier amenaza de sus verdugos para que cesaran sus salmos. Dice la leyenda que en el momento de subir al cadalso para ser ejecutadas, una tras otra, con la obediencia debida en las congregaciones religiosas, se iban arrodillando ante la madre superiora del convento y le solicitaba disciplinadamente: “Permiso para morir, madre superiora”. Más de uno y más de dos de nuestros muy ilustres parlamentarios presentes en el hemiciclo saben que, políticamente hablando, van a una muerte segura. Sin cánticos pero asumiendo con tanta disciplina como aquellas religiosas la política impuesta del dolce far niente. O el arte de que lo más fácil es no hacer nada.

José Antich

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