Domingo de mudanzas

La emocionante noche del domingo nos ofreció la oportunidad de ver cuán cierta es la máxima de Andreotti -inciso: si les gusta la política, el cine, o las dos cosas, no se pierdan 'Il Divo', la películo de Sorrentino sobre el veterano dirigente italiano- según la cual el poder desgasta, sobre todo, a quien no lo tiene. La aflicción humilde y elegante de Pérez Touriño, el rebote más arrogante de Quintana o las sonrisas forzadas de Urkullu e Ibarretxe tienen en común el que bajo las distintas máscaras se podía adivinar perfectamente el llanto de Boabdil el Chico y la anticipada nostalgia de San Caetano o de Ajuria Enea. Esto es lo que tienen en común las elecciones celebradas en Galicia y el País Vasco, que ambas han servido -en el segundo caso ya veremos hasta dónde- para propiciar un cambio político en los respectivos gobiernos autonómicos.

Pero poco más tienen en común los dos procesos. De hecho, superficialmente contemplados, se diría incluso que siguen caminos cruzados, si atendemos al signo de la evolución de los dos principales partidos: el PSOE crece en el País Vasco y retrocede en Galicia, mientras el PP sigue la dinámica inversa. Estamos ante dos subsistemas políticos distintos, y vale más la pena analizar los resultados por separado que no entrar en falsos paralelismos o en falacias analíticas.

Galicia, contra el estereotipo de la bruma, ha votado de manera diáfana. Además, contra el no menos extendido estereotipo del desinterés político, lo ha hecho masivamente, con una participación (antes de contar el voto emigrante) superior en dos puntos a la que en términos comparables hubo hace cuatro años y más de seis puntos por encima de la registrada ocho años atrás. Y, para seguir rompiendo estereotipos, esa participación histórica, la más alta jamás alcanzada en Galicia, ha servido para devolver el poder regional al PP, al que sólo un escaño separó de la mayoría absoluta en 2005, desmintiendo el cliché de que la movilización siempre favorece a la izquierda.

Las interpretaciones son libres, gratis y casi siempre interesadas. Pero, en esta ocasión, al margen de lo que se opine sobre el efecto de la crisis económica o cualquier otra 'externalidad', no se puede poner en duda que los resultados son una censura sumaria al desempeño del bipartito. Es muy difícil, bordea lo inédito, perder un gobierno regional después de un primer mandato. Es casi de Guinness hacerlo con el Gobierno central a favor. Tan raro logro se sustenta en una clara pérdida del voto urbano que descabalgó a Fraga cuatro años atrás. Como ha votado más gente que la -relativamente- mucha que ya votó en 2005, la única conclusión que cabe obtener es que el cambio operado ha suscitado, además de una pequeña transferencia de voto desde los partidos del Gobierno hacia el PP,una movilización nueva contra el bipartito que ha inclinado la balanza. Hasta qué punto ello se debe a la naturaleza 'mixta' del Gobierno, y, en ese sentido, hasta qué punto el PSOE asume riesgos inmanejables en sus alianzas con los nacionalistas quedan como interrogantes abiertos a la reflexión; sobre todo, a la del PSOE como parte más interesada en ello.

En el País Vasco, los resultados -como corresponde a un sistema en cuyo Parlamento se van a sentar siete partidos distintos- tienen mucha más sustancia que interpretar. Lo básico, a mi juicio, tiene que ver con el hecho de que, por vez primera, el nacionalismo no dispone de la llave del Gobierno. Es verdad que dentro de él el PNV ha resistido mucho mejor que sus socios -por no decir que los ha fagocitado-, pero lo que cuenta es que ni siquiera sumando a Aralar puede conseguir un escaño más que la suma de los tres partidos constitucionalistas -PSE, PP y UPD- que han logrado representación. Y no menos importante que, en términos de voto válido, los partidos constitucionalistas se acercan como nunca antes en este tipo de elecciones a la mitad del voto. Aunque es preciso recordar, para evitar interpretaciones torcidas, que la suma del voto de PP y PSE en 2001 fue más de 100.000 votos mayor que la suma de esos dos partidos el pasado domingo. La diferencia es que, con una participación 14 puntos más baja ahora que ocho años atrás, es más lo que han perdido los miembros del tripartito (más de 200.000 votos respecto a 2001). Es decir, que frente a la extraordinaria movilización del nacionalismo y aliados cuando hace ocho años se hizo verosímil la alternancia, ahora ni siquiera esa perspectiva (que estaba en casi todos los pronósticos) ha servido para activarlos.

Ciertamente, al resultado no es ajena la neutralización electoral de ETA. Gracias a ella, se elimina el poder de chantaje y condicionamiento que ese mundo viene ejerciendo sobre el nacionalismo democrático, y eso debería servir de argumento a los propios nacionalistas, aunque tenga un coste a corto plazo. En un Parlamento vasco libre de pistoleros con acta, el nacionalismo puede demostrar, aunque sea desde la oposición, que sabe hacer política, y que la hace mejor, sin ese vasallaje.

Veremos cómo se juega la partida de mus, como castizamente ha apuntado Antonio Basagoiti para recordarle a Patxi López que el PP lleva cartas y no va de 'mirón'. Quizás el PSE pueda extraer alguna lección de lo que les ha pasado a sus hermanos del PSdG, o tal vez, pese a todo, quiera jugar la carta de la transversalidad. Es su responsabilidad y su riesgo.

Lo que en todo caso ha traído consigo la noche del domingo es, como en el último Bond, un 'quantum of solace', una dosis de consuelo, para la atribulada dirección del PP en general y para Mariano Rajoy en particular. Tras los últimos sobresaltos, las intrigas en casa y fuera y las esquivas encuestas, Rajoy ha podido por fin presentar una 'reconquista' y además en su propia tierra. Tanto Núñez Feijóo como Basagoiti, sus apadrinados, se han desempeñado en la campaña con un aire fresco, renovado y muy representativo del nuevo PP que Rajoy preconizó y al que empezó a poner cara en Valencia. Los resultados del domingo son un aval para esa apuesta.

José Ignacio Wert, sociólogo y presidente de Inspire Consultores.